Antonio Cañizares Llovera | Cardenal arzobispo de Valencia
Este 13 de marzo se ha cumplido el quinto aniversario de la elección del Papa Francisco, que sucedía a Benedicto XVI en la Sede de Pedro, con quien ha mostrado una continuidad total querida por Dios, que es Quien, en definitiva, lleva la Iglesia y nunca la abandona, y elige el Papa. Damos gracias a Dios por este don inmenso que está siendo para la Iglesia y para la humanidad entera el Papa Francisco, Papa, como él mismo dijo, venido “del fin del mundo”, digamos usando también una expresión muy suya, de las “periferias” de la tierra, a las que la Iglesia -todos sus hijos- ha de llegar, hemos de llegar, con el Evangelio, “el gozo del Evangelio”, para usar el título de su Exhortación apostólica, tan luminosa e iluminadora como programa de la Iglesia para el momento presente y los próximos años.
Es un hecho: las gentes, particularmente los sencillos y limpios de corazón, los pobres y los que sufren, desde el primer momento, lo recibieron y acogieron con gran alborozo, con ese gozo que es el anuncio, la llegada, la presencia del Evangelio, de la Buena Noticia que los hombres, especialmente los pobres y necesitados esperan. Una gran corriente de esperanza, sin ninguna exageración, se ha despertado, por doquier. ¡Cuántas veces ha apelado a la esperanza! ¡Cuántas veces nos ha urgido: “No os dejéis robar la esperanza”!. Todo está siendo muy revelador de que, en verdad, lo que Dios quiere, en este Pontificado, es abrir a la esperanza a los hombres contemporáneos, “capaces de lo mejor y de lo peor”, que se abran a una esperanza grande y nueva, la única que puede saciar sus corazones insatisfechos y sus necesidades más hondas, que no es otra que la de la misericordia, la misericordia de Dios, a la que tanto apeló el Papa Juan Pablo II, otro Papa que abrió a la Iglesia y al mundo a una esperanza de renovación y de vida, señalada con esa expresión de una “nueva primavera”.
Lo que puede devolver al mundo y a la Iglesia una nueva faz no es otra cosa que el Evangelio de la Misericordia y la Caridad, como tanto y tanto subrayó con dos encíclicas espléndidas el Papa Benedicto XVI , del que son sus principales destinatarios los pobres, los últimos, los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia: sencillamente, el Evangelio de las Bienaventuranzas, que constituyen el núcleo del mensaje de Jesucristo, en el que Él mismo nos dejó su más fiel y auténtico “autorretrato”, en expresión acertada y feliz del Catecismo de la Iglesia Católica: ese es el camino de la felicidad y de la alegría, no hay otro, por mucho que nos esforcemos en imaginarlo o inventarlo por nuestra cuenta; como el nombre que el Papa eligió, Francisco, el de Asís, son las bienaventuranzas el eje de su pontificado, tan trasparente a la realidad de Dios sólo, Dios sólo, Dios amor por encima de todo.
Vivir y anunciar en obras y palabras ese Evangelio de las bienaventuranzas, el Evangelio de la misericordia, está siendo el gran testimonio del Papa Francisco en estos momentos y el gran signo que nos ofrece es precisamente que los pobres son evangelizados; es, además, el gran signo que pide a la Iglesia para renovarse, a la Iglesia en su conjunto, a cuantos la formamos sin excepción alguna, es ese gran signo, como el mismo Jesús. Porque, como Él mismo señala, “El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presentes en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace, ante todo, con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir”, con el gran testimonio de la misericordia. Y así lo estamos viendo y palpando en Francisco, ante quien y ante cuyo obrar se sienten dichosos los pobres porque alcanzan y tocan la misericordia de Dios, de Dios revelado en la carne de Cristo, en su rostro humano, a veces tan escarnecido y desfigurado en todos los crucificados y despojados de su rostro de dignidad de nuestro tiempo. Esa carne de Cristo es hoy, entre nosotros, la carne de los crucificados, los pobres, los hambrientos, los privados de libertad, los enfermos, los ancianos, los niños, los abandonados, los refugiados huidos de sus países, los marginados, los necesitados, en suma, de tantísimas maneras de la misericordia… con los que se identifica el Señor.
