Homilía del arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, el domingo 22 de marzo en la parroquia Santa Teresa de Jesús de Valencia con motivo de la entronización de la reliquia de la santa abulense
Eucaristía del pasado 22 de marzo. J.PEIRÓ
Nos aproximamos ya a la Semana Santa; los misterios que en ella celebraremos, para los que nos estamos preparando a lo largo de la Cuaresma, se vislumbran en un horizonte ya cercano que nos anuncia la Palabra de Dios que acabamos de proclamar y escuchar. Las conmovedoras palabras que escuchamos hoy en el Evangelio sirven de preludio a la Pasión. Están ambientadas en el Templo de Jerusalén, a propósito de la solemne entrada de Jesús como Rey de Paz. Seis días antes de que se cumpla el quinientos aniversario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, vengo a esta parroquia que lleva su nombre y está bajo su protección y amparo: [En qué buenas manos estáis, dentro de qué corazón tan grande os encontráis en esta parroquia, qué intercesora tan espléndida tenéis: Santa Teresa de Jesús. Mi felicitación y mi aliento que he experimentado siempre en ella, que tuvo como Maestro a Jesús, que fue de Jesús hasta en su nombre, que contempló a Jesús en su humanidad muy llagada, que no buscó nada más que a Jesús en cuyo rostro y humanidad vio a Dios y contempló su gloria que le arrebató enteramente y para Él sólo vivió y murió.
En el horizonte de la Semana Santa, la celebración de los misterios de la Pascua, y ante la gozosa efemérides del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, en este quinto domingo de Cuaresma hemos escuchado la palabra de Dios que, en la primera lectura, por medio de Jeremías prenuncia la Nueva Alianza: Dios con nosotros, su conocimiento, su voluntad, su perdón dentro de nosotros, interiorizados en nosotros, Él estará en el corazón del hombre. Para que ello sea realidad, pedimos en el Salmo un corazón nuevo y puro: purificado de raíz el corazón del hombre se identificará, desde su libertad interior, con la Ley de Dios. Dios, y cada hombre serán recíproca entrega, mutuo conocimiento, amistad firme. Fue ese corazón puro que Dios concedió a Teresa la que le llevó a aquella cima de unión intimísima con Dios, de identificación con Él, de buscarle sólo a El, de testimoniar que sólo Él basta y que quien a Él tiene lo tiene todo y nada le falta, y por eso condujo su vida por aquella expresión tan suya :»Tuya soy, para Vos nací ¿qué queréis hacer de mí?», interiorizando lo que Dios quiere, su voluntad que llevó a cabo con «determinación determinada».
En la segunda lectura henos escuchado un trozo de la carta a los hebreos que evoca la humanísima experiencia que tuvo Jesús del dolor y de la angustia: en este texto se alude, de hecho, a la angustia de Jesús en Getsemaní, su filial obediencia, la perfección y fecundidad de su acción salvadora, cumplimiento de la breve alegoría evangélica del grano de trigo que cae en tierra y muere. Así lo contempló Teresa de Jesús: «muy humanado, muy llagado», obediente, llevando a cabo la obra de un desbordante amor que sólo puede ser el de Dios transparentado en una pasión y en un rebajamiento tan verdadero e ignominioso como el de Jesús, Hijo de Dios vivo. Así nos lo enseña Teresa, así se conmueve hasta los cimientos la persona de Teresa y por eso así actúa y Dios le concede vivir tal alianza de amor como vemos en su transverberación.
En la escena del Evangelio hoy, se acercan unos griegos, paganos, simpatizantes del pueblo judío, presentes en Jerusalén por las fiestas de Pascua, y se acercan a Felipe y piden ver a Jesús, que les muestren a Jesús: quieren conocerlo, entrar en contacto personal de simpatía con Él; atraídos por Jesús, ya están de alguna manera en el umbral de la fe, o más adentro. En ellos, el evangelista Juan escucha la voz del mundo pagano que necesita ver a Jesús, conocerlo, comprenderlo, entrar en contacto de amistad con Él y con su amor y salvación. También Teresa de Jesús quiso conocer a Jesús, entrar en su amistad y en su comunión de alianza, de vida con Él, e identificarse con Él. Todo en Teresa nos remite a ese conocimiento, a esa experiencia del encuentro y amistad profunda con Él. No entenderemos nada de santa Teresa de Jesús, si no es a partir de s encuentro, de ese conocimiento, de esa experiencia y especial relación con Jesús en su verdad que es la del Dios humanado, hecho hombre, la humanidad de Jesús, sobre todo llagada, que ella vio con los ojos profundos de su alma y conoció en el camino de la oración y contemplación, trato de amistad a la que fue conducida por la gracia en la Iglesia, por los discípulos que Dios le puso a su paso de la que ella da fe y testifica en sus escritos que narran su vida.
