El papa Francisco se puso una nariz de payaso para apoyar a una ONG que realiza actividades cómicas para niños en hospitales. Un gesto insólito para un sentido del humor excepcional.

En tiempos difíciles, como el actual con la pandemia, el sentido del humor aparece como una poderosa arma para combatir la tristeza. Ahora bien, ¿están reñidos los chistes o las bromas con la fe cristiana? ¿Qué dicen al respecto los últimos papas o la vida de los santos? ¿No debemos ser los cristianos un poquito avinagrados al menos? Teólogos, una antropóloga y un humorista responden a PARAULA (con toda seriedad) a estas cuestiones.

EDUARDO MARTÍNEZ | 18.11.21
Segundos antes de morir decapitado, mientras subía al cadalso, santo Tomás Moro imploró a su verdugo: “Le ruego que me ayude a subir, porque para bajar ya sabré valérmelas por mí mismo”. Con ese alarde de humor en tan dramático momento, el célebre humanista y político inglés mostraba un desenfado fuera de lo común. ¿Pero de dónde procedía esa serena aceptación en un hombre que estaba a punto de dejar viuda a su mujer y huérfanos a sus cuatro hijos? Sus palabras finales antes de ser ejecutado parecen revelar el misterio: “Muero siendo el buen servidor del rey, pero de Dios primero”. La misma fe católica que le acarreó la condena del monarca Enrique VIII por negarse a suscribir el juramento antipapista, le llevaba también a señorear ante la mismísima muerte.

Visto así el asunto, las creencias religiosas, el confiar en un Dios bueno que nos abre el cielo, potencian el optimismo y, con él, el sentido del humor, entendiendo por tal –como lo define el diccionario de la Real Academia– la “capacidad para ver el lado risueño o irónico de las cosas, incluso en circunstancias adversas”. Sin embargo, no siempre se ha proyectado desde el cristianismo una mirada amable sobre lo cómico. ¿Acaso no es la vida, como don de Dios, algo demasiado serio como para tomarla a broma? ¿Y qué decir de la religión: no debería ser lo sagrado algo intocable, inaccesible a chistes y chanzas?

En PARAULA, hemos hablado con varios teólogos, una antropóloga y un humorista sobre los beneficios del humor, sobre todo cuando la vida aprieta con injusticias, soledades, pandemias… Todos ellos reflexionan también sobre los límites de lo cómico y sobre su compatibilidad con la fe cristiana. Y hemos acudido, además, a lo que han dicho al respecto y vivido los últimos papas o diversos santos.

Miedo a la risa
Por de pronto, el Evangelio es ya de por sí –como indica el significado original de esa palabra griega– una ‘buena noticia’. De modo que la alegría (antesala e ingrediente del sentido del humor) se entiende como consecuencia lógica de quien tiene fe en el amor y la salvación que trae Jesucristo. Pero ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia corrientes que han recelado del humor por identificarlo exclusivamente “con lo superficial, con una huida de la realidad o con un evitar la seriedad de las cosas”, explica Vicente Botella, vicedecano de la Facultad de Teología de Valencia ‘San Vicente Ferrer’. Esos temores “han provocado muchas veces una excesiva cautela en relación con el humor por parte de determinadas espiritualidades cristianas”.

El arquetipo, llevado al extremo, de ese modo de pensar sería el famoso personaje de fray Jorge de Burgos en la novela ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco. Aquel pérfido monje del medievo abominaba de la risa y trataba de evitar a toda costa que se propagase en su abadía, pues consideraba que la hilaridad hace que se pierda el miedo a todo, incluido a Dios. Ese tipo de espiritualidades “enfatizan en exceso el dolor, el pecado, la culpa, la penitencia… aspectos que tienen valor, pero no en un nivel tan elevado como pretenden”, señala José Carlos Gimeno, director de la Escuela de Lenguas Bíblicas de la Facultad de Teología de Valencia. La interpretación “más adecuada” del mensaje evangélico pone el acento, en cambio, en “la misericordia, el perdón, el gozo de sabernos hijos de Dios…” y contempla la pasión de Cristo principalmente como “una muestra del amor divino pese a nuestros pecados” y como “un paso previo al acontecimiento central de la resurrección”.

En la actualidad, subsisten ecos de aquellas corrientes rigoristas del pasado. “Una vez me invitaron a dar un sermón y me dijeron que para que fuera bueno la gente tenía que llorar al escucharlo”, relata el padre Gimeno, que también recuerda que de niño le prohibían cantar en Viernes Santo porque “Jesús había muerto”.

Los santos también bromean
Religioso de la orden de los Carmelitas Descalzos, el padre Gimeno recuerda que en muchos monasterios del Carmelo está escrita una significativa máxima de santa Teresa de Jesús: “Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía”. Desde su dilatada experiencia como confesor y formador en diferentes conventos de vida contemplativa, el escriturista carmelita encuentra el sentido del humor como algo “no sólo bueno, sino también necesario para todos y, por supuesto, también para quienes llevan una vida cerrada como la de la clausura, donde la melancolía puede llegar a ser particularmente nociva”.
La clave –observa– está en saber mantener un equilibrio entre la seriedad y la jovialidad, es decir, en saber discernir cuándo conviene una cosa o la otra. Un ejemplo de esa actitud es para él la propia mística de Ávila, mujer “de carácter recio y a la par con gran sentido del humor”. Cuenta el anecdotario teresiano que la santa visitaba una de sus fundaciones cuando un albañil le dijo a otro para que ella lo oyera: “Lástima de monja, qué bien estaría casada”. Ella lo oyó y le contestó: “Hijo mío, no haya lástima de que sea monja que, si estuviera casada, con vuestra merced no sería”. La insigne doctora de la Iglesia tenía claro que “un santo triste es un triste santo” (frase atribuida a ella misma que sigue en uso hoy día). La versión moderna de esa sentencia bien podría ser aquella sonada admonición culinaria de Francisco, al poco de ser elegido papa, en una misa en Casa Santa Marta: “A veces estos cristianos melancólicos tienen más cara de pepinillos en vinagre que de personas alegres que tienen una vida bella”.

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