30-11-2016
Muy querida familia, queridos hermanos sacerdotes, respetadas autoridades, queridos hermanos en el Señor: Como Pastor de esta Iglesia y en nombre de ella agradezco a todos vuestra presencia en esta celebración del misterio de nuestra fe, en la que recordamos delante del Señor de la vida y de la muerte, Dios del amor, y encomendamos a su misericordia a nuestra querida Da Rita, nuestra alcaldesa durante tantos y tan provechosos años para Valencia. El miércoles de la semana pasada nos dejó para ir a la casa del Padre, al lugar que Él tiene preparado para los justos y honrados, para los que le aman: Espero y suplico al Señor Jesucristo, vencedor de la muerte y resucitado, que Él que, dejando nuestro mundo, fue primero a prepararnos una morada eterna en la casa paterna de los cielos, ya habrá conducido a esa morada a nuestra querida hermana, hija fiel de la Iglesia, y la habrá introducido en esa mansión eterna, en la que no habrá llanto, ni luto, sino gozo y alegría sin fin, amor permanente junto a Dios ya los suyos que Él amó. Gracias porque habéis acompañado, estáis acompañando, tan de cerca a esta familia en el sufrimiento y en la fe, en la esperanza, y estáis a su lado como Iglesia de hermanos y gran familia de Dios, con vuestra plegaria y oración, consuelo y lenitivo en la cruz, lluvia de gracia y perdón para nuestra hermana, Rita.
Os confieso,   hermanos, con toda sencillez, que cada día que pasa se agranda mas y mas el dolor de su partida, en las circunstancias en que se ha producido; y, al mismo tiempo, cada momento que transcurre se afianza mas vigorosamente la paz y el gozo por ella, la paz del don del perdón y la reconciliación   para las injusticias, graves, que con ella, con nuestra hermana Rita, se cometieron. Con toda sinceridad os transmito que se hace más fuerte la fe en Dios, Padre de misericordia y fuente de toda consolación, que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos y nos ha hecho partícipes   de su resurrección. Dios amigo de la vida, Dios de vida y no de muerte, Dios, Amor infinito que no quiere que el hombre perezca sino que participe para siempre de su amor y misericordia, entre y habite en su compañía   y descanse a su lado para siempre gozando de la dicha de su presencia, donde se encuentra la felicidad que no se acaba ni termina.
Aquí, en la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, es el mejor lugar para dar gracias por ese don tan inapreciable de la fe. Como os decía estos días, «no sabemos lo que tenemos con el don de la fe». La fe nos une a Cristo, a su pasión y muerte y a su victoria sobre la muerte; esta es nuestra victoria, nuestra fe. Es la fe que alentó y dio vida a Da Rita, la que le unió a Cristo en su pasión, en su condena injusta por los poderes de este mundo, muchos de ellos infernales,   pero también esa fe le unió a Él en una vida gastada y desgastada por amor a su pueblo, Valencia, yen servir a todos, sin excluir a nadie; sirvió al bien común, más allá del interés general, expresión   a la que nos tienen acostumbrados   algunas voces del ámbito público: No es lo mismo bien común, que
interés general: el bien común es más exigente y tiene más en cuenta el bien de cada una de las personas en cuanto personas.
Dª Rita, por gracia de Dios y respuesta fiel en ella, se asemejó y siguió a Jesús ,que vino a servir y no a ser servido: dio su vida sirviendo, y el servicio es amar, es tomar parte en el amor de Cristo, amor hasta el extremo. Como el trigo que cae en tierra y muere, y da fruto, así vemos también en nuestra hermana: Aparte de esas obras suyas que ahí están y que ponen de manifiesto su servir y amar, tras su muerte, ya comenzamos a experimentar esos frutos: la conciencia generalizada de que hay que cambiar, que así no podemos seguir so pena de ir a la ruina y a la destrucción en la sociedad y en España.
Esta nuestra fe, es una certeza, en suma, que nos viene por la experiencia viva y real de la Iglesia, donde El está presente   «Se puso en medio de ellos. Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos». Podéis comprender el gozo que se siente en ser Iglesia, la alegría que se experimenta en lo más profundo por vivir en la Iglesia, por tomar parte en ella porque en medio de ella está el Resucitado con sus llagas abiertas y su costado herido. i Qué gracias doy a Dios por el don de la Iglesia!, de la que fue y se sintió hija fiel, aunque pecadora, Da Rita y que, en su sencillez, nos enseñó a amarla y servirla por encima de todo.
