San Vicente Ferrer (1350-1419) vivió en época de decadencia y relajación no sólo de toda la Vida Religiosa, sino también del resto de la Iglesia por lo menos en Occidente. Los Papas no residieron en la sede romana sino en Aviñón desde 1309 hasta 1377; las tremendas consecuencias demográficas y económicas de la Peste Negra (1347-1349), también condicionaron totalmente las vidas conventuales; el Cisma de Occidente a partir de 1378 desorientó aquella Iglesia y la dividió en dos e inclusive tres obediencias; etc.
En cuanto a su conocido como ‘Tratado de la vida espiritual’, es de interés recordar que este breviloquio, coloquio breve o conversación corta, en el que habla frecuentemente de forma personal, está dirigido a un joven religioso de su propia Orden (novicio o estudiante). Parecería haber sido redactado en 1407, si bien otros lo retrotraen hacia 1395. Fuera cuando fuera, el santo ya era para aquel tiempo un senex, cargado de la sabiduría que brotaba de su íntima unión con Dios y de su experiencia de vida.
Esta obra es el mejor retrato de sus sentimientos y anhelos, comunicados a aquel que se proponía vivir dedicándose de por vida a la salvación de las almas a través de la predicación. Por ello hace unas sugerentes consideraciones sobre el modo de predicar y de administrar el sacramento de la Reconciliación.
Concretamente dice: «en las confesiones, ya alientes a los pusilánimes, ya atemorices a los endurecidos, muestra siempre entrañas amorosas, para que el pecador sienta siempre que tus palabras descienden de la pura caridad. Por tanto, a las palabras punzantes precedan siempre palabras llenas de dulzura y de amor. Tú, pues, quien quiera que seas, que deseas ser útil a las almas de tus prójimos, primero de todo recurre a Dios de todo corazón y suplícale siempre en tus oraciones que se digne infundir en ti aquel amor, compendio de todas las virtudes, por el que puedas llevar a cabo lo que deseas».
En otros lugares también señala que el ministro tiene necesidad del testimonio de una buena vida así como necesidad de la oración y de la contemplación.
Por su parte el papa Francisco tiene ideas muy similares. Y así en la bula de convocatoria del pasado Jubileo Extraordinario de la Misericordia, ‘Misericordiae vultus’, del 11 de abril de 2015, escribió: «Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva. Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia.» (n. 17).
Y en su posterior carta apostólica ‘Misericordia et misera’, del pasado 20 de noviembre de 2016, señaló que, «concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo la riqueza de la misericordia divina» (n. 5). Y recordaba que «la celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rom 7,14-21); la gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Cor 13,7). En el sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad». (n.8)
Añadiendo: «a los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario debe tener también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia» (n. 10)
Y un poco más adelante, añadía: «recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: ‘Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación’ (2 Cor 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Gál 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, ‘la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús’ (Rom 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.»
«Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad que nuestros gestos y palabras toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20)».
«El sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del ‘ministerio de la reconciliación’ (2 Cor 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón.» (n. 11)