No hay otra manera donde encontrar a Cristo, identificarse con Él, seguirle, tocar su carne, “tocarle, palparle” a Él que ahí, en esa carne. Y así nos lo dice el mismo Papa Francisco con signos y palabras, por ejemplo, entre otras muchas, éstas: “Tocar la carne de Cristo es tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez, la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, empezamos a entender algo, a entender qué es nuestra pobreza, la Pobreza del Señor”.
Es lo que el Papa está haciendo. Sus viajes y sus signos están siendo muy elocuentes en este sentido del Evangelio de la misericordia y de que los pobres están siendo evangelizados. Ahí tenemos, desde el comienzo, el conmovedor y relámpago viaje a Lampedusa; o su visita a Asís, con todo lo que evoca la figura del Poverello de Asís, San Francisco, especialmente conmovedor en aquel encuentro con los más pobres; o su gran apelación ante el conflicto de Siria; o su viaje a Río de Janeiro en Brasil con ocasión de la Jornada Mundial de los Jóvenes, de los más necesitados de misericordia y más heridos de hoy, aunque parezca lo contrario, ante los que no podemos pasar de largo como en la parábola del Buen Samaritano. Y además, allí mismo ofreció este signo tan elocuente de su visita a la favela, no como espectador y turista sino “mojándose” de verdad y sin populismo de ningún tipo. O su último viaje a Chile o Perú, con su visita a la Amazonía… Basten estos signos aunque podríamos seguir enumerando y enumerando otros muchos signos que todos tenemos ante sí…
¿Cuál es la razón última de esto en este Papa, como en Teresa de Calcuta, en Francisco de Asís, y en esa pléyade ingente de servidores de los pobres porque han descubierto y ven en ellos al mismo Cristo? No es otra que el encuentro con Cristo en la oración, el encuentro con Dios misericordioso en la Eucaristía, en la Penitencia, o en la adoración. Dios, Cristo, que vive es la razón última. ¿Qué providencial y qué bien hace Dios las cosas! Cuando aquella tarde del 13 de marzo era elegido y cuando otro 13 de marzo, en el que se cumplía un año de la elección del Papa Francisco, cuando iniciaba su segundo año como Papa, donde estábamos haciendo ejercicios espirituales con él, como todos los días, como todas aquellas tardes, a la mismísima hora, nos encontrábamos todos en adoración eucarística ante el Señor: ahí está el secreto de este Papa de la misericordia y de la esperanza, de la alegría y del Evangelio: sólo en Dios que es amor, y esto es lo que afirmamos en la adoración, por la que entramos en comunión con Él y nos llena de ese amor suyo, sin el que nada podemos, y que recomendó de manera especial a la Presidencia de la Conferencia Episcopal Española al visitarle en cuanto tal.
Secundando la adoración, pidamos por este Papa, que Dios nos lo conserve, y que le hagamos caso: porque, además, esos gestos no son gestos para la galería, ni solo para él, sino que son para todos, para que la Iglesia toda entregue ese Evangelio de la Misericordia, que tiene como destinatarios y beneficiarios preferenciales los pecadores y los pobres. Recemos por el Papa, recemos mucho, como él nos pide constantemente desde su elección.
Y como dijo en su primera homilía en la Capilla Sixtina es hora de caminar, de edificar la Iglesia, de confesar el nombre de Cristo, sin el que no haremos otra cosa que edificar la Iglesia y de avanzar en el camino, de renovarla y reproducir aquel sueño de san Francisco sobre la capilla de san Damián: reconstruir la Iglesia, presencia de Cristo.