Con la Iglesia y gracias a ella, confieso, confesamos todos: Creo que mi Redentor vive. Creo en el Señor. Creo en el Hijo de Dios. Creo en Jesús el Hijo de Dios venido en carne. Nos encontramos comenzando el tiempo de Adviento, en sus umbrales murlO Da Rita. Tiempo de esperanza en Cristo que viene. El es el enviado de Dios que ama la vida, que lo apuesta todo por el hombre, que se hace hombre por nosotros para amar en Él, su Hijo predilecto! lo que hay en y somos nosotros. En verdad, es el Crucificado que ha resucitado y vive. En El está la Vida. Más aún, El es la Vida. Por eso, quien le come a El, quien come su carne, tiene vida; quien cree en El, quien le acepta, quien deja que El sea su Señor, quien vive en El y por El, tiene vida, vida eterna, vida en plenitud. La muerte en él no hace estrago ni tiene sobre él el último dominio ni la última, definitiva palabra. Cristo lo resucitará el último día.
Si no resucitamos con El, si no hay resurrección para nosotros de nuestra carne, tampoco hay sentido para la vida sólo cabe la resignación al momento efímero del ahora, más o menos plácido, más o menos amargo; o la huída. ¿Para qué amar, para qué trabajar, para qué engendrar hijos, para qué hacer proyectos, para qué sufrir, para qué luchar por un mundo diferente? Todo sería vanidad. La carne de Cristo, la sangre de Cristo, su persona entera que vive con las marcas de la crucifixión se nos entrega en la Eucaristía, se nos entrega en la Iglesia, para que vivamos es su cuerpo y su sangre, es su persona entera entregada por nosotros, es El mismo en persona, enviado a los hombres para que tengamos vida y vida en abundancia. Quien acepta a Cristo, quien le come a El, quien deja que El le configure, quien se entrega a El por la fe, vive en Cristo, es otro Cristo. «Somos otro Cristo». Son «otros cristos» cada uno de mis hermanos, los hombres, sobre todo los que sufren de cualquier modo por causa de Jesús, los que están en el lecho de la enfermedad o yacen malheridos y despojados, olvidados de los que pasan, en el camino de la vida. i Qué bien aprendido tenía esto Rita aunque no lo formulase con palabras, sino que lo vivía y sufría en los hechos de cada día!.
Esa es la experiencia de Pablo, la que cambia por completo su vida: «Saulo, ¿por qué me persigues?». Esa es la experiencia que le lleva a decir posteriormente cuando se ha entregado a su Señor, no a una idea, no a una proyección psicológica, sino a la Realidad viva de Cristo: «No soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí»; porque El está viva. Quien acepta a Cristo, no una doctrina ni una norma, a Cristo en persona que vive, ese vivirá por Cristo. Del mismo modo que Cristo vive por y en el Padre que le ha enviado. Es verdad: Cristo vive, Cristo ha resucitado de entre los muertos. La losa de la muerte no lo ha podido retener. La losa de la vigilancia para que se olvide su nombre no ha podido con El. Os doy testimonio de Cristo por los testigos que nos han precedido, que han estado muy cercanos a nosotros, que se han fiado del testimonio de otros y han creído. Puedo confesar esta fe delante de vosotros y con vosotros, gracias a los buenos seguidores de Jesús que nos llevaron a creer en la certeza de la resurrección, en la gran verdad de la vida perdurable, como lo más real de todo; desde nlno, mi buen padre y mi buena madre, con la naturalidad y el gozo de la fe, me enseñaron a vivir con la mirada puesta en los cielos, con la esperanza de la vida eterna, con el respeto ante los muertos, porque siguen viviendo ante Dios y con nosotros.
Os doy testimonio de que Cristo es la vida. Él, y sólo El tiene palabras de vida eterna. Palabras que se cumplen, que se han cumplido. Creedlo; es verdad. Como a Saulo, camino de Damasco, el Señor sale a nuestro encuentro, y nos llena de luz, una luz que lo envuelve todo, aun la oscuridad de la enfermedad y la tiniebla de la muerte. Quien cree en El tiene vida eterna. Hasta la negación de las fuerzas, hasta la debilidad que se ha apodera de todo el ser humano y va apagando la vida, quedan cambiadas por su acción y su presencia y se colman de fortaleza y de vida: vida llena que es libre ante la muerte aunque la tema y no la quiera; vida libre, verdadera, enteramente humana donde se expresa la confianza en el Autor de la vida, en que todo viene de El y todo es gracia suya; vida divina que pone de manifiesto que sólo Dios importa, porque sólo en El y con El está la Vida, «porque El no le falta nunca a los suyos, aunque nosotros sí le faltemos a El»; vida de hij o de Dios, que como el Hijo único, entrega por amor la vida para que otros crean, porque los que creen tienen vida, vida eterna.