Hermanos, Felipe y Andrés, discípulos de Jesús, conducen a aquellos griegos que quiere ver y conocer a Jesús hasta Jesús mismo, es la Iglesia en ellos representados quien los conduce. Es también la Iglesia, santos y testigos, quienes conducen a Teresa de Cepeda hasta Jesús. He aquí, hermanos, una responsabilidad, gozosa también, que tenemos los seguidores de Jesús, sus discípulos y amigos, la Iglesia de hoy, en el siglo XXI de mostrar a Jesús, de hacer conocer a Jesús, de llevar hasta Jesús a nuestros hermanos de este siglo que no lo conocen y tienen necesidad de Él para encontrar la luz, la esperanza, la salvación, que con tanta fuerza cautivó a Teresa, la de Jesús …
Como respuesta al ruego de aquellos peregrinos griegos en los umbrales de la fe, el Evangelio pone en boca de Jesús, el Maestro, un ardiente soliloquio, del que leemos los siguientes pensamientos: «Ha llegado la Hora». Jesús solía hablar con emoción de aquella hora, la que reveló el sentido de su existencia :»para esto he venido, para esta hora», la hora de su pasión, de su entrega, de beber el cáliz de la amargura, de cumplir y obedecer el plan del Padre de los cielos, su voluntad, dar su vida por los hombres, amarlos hasta el extremo, rescatarlos del poder del príncipe de la mentira, redimirlos, y que así sea glorificado en Él, y ser glorificado por el Padre que en Él se complace porque cumple y obedece a su querer que es su amor apasionado por el hombre pecador para quien muestra una misericordia que no tiene límite. Esta hora, que da sentido a la existencia de Jesús, es la hora de la Cruz gloriosa, en la que será levantado sobre el mundo, centro de la irradiación de la gloria de Dios en Jesús, y por Él al mundo, porque es Dios mismo, el Amor infinito, sobre el mundo. ¿Brilla en algún otro lugar más la gloria de Dios, su Amor resplandeciente? ¿Brilla y resplandece con mayor fuerza su eterna misericordia que se nos da todo y sin límite en aquel ignominiosos suplicio y muerte de la Cruz elevada sobre la tierra? ¿Dónde esta vuestro Dios?: Ahí, en la cruz, ahí brilla todo su esplendor divino de amor, de misericordia, de perdón. De redención del pecado de los hombres. Qué gran lección y qué gran maestra tenemos en esto a Santa Teresa que, como Pablo no quiso saber otra cosa que a Cristo y a este crucificado, conocer la cruz de Cristo -Cristo llagado-, ahí está su verdad, su gloria, su glorificación, su obra, todo. No busquemos de otra manera a Cristo, que no lo encontraremos; no idealicemos su conocimiento, que sólo es posible en su humanidad que nos hacen ver los que están con Él y le acompañan. No endulcemos la figura de Jesús, no la reduzcamos a una idea conjunto de ideas, ni a un valor o conjunto de valores por muy supremos que parezcan. Solo en la realidad de su humanidad, de su cruz, de sus llagas, que, además, no son las ayer sino que se mantienen vivas en todos los que sufren pasión y cruz en nuestros días.Añade Jesús, «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere»: es lo que sucede en la pasión y muerte de Jesús, en esa cruz que se levanta, como centro de la glorificación de Dios, centro de la historia: ahí está la fuente de una fecundidad infinita, salvadora, universal, germen de una infinita cosecha de salvación para todos. La cruz es el camino de la salvación, no hay otro, es donde se concentra todo el divino amor, Dios: contemplar la cruz, contemplar la divina gloria ahí y la glorificación del hombre en la pasión y en la cruz, contemplar el infinito amor ahí presente en el ensangrentado, destrozado y desfigurado rostro humano de Jesús, saca amor, hacer entrar en el amor y vivir amando a Dios, eterna misericordia y Vida eterna, en los hermanos.
