La imagen del santo recorrió las calles del centro de Valencia. (FOTO: A.SÁIZ)Acabamos de celebrar la fiesta de San Vicente Mártir, Patrón de la ciudad de Valencia. ¡Qué maravilla tener como patrono a un mártir, cuya sangre es semilla de nuevos cristianos y garantía de permanencia en esa fe, que fue su victoria! Para los ojos del mundo, ayer, en su siglo IV, y hoy en el siglo XXI, se considera como derrota. Pero san Vicente vencedor nos enseña con la luz que brota de su martirio que vence siempre la verdad, la verdad de la fe a la que muchos querrían ver derrumbada por considerarla retardataria.
San Vicente y todos los mártires atestiguan en su martirio «la capacidad de verdad del hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Es precisamente en este sentido cómo los mártires son los grandes testigos de la verdad y de la conciencia, de la capacidad concedida al hombre de percibir además del poder, también el deber, y por eso de abrir el camino al verdadero progreso, al verdadero ascenso (J. Ratzinger).
En el martirio percibimos el espacio creado por la fe en Jesucristo para la libertad de la conciencia, en cuyas fronteras se detiene todo poder. «Por haber asignado estos límites al poder fue crucificado Jesús, que con su testimonio -prolongado en los mártires- dio testimonio de los límites del poder. El cristianismo no comenzó con un revolucionario, sino con un mártir. El plus de libertad -y de fraternidad, de solidaridad e igualdad- que debe la humanidad a los mártires es infinitamente mayor que el que le hayan podido aportar los revolucionarios» (J. Ratzinger).
Esto es una locura para muchos, una derrota del hombre, pero es la auténtica sabiduría, la sabiduría de la Cruz, la del amor que salva: es la auténtica y más inimaginable victoria. Como mártires de la verdad nuestros mártires son hoy centinelas y profetas de un nuevo siglo, de una nueva humanidad. «No se trata de amoldar el Evangelio a la sabiduría del mundo», nos dijo San Juan Pablo II, en su visita a Toledo en el barrio del «Polígono», dirigiéndose a los laicos: “no se trata de inventar una nueva sabiduría que nos separe de nuestra identidad, apoyada en la verdad de Cristo, verdad de Dios y del hombre, en la que se encuentra el apoyo más firme para la afirmación y reconocimiento de la dignidad y grandeza de todo ser humano, en cuyo respeto y promoción se encuentra el bien común de la sociedad, la convivencia auténtica entre los hombres, y un futuro abierto a la esperanza”.
Inseparablemente, como el mismo Jesucristo, el Testigo de la verdad, san Vicente Mártir, o el Obispo san Valero, a quien acompañó como fiel diácono suyo, nuestros mártires, como esa «muchedumbre inmensa que viene de la gran tribulación», en expresión del Apocalipsis, están diciendo: ¡Sólo Dios!. Ellos son por encima de cualquier otra consideración los testigos cimeros de que Dios es Dios, omnipotente en su misericordia y en su amor. Ellos nos están gritando y ayudándonos a comprender que el futuro del hombre está en Dios, y que al margen de Él caminamos por caminos errados que no conducen a ninguna parte, salvo a la quiebra y destrucción del hombre, o al enfrentamiento entre los hombres. Con su martirio nuestros Mártires, como todos los mártires, nos indican al entregar su vida por amor a Dios por encima de todo, al cumplir su voluntad entregándose al sacrificio de su propia vida, al no renunciar a Él ni apostatar de Él, ni hacer lo que a Él no le agrada, por ejemplo la violencia, y al mantenerse en plena e indestructible fidelidad a Dios, a pesar de la propia fragilidad humana, nos muestran diáfanamente los mártires que Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre y para la sociedad. Nos están diciendo, utilizando palabras de San Pablo VI, que el ateísmo, es el «drama y el problema más grande nuestro tiempo». Sin duda lo es, por eso desataron en todos los tiempos, también hoy, aquella violencia contra ellos, los mártires, y contra la Iglesia, por eso se comprenden los horrores de Hitler o la destrucción del hombre tan masiva en los países del marxismo real, ateos, más aún antidios, por definición.
El silencio de Dios o el abandono de Dios es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia. No hay otro que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras.
Testigos singularísimos de Dios, como el resto de los santos, San Vicente Mártir, y todos los mártires son los verdaderos reformadores de la humanidad. Para expresarlo con mayor radicalidad, sólo de los mártires, «sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones -en este siglo se pretenden tal vez grandes revoluciones culturales- cuyo programa común fue -o es- no esperar nada de Dios, sino totalmente en las propias manos la causa del mundo y para transformar sus condiciones. Y hemos visto -vemos- que, de este modo, siempre se tomó -se toma- un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. ¿Y qué puede salvarnos sino el amor?» (Benedicto XI, Ante los jóvenes en Colonia).
¡Cuánto tenemos que aprender en nuestra ciudad de Valencia de este inapreciable testimonio de san Vicente y los mártires y de esta perenne enseñanza suya, válida para todos los tiempos que tiene tanto futuro! San Vicente, los mártires, nuestros mártires son los que llevaron adelante una verdadera revolución, no los presuntos revolucionaron que pretendieron eliminarlos. Su revolución, la «revolución de Dios» que es amor, sigue en marcha: san Vicente y todos los mártires, en comunión con Dios revelado y entregado en su Hijo Jesucristo, por la fuerza del Espíritu de la Sabiduría, de la Verdad, del Amor y de la paz, siguen actuando con fuerza apelando a que no nos cerremos a Dios, y en fidelidad a su voluntad nos amemos unos a otros como Él nos ha amado, vivamos una verdadera reconciliación, construyamos, con el auxilio de Dios y la buena voluntad de todos, una casa común y fraterna de unidad, tendamos la mano a todos, sobre la base del perdón edifiquemos la paz, asentada en la verdad, el amor, la justicia y la libertad, e inseparable siempre y en todo momento de Dios.
La respuesta a la sociedad difícil que vivimos es la que nos señalan San Vicente y los mártires: la fe, que el mundo crea y no se separe de Dios, como Dios no se separa del hombre, irrevocablemente unido a Él por la creación y sobre todo por la Encarnación del Verbo Eterno, Hijo único de Dios. La hora presente, nos dicen con su martirio San Vicente y todos nuestros mártires debe ser la hora gozosa del testimonio y del anuncio del Evangelio, la hora del renacimiento espiritual y moral, la hora de Dios -de su reconocimiento y afirmación- la hora de la esperanza que no defrauda, la hora de renovar la vida interior de las comunidades eclesiales y de emprender o proseguir una fuerte y vigorosa, sólida y audaz, acción evangelizadora. Vivir la fe y comunicarla a los demás es nuestro mejor y más inaplazable servicio a los hombres.
En esta fiesta de San Vicente Mártir nos llega una llamada, que se condensa en aquellas palabras de Juan Pablo II al pisar tierra española en el aeropuerto de Barajas por vez primera: «Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí la fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto a las vuestras».
Mantengamos firme nuestra fe y el testimonio del Evangelio, que San Vicente selló con su sangre, como los mártires de todos los tiempos, también los de hoy. Ellos están con nosotros, interceden por nosotros, nos alientan. San Vicente, mártir, ruega por Valencia, tu ciudad, en la que tú recibiste la corona y el triunfo del martirio, en la que alcanzaste tu victoria sobre la fuerzas del mal. Aquí, en Valencia, fuiste vencedor, ¡sigue siendo vencedor en estos tiempos que se quiere derrotar la fe, pero esa fe, que fue fruto también de tu sangre arraigada en Valencia sea hoy la victoria nuestra!