En el mes de agosto, al recorrer diversos lugares de nuestra Archidiócesis y conocer mejor la historia de nuestros pueblos y ciudades, he seguido pensando en todos vosotros, porque sé de las situaciones por las que algunos estáis pasando y, también, de la preocupación que en todos provocan los problemas que un día y otro aparecen en las vidas de los que están cercanos y en los medios de comunicación social. Todo lo que vivimos me ha hecho ampliar horizontes, pensar con más hondura y no reducir la mirada, ya que el problema que nos afecta es más profundo y debemos de caer en la cuenta de ello.
Al entrar en el horizonte real desde donde se pueden ver los problemas en su profundidad y buscar soluciones valientes, encontré aquellas palabras que el Papa Pablo VI pronunciaba el 24 de octubre de 1964, cuando proclamaba a san Benito patrono de Europa. ¡Qué arco más amplio de planteamientos! Reconocía en san Benito la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea, pues en ella –nos decía el Papa– se mostraba al verdadero maestro que enseñaba el arte de vivir el verdadero humanismo. Al mismo tiempo, reconocía que la Europa salida en el siglo XX estaba herida en su profundidad por dos guerras mundiales y por el derrumbe de ideologías que se revelaron como trágicas utopías. Y esto lo decía el Papa, animando a todos a volver a encontrar aquella identidad que hizo de Europa maestra de un humanismo que engrandeció a muchos pueblos. Por ello, decía: “se hace necesario que se ponga en búsqueda de encontrar su propia identidad”.
El verdadero humanismo
Y tenemos que reconocer que, en estos últimos tiempos, Europa y, por supuesto, España, han puesto instrumentos necesarios e importantes para crear novedad: instrumentos políticos, económicos y jurídicos… Pero, ¿se ha acentuado con la misma fuerza el suscitar una renovación ética, moral y espiritual que se inspire precisamente en el arte de vivir el verdadero humanismