
Ordenaciones sacerdotales, en junio de 2015. A.SAIZ
Después de casi dos milenios de cristianismo, cuando la voz de Jesucristo ha llegado a casi todas las partes, sentimos con una intensidad cada día mayor la necesidad de dirigirnos a Dios, llenos de esperanza, que mande a su Iglesia obreros del Evangelio, que el mundo tanto necesita: necesita a Dios, necesita a Jesucristo, necesita su amor transformador, su luz, para que haya un futuro distinto para esta humanidad que necesita ser renovada desde dentro y presentarse con un rostro nuevo enteramente, un mundo nuevo en que habite la justicia y brille una nueva civilización del amor y en que reine la paz y resplandezca la dignidad inviolable de todo ser humano sin exclusión de ningún tipo: que eso es, entre otras cosas, el Evangelio y sus frutos o manifestaciones en la tierra. Precisamos vocaciones a la vida consagrada, a la acción misionera, al ministerio sacerdotal. El mundo que vivimos parece que está diciendo a los jóvenes, abiertos a decidir su vocación y su futuro: en la nueva sociedad, en el futuro de un mundo nuevo, laico y adulto, que fabricamos los hombres no habrá ya sacerdotes, ni vida consagrada, no vayáis, jóvenes, por esos caminos, buscad otra profesión. Así parece pensar el mundo de hoy laico. Pero esto mismo, esta manera de pensar, al escuchar esas voces, comprendemos precisamente, por el contrario, que hay una gran necesidad, aún mayor que en otros tiempos, de sacerdotes y de hombres y mujeres enamorados de Jesucristo, consagrados a Él y a su Iglesia, al anuncio y presencia del Evangelio, al servicio de los hombres.
Porque siempre, pero particularmente el mundo en el que vivimos hoy, con su cultura de alejamiento y silenciamiento de Dios que quiebra al hombre en su humanidad más propia y la destruye, la Iglesia, la sociedad, tienen necesidad de hombres y mujeres que vivan entregados por completo, enteramente, al servicio del Evangelio de Jesucristo. Los hombres de hoy y de siempre tienen necesidad de Cristo. Todos tenemos, en efecto, necesidad de Jesucristo. A veces sin saberlo, pero, a través de múltiples y a veces de incomprensibles caminos lo buscamos insistentemente, lo invocamos constantemente, lo deseamos ardientemente. Él es el esperado y deseado por todos. Se diga lo que se diga. Porque en Él está la dicha, el amor, la vida, la paz, la alegría, todo.
Nosotros, los hombres y mujeres de hoy, necesitamos de Cristo para recorrer los caminos de la vida. Y Él necesita de nosotros, de hombres y mujeres, para seguir presente acá en los años venideros. ¿Qué sería de nuestro mundo si le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio de paz y de gracia, de amor y de perdón? ¿Qué sería de nuestra sociedad si se extinguiese la voz y la luz del Evangelio? Sabemos que el Señor busca obreros para su mies. Él mismo lo ha dicho: la mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Por eso estamos donde estamos: para dirigir de verdad, con certeza, confianza y convicción esta petición al Dueño de la mies». Por esto nuestra Oración perseverante al «Dueño de la mies» rogándole envíe obreros a su mies, que es inmensa, es muy grande y espera obreros: siempre son pocos. Oración que ha de ser constante, pero que se intensifica al llegar a estas situaciones, en las que las comunidades eclesiales de todo el mundo se unen con un solo corazón y deseo en esta petición común, porque un mundo sin Dios y sin el Evangelio es más pobre y angosto, carente de futuro y esperanza. Nuestro mundo, sacudido por transformaciones lacerantes «necesita, más que nunca, del testimonio de hombres de buena voluntad y, especialmente, del de vidas consagradas a los más altos valores espirituales, a fin de que a nuestro tiempo no falte la luz de las más altas conquistas del espíritu» (Juan Pablo II). Nuestra sociedad de hoy, en tantos aspectos rica, pero en tantos otros tremendamente empobrecida, está especialmente indigente de Dios. Por ello tiene necesidad de hombres que den testimonio de Dios como Dios ante un mundo que lo niega o lo olvida; que afirmen con sus vidas y su palabra, sin rodeos, el amor de Dios a todos y a cada uno; que nos traigan a la memoria algo que solemos olvidar fácilmente: que en el mundo venidero «Dios lo será todo en todos»; que muestren el valor de la gratuidad en un mundo en el que todo se compra y se vende. Este mundo necesita sacerdotes que hagan presente en obras y palabras a Jesucristo, el Evangelio vivo del amor. Y Dios nos los dará.