Estos días atrás se celebraba por doquier el Día de la mujer: homenaje supermerecido a la mujer, defensa de la mujer, declaraciones y manifestaciones masivas por la mujer… Pero confieso con toda sinceridad -y probablemente me tilden de no sé qué cosas-: lo que vi, escuché,…, en buena parte de ese día y en días posteriores, tenía que ver muy poco con lo que he visto y aprendido de la dignidad y maravilla de la mujer, de su grandeza inmensa, junto a mis queridas madre y hermana, las mujeres más grandes en mi vida, obviamente.
Es verdad que a las dos las considero maravillosas. Pero creo que son dos más. Únicas, cierto, pero no dejan de ser dos más entre esa multitud innumerable de mujeres de nuestra historia y de nuestro hoy y mañana. Pero hoy, como señalaba yo mismo en escrito reciente sobre la dignidad y grandeza de la mujer -algún medio que se hizo eco de él llegaba a calificarme de “sorprendente Cañizares”-, me quiero referir a quien ha sido en nuestro momento histórico el mayor paladín de la mujer, seguramente de todos los tiempos, San Juan Pablo II, sobre todo, en su Carta Apostólica sobre «la dignidad de la mujer”, mostró el verdadero y exquisito respeto a la verdad, grandeza y dignidad que reclama y exige la mujer, toda mujer. «Quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente ahí, en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer. La verdad revelada sobre la mujer es otra. El respeto por la mujer, el asombro por el misterio de la feminidad, y en fin el amor esponsal de Dios mismo y de Cristo como se manifiesta en la redención, son todo elementos de la fe y de la vida de la Iglesia que no han estado nunca ausentes de ella. Lo testimonia una rica tradición de usos y costumbres que hoy está más bien sometida a una degradación» (San Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, p. 212).
El Papa San Juan Pablo II, al escribir esta Carta Apostólica, no ignoraba la situación en la que se encuentra la mujer en tantas partes del mundo, y en la mentalidad liberal de los países avanzados, ni cómo la ven movimientos feministas de nuestro tiempo, ni cuales suelen ser las relaciones recíprocas entre la mujer y el varón. No era para él ajena la problemática actual en torno a la mujer, ni los movimientos feministas o los así llamados movimientos actuales de «liberación» de la mujer. Precisamente porque tiene ante sí este panorama, es por lo que su «meditación», como él mismo llama a su Carta Apostólica, no es una elucubración abstracta ni una pura reflexión teórica. Y por lo mismo va a los fundamentos, a las bases antropológicas en las que se asienta una verdadera consideración de la mujer, con todas las consecuencias que comporta para el respeto real a su dignidad y grandeza que le corresponde en igualdad con los varones. Esa realidad que ciertamente contempla se verá reflejada en tantos discursos, alocuciones, homilías, visitas pastorales a países, y, de un modo muy particular, en su «Carta a todas las mujeres del mundo» con ocasión del Año Internacional de la Mujer y la Convención de Pekín, en 1995 (Cf. AAS 87, 1995, 803-812).
Antes de pasar adelante, quiero reclamar vuestra atención sobre un aspecto que fue solicitud primera y principalísima y enseñanza fundamental en San Juan Pablo II: su preocupación por el hombre, por el ser humano- hombre y mujer- vinculado siempre al Verbo de Dios encarnado, Jesucristo. El Papa, ya en su primera Encíclica, nos habló de que el hombre «este hombre», el hombre concreto -varón y mujer-, «el hombre en la verdad de su existencia, es el camino primero y fundamental de la Iglesia, trazado por el mismo Cristo» (RH, 14). En todo su pontificado su solicitud pastoral estuvo empeñada y volcada en que el valor y dignidad del hombre -hombre y mujer-, que causa estupor vinculado con Cristo (Cf RH 10), se realice plenamente como es querido por Dios (Cf. RH 13). Como la Iglesia, el inolvidable Papa, no permaneció insensible a cuanto le amenaza (Cf RH 13); vivió, como pocos, la solicitud de la Iglesia que «afecta al hombre entero», -hombre y mujer-, en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo»; su solicitud estuvo centrada sobre el hombre -varón y mujer- del todo particular (RH 13). Por eso, esta Carta Apostólica sobre la dignidad de la mujer que no podemos ver separada de esa preocupación o solicitud primera y principal.