Por eso, en el programa de la salvación no hay más camino que el del sacrificio voluntario, que el perder la vida y darla por los otros: servir y seguir al único Salvador por la Cruz a la Vida eterna. Para obtener la vida eterna hay que entregar la vida temporal. Servir a Cristo, esto es, ser discípulo suyo, alcanzar la felicidad, es seguirle, como el joven rico de otro pasaje de los evangelios, no hay otra manera que dándolo todo, darse todo, negarse a sí mismo y con la cruz ir con Jesús, seguir sus pasos, los de la gloria: seguirle por la Cruz a la gloria. ¡Qué gran maestra, doctora de esta sabiduría, que es la de la cruz, tenemos en Santa Teresa de Jesús; sabiduría escondida a los sabios y entendidos de este mundo pero revelada a la gente con corazón puro que no se ama a sí mismo, sino que ama de verdad por encima e todo a Dios solo conocido y conocible en su sabiduría hecha carne crucificada, entregada y perdida por nosotros pecadores.
En esta escena que contemplamos del Evangelio de hoy, Jesús presiente con verdadera angustia la agonía de Getsemaní: no era un estoico a quien no le afecta el sufrimiento; ni un experto en técnicas para evitar el sufrimiento: le angustia el horror del inminente suplicio. Sufre de verdad, no es apariencia de dolor, ni finge ni idealiza nada, es real su sufrimiento, angustioso. Asoma la tentación de evadirse, rogando al Padre que se lo dispense -como en Getsemaní, o como le incitaban otros en la pasión o en la Cruz a bajarse de ella o a librarse de la cruel pasión-; pero reacciona al punto, centrando la voluntad en una única cosa, el ideal verdadero: la gloria divina por encima de todo, como en el evangelio de las tentaciones, sólo Dios, sólo lo que sale de la boca de Dios.
¡Qué bien aprendió esto santa Teresa y cómo nos lo enseñó en todo!
El Evangelio de hoy añade que se escucha la respuesta del cielo: el mismo Padre del cielo le asegura a su Hijo que su Sacrificio va a ser el centro de la glorificación divina la glorificación de Dios, sin escatimar nada, ni la ignominia de la Cruz, ni el sufrimiento de la pasión; la cruz, la pasión va a ser el centro y culmen de la irradiación de su amor, de la penetración de su amor hasta el abismo del pecado y de la muerte. El pueblo allí presente oyó, pero no entendió: les faltaba la fe. Adentrémonos en la lectura y conocimiento de la vida y escritos de Santa Teresa, saborearemos esto y querremos entrar en la esfera de esta sabiduría de la gloria de Dios que brilla en la humanidad de su Hijo humanado: desde Belén hasta la Cruz; ahí gozaremos anticipadamente de nuestra glorificación que Él ya anticipa en el sacrificio de la cruz, en dar la vida, en entregarse por completo a Dios que quiere la salvación de los hombres. (Besando la cruz, que aún se conserva en Ávila, murió santa Teresa).
Por último, la Cruz, la hora de Jesús, anticipa el juicio definitivo de condenación contra el príncipe del mal y sus seguidores. Cristo, elevado en la Cruz, atrae a todos. Es el centro de la historia, la Cruz es el trono de Cristo glorificado: signo y realidad de un infinito Amor, Los que desde ahora lo ven y lo conocen y se dejan atraer por Él anticipan esta realidad de vida eterna, de una vida nueva glorificada y transida del Amor de Dios que hace nuevas todas las cosas y nos hace pregustar la gloria de Dios a la que estamos llamados.
Hermanos, la palabra de Dios proclamada este domingo se cumple aquí, en la eucaristía; aquí en la eucaristía, memorial de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, se cumple la hora de Jesús, es glorificado el Padre con su entrega total, el Hijo es glorificado por su amor infinito que nos entrega, Él mismo. Para penetrar en esta hora, en este misterio, el del amor infinito de Dios, el de la gloria de Dios tenemos en Santa Teresa de Jesús una guía segura que nos conduce a Él, a Jesucristo, aprendamos de ella, sigámosla y con ella entraremos también la gloria de Jesús, le conoceremos de verdad, no viviremos para nosotros, sino que nuestra vida será un darnos en amor, vivir en el amor de Dios que es la gloria del hombre que a todos deseo. Que este quinto centenario sea para todos, para nuestra diócesis, y especialmente para esta parroquia, para adentrarnos guiados por santa Teresa en el conocimiento de Jesucristo que es donde está la vida eterna y el vivir la vida nueva del amor generoso y misericordioso de Dios a favor de todos, en particular de sus preferidos, los pobres, los últimos, y alboreará la hora de Jesús en que brille la gloria de Dios, que es que el hombre viva por su amor y manifestando su amor. Que ella nos ayude y nos conduzca.