Santiago Bohigues
Director del secretariado diocesano de Espiritualidad
El corazón del hombre está llamado a encontrar la verdadera esperanza en la misericordia de Dios: “Dios participa de mi misma realidad por amor”. Apoyarnos en su verdadero amor y no en nuestras simples obras, el hombre encuentro el pleno sentido de su vida; Dios siempre ha querido realizar su obra salvadora cuando humanamente no parecía posible: Abraham en su ancianidad, Ana la profetisa, la Virgen María en su virginidad.
La Iglesia es la Redención en marcha, para la salvación del mundo, en la vida personal y en la vida de la humanidad: “La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión” (RH 7). “El misterio de la Iglesia es la Redención en marcha”: la Redención que continúa realizándose a través de los sacramentos, en la administración de la palabra, en los instrumentos de santidad.
La parábola de la oveja perdida y del hijo pródigo es, en el fondo, el misterio del Corazón de Dios que realiza esa Redención. Ahora bien, realizando esa Redención, Jesucristo ha hecho algo objetivo, en fuerza de lo cual, el Padre nos reconcilia consigo.
Con el Papa Juan Pablo II en la Redemptor Hominis podemos decir: “Jesucristo, mi Redentor, es el centro de mi vida, de mi cosmos y de mi historia”: Jesucristo es el centro, no soy yo. La Redención tiene que irse realizando en el orden personal y en el orden de la humanidad entera. Jesucristo es el que lleva adelante esta obra de Redención, “Jesucristo resucitado vivo, de Corazón palpitante”; es el Corazón de Cristo el que ahora lo lleva adelante.
Saber extender hacia Dios nuestras manos vacías en todo momento de la vida; Dios ama más las manos que lo que hay en ellas. El Señor quiere que levantemos nuestras manos a El y El las llena con su Hijo; como en la Eucaristía, en el Altar, el sacerdote levanta sus manos vacías, pero con la Hostia Santa; lo que ofrece, lo que levanta es Cristo. Dentro de Él va todo lo que es la humanidad, pero casi es insignificante al lado de lo que es la grandeza y la limpidez de esa víctima que se ofrece en el Altar, Cristo, víctima expiatoria de su amor misericordioso.
Al principio la persona piensa que puede transformar el mundo, tiene la confianza en sí misma. Después en la vida viene la realidad: no se puede hacer nada porque el hombre es egoísta, no hay caridad. Y aún cuando el hombre pueda remediar ciertos aspectos económicos no puede hacer una sociedad digna del hombre: el hombre no se puede salvar a sí mismo, necesita de la misericordia de Dios, necesita de la Redención de Cristo, único Salvador del mundo. Cada generación pierde la esperanza, mientras no la ponga en Dios: mientras un hombre tenga la posibilidad de ofrecerse a Dios, de dejarse amar por Dios, en la Redención en marcha, hay esperanza.