El tema de la dignidad de la mujer, en la que está implicada enteramente la realidad de cada hombre -varón y mujer- es una cuestión inseparable de Jesucristo, en quien se revela la Verdad plena sobre nosotros, y sobre nuestro destino trascendente. El hombre no puede realizarse a sí mismo si no es sobre este fundamento. «Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre, y ha entrado en su corazón» (RH 8). «Cristo sabe lo que hay dentro del hombre, en el corazón del hombre. ¡Sólo Él lo sabe!» (San Juan Pablo II). Como señala el Concilio Vaticano II: «En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado … Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). En el misterio de Cristo, en la persona de Cristo, en el acontecimiento de la Encarnación y de la Redención, el hombre -varón y mujer- «vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propio de su humanidad»; es «confirmado y en cierto modo nuevamente creado». Así, el hombre -mujer y varón- «que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe ‘apropiarse’ y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (RH 10), sea hombre o mujer.
La relación de Cristo Redentor, Verbo de Dios encarnado, no es una relación abstracta, ni con el hombre en abstracto o genérico, sino con todo hombre concreto -varón y mujer-. Es Redentor de todos y cada uno de los hombres en su singularidad: «Se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Por ello, Cristo es el único camino para cada hombre, para la totalidad de lo humano: «Hay un solo camino: es el camino experimentado desde hace siglos y es al mismo tiempo el camino del futuro» (RH 13). Por eso mismo al tratar de la mujer, su grandeza y su dignidad, Juan Pablo II tiene su mirada en Jesucristo y en él encuentra la luz que ilumina la verdad de la mujer y del varón en esa totalidad de lo humano.
Esta pasión por el hombre –en la que son iguales en dignidad hombre y mujer- es lo que echo en falta en ese tiempo. Cuando escribo estas líneas escucho por TV a un candidato a la presidencia del Gobierno que, si gana, va a legalizar la eutanasia. Pero Sr. Candidato ¿se da cuenta de la barbaridad que acaba de decir? ¿Ignora que la eutanasia es un crimen, la eliminación directa de un ser humano?¿Se puede legalizar el crimen?¿Tan poco importa el hombre, la persona humana, en su programa? Lo que usted ofrece no es desarrollo, es retroceso, es… Pero después veía y escuchaba los recuerdos del terribilísimo atentado del 11 de Marzo, de hace unos años, que cambió por completo el rumbo de España; y me decía ¡qué poco cuenta el hombre! Y luego escuchaba las altas cifras de abortos en España, y lo mismo martilleaba mi cabeza: ¡Qué poco vale el hombre! Al día siguiente narraban y mostraban en TV escenas de Siria, de la guerra de Siria, de la destrucción que se masca en tantas poblaciones de Siria; y me repetía lo mismísimo: ¡Qué poco cuenta y vale al vida del hombre!; y, para acabar en otra emisora de TV reflejaban escenas de la pobre y tan cruelmente maltratada Venezuela; y volvía a martillearme el mismo pensamiento: ¡Qué poco cuenta el hombre, la persona humana! ¿Hacia dónde nos conduce esta quiebra del hombre –hombre y mujer-, sometido a programas, a ideologías, o intereses: a la ruina, a la destrucción, al caos, al desastre, al desorden, a la nada? Esto está pasando. ¿Cuál es el origen de todo esto?: el olvido de Dios que es el garante y la defensa del hombre. Pensemos seria y sinceramente en lo que nos pasa y hacia dónde nos encaminamos. ¿Hay un futuro, hay esperanza?. SÍ, porque Dios nos ama, es Amor, y ha dado la vida de su Hijo por nosotros en un gesto supremo de amor y de apuesta por el hombre, hombre y mujer, a quien pisoteamos de estos modos de nuestra cultura, de nuestra sociedad y de nuestras políticas antihumanas, a pesar de que se diga todo lo contrario.