Promotor de la unidad de los cristianos…
Juan XXIII nació con espíritu ecuménico. Sus intenciones en favor de la unidad de los cristianos aparecen reflejados ya en el lejano 1896, cuando apenas tenía quince años. Luego, a lo largo de su vida y sobre todo, gracias a su experiencia con los orientales y ortodoxos de Bulgaria, Turquía y Grecia, tuvo ocasión de demostrar su vivo interés por esta cuestión de vital importancia para la vida de la Iglesia.
Por ello, el pontificado de Juan XXIII marcó un cambio en las relaciones con las Iglesias hermanas. El proceso de acercamiento entre la Iglesia de Roma y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla se inició gracias a la apertura recíproca mostrada por Juan XXIII y luego continuada por Pablo VI, y también por el patriarca ecuménico Atenágoras I y sus sucesores.
También fue pionero en sus relaciones con la Iglesia de Inglaterra gracias a las visitas que los arzobispos primados de Canterbury hicieron a la Iglesia de Roma. El primero que abrió esta serie de visitas históricas fue el arzobispo Geofrey Fisher, quien en 1960 visitó al Papa Juan XXIII. Fisher había llegado a Canterbury desde los círculos académicos y no pertenecía precisamente a ninguno de los grupos de los fautores de las relaciones con Roma. Su mentalidad era más bien conservadora y protestante, dentro de las leyes comunes a todos los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Por ello su gesto fue aún más de admirar, especialmente cuando le acarreó las críticas de los extremistas de siempre. Pero el arzobispo Fisher era consciente de que una nueva era había comenzado en las relaciones entre dos Iglesias hermanas. Al salir de su encuentro con Juan XXIII, el doctor Fisher dijo: La fuerza de la personalidad del Papa es tal que consigue transformar cualquier contacto oficial en una experiencia personal.
El 1º de octubre de 1960, recibiendo en audiencia a unos doscientos delegados hebreos de la «United Jewis Appeal» de los Estados Unidos, los acogió con los brazos abiertos repitiendo las palabras bíblicas: ¡Soy José, vuestro hermano!
En el discurso de apertura del Concilio, el 11 de octubre de 1962, tuvo palabras de recuerdo para los Orientales y todos los separados pidiéndoles una triple unidad
– la unidad de los católicos entre ellos, que debería mantenerse siempre;
– la unidad de oraciones y deseos con las que los cristianos separados de la Sede Apostólica aspiran a estar con nosotros;
– y, por último, la unidad en la estima y en el respeto hacia la Iglesia católica, por parte de quienes siguen religiones no cristianas.
… y de la paz en el mundo
Desde el 26 de octubre de 1962 hasta el día de la muerte (3 junio 1963), el magisterio de Juan XXIII fue un himno profético, coloreado con acentos de auténtica poesía, a la paz y a la hermandad de todos los hombres en Dios: el grave peligro del mes de octubre de 1962 fue el origen de la encíclica Pacem in terris, promulgada el 11 de abril de 1963, con motivo de la Pascua, y consagrada al tema de la paz universal y a la superación de los dos bloques contrapuestos en los que la humanidad llevaba a un ventenio dividida. Fue la última encíclica de este Papa y la primera dirigida «a todos los hombres de buena voluntad sobre la paz de todos los hombres fundada sobre la verdad, la justicia, la caridad y la libertad».
«La paz entre todos los pueblos se basa en la verdad, en la justicia, en el amor, en la libertad». Así lo explica el subtítulo y representa la síntesis de la fecunda capacidad de convivencia de la humanidad. Juan XXIII no recorrió el camino de un pacifismo fácil; el punto de partida del documento está constituido por el anuncio de que la paz en la tierra, anhelo profundo de los seres humanos de todos los tiempos, puede ser establecida y consolidada sólo en el pleno respeto del orden establecido por Dios. En efecto, de Dios surgen el orden entre los seres humanos, con la indisoluble relación entre derechos y deberes en la misma persona con actitud de responsabilidad, el orden moral, las relaciones entre los seres humanos y los poderes públicos dentro de cada comunidad política, en la construcción de un bien común que tiene por objetivo la humanidad entera, según un proyecto a cuya realización son llamados todos los hombres de buena voluntad dispuestos a obrar lealmente.
El día de Jueves Santo del año 1963, en el quinto año de su pontificado, y en el mismo año en que moriría, el Papa Juan ofreció al mundo ese documento fundamental para la sociedad moderna, fuente de aguas purísimas: la encíclica Pacem in terris. Como todas las encíclicas Papales, iba dirigida al numeroso grupo de fieles católicos y también a todos los hombres de buena voluntad. En ella, como en otros documentos, Juan XXIII habló de los problemas sociales, de las necesidades, derechos y obligaciones del hombre moderno dentro de la actual sociedad; y de la grandísima necesidad de que todos trabajen por el bien común y por la paz. Los deseos que manifiesta Juan XXIII en esta encíclica no son nada nuevo, y mucho menos dentro de la Iglesia católica: Pero la encíclica tiene una cosa genial a su favor: la claridad, precisión y don de justicia; tres grandes dones del magnánimo corazón del Papa Juan.
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Juan XXIII será para siempre el Papa de la unidad. Más todavía que el haber promovido un Concilio, más que el escribir las Mater et magistra y Pacem in terris, por encima del profundo sentido pastoral que supo dar a todos los actos de su pontificado. La gloria del Papa Roncalli, la que la historia evocará por encima de todo, dándole un brillo propio y personal, será haber abierto una brecha y emprendido decididamente el camino hacia la unidad de la Iglesia.