Por todo esto, queridos hermanos, damos gracias a Dios. Damos gracias por su infinita bondad. Por ese inmenso amor con que nos ha amado, del que dio testimonio Da Rita. En la Pascua, en la muerte y Resurrección del Señor, se nos ha revelado más claramente su amor y nos ha permitido conocerlo con más profundidad. Permitidme que, con vosotros hermanos y amigos queridos, dé gracias a Dios por nuestra hermana : por la bondad de Dios que en ella hemos palpado, en su trabajo extenuante por nosotros, siempre llevados con alegría e ilusión, por no pensar nada en ella sino sólo en sus conciudadanos, para los que vivió por completo y sin reserva.
Pidamos al Señor que nos mantenga en la verdad, para que vivamos con esperanza en una vida nueva que trasparenta, a través del amor, a Dios que nos ha amado, que nos ama y quiere para todos sus hijos que vivan, que vivan para siempre y con la plenitud y llenumbre suya, y sean siempre   tratados como hermanos y prójimos con la dignidad que merecen. De eso se trata, del amor   quien ama está en la vida. Quien no ama está en la muerte. Miradlo todo desde el amor. Vivid en el amor y desde el amor. Eso es lo importante y lo difícil. Pero es lo único que manifiesta la verdad del ser cristiano y de la vida. Es lo que, de alguna manera, vemos y palpamos notoriamente en nuestra alcaldesa     la ternura y el amor de Dios en su sacrificio total y sin reservas por todos.
Aquí, en la Eucaristía, que ocupó un lugar importante fuerte y central en la vida de Da Rita, aquí en la Eucaristía, memorial de la muerte de Cristo, a la que nuestra hermana Rita se ha incorporado por su muerte, y asimismo memorial de su Resurrección a que pedimos que también ella se incorpore plenamente, aquí podemos proclamar con gozo y alegría «Bendi to sea el Señor, Dios de Israel, Dios de vivos y no de muertos, porque nos ha visitado y redimido, porque por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos ha visitado el Sol que nace de lo alto y lo alumbra todo con su claridad. Dios nos ha visitado. Gustad y ved qué bueno es el Señor. No hay santo como el Señor, el que da la muerte y la vida. El Señor es un Dios que sabe: no nosotros. De El somos, pues, en la vida y en la muerte somos del Señor. El ha hecho maravillas. Su nombre es santo. Esta es nuestra esperanza, la que comparto con vosotros, la que comparto con toda la Iglesia. Esta es nuestra fe; esta es la fe de la Iglesia; la que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro. Esta es nuestra victoria. Acojamos a Cristo. Vivamos en El. Seamos sus testigos entre los hombres y así renacerá un mundo más lleno de confianza, y perdón más inmerso en la alegría, más amante de la vida, más capaz de ser generoso, de entrega y de amor, más fuerte para el sufrimiento, con mayor decisión para abrirse y encaminarse hacia el futuro con esperanza. Nuestro futuro, nuestra esperanza es Cristo Jesús, Pan de vida que ha bajado del Cielo para que los hombres tengamos vida.
Que aprendamos de Dª Rita, testigo del Evangelio, a amar y servir, a buscar el bien común, a acoger a todos sin excluir a nadie, a ser de todos y para todos. Que su muerte no sea para la división y el enfrentamiento, sino para la concordia que siempre buscó; que no hagamos más víctimas ni condenemos fuera de tribunales legítimos y justos, ni sentemos a nadie en el banquillo de los medios, que deberían difundir verdad, que se realiza en el amor, y así sembrar paz, diálogo, concordia, esperanza y justicia; que nos afanemos en edificar una sociedad donde quepamos todos, que busquemos el bien de la ciudad más allá de intereses particulares, que no hagamos sufrir tan inútilmente a tantos con la mentira, juicios temerarios, odios y venganzas, o intereses que no reflejan el bien común, que apostemos de verdad, de una vez por todas y para siempre por el hombre, por la dignidad inviolable de la persona humana, singularmente de las más débiles. Esa es su gran lección, que reclama de todos respetuoso silencio, reflexión y abrirse a Dios, cuyo juicio, siempre sobre el amor y la misericordia, siempre es verdadero, justo y misericordioso. Que ella nos ayude a cambiar, como lo necesitamos urgentemente y así caminar por sendas nuevas que se abren para edificar una humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos que se conducen por la misericordia, el perdón, la apertura al otro, la verdad, la paz y la justicia.
Que Dios haya acogido junto a sí a Da Rita, que en su misericordia infinita haya tenido piedad de sus faltas, que la haya hecho pasar a su gozo, imposible de imaginar por nosotros, y que, desde el cielo, sea fortalecida con la fuerza del amor y de la ternura de Dios, para que desde allí continúe su misión, y sea, si cabe, aún más alcaldesa, servidora de Valencia, que lo fue en la tierra. Que la Santísima Virgen María, que tan en su corazón y sus labios tenía siempre, le guíe y conduzca ante su Hijo, en el que Dios Padre nos ha bendecido y bendecirá con toda suerte de bienes espirituales y celestiales.
+ Antonio Cañizares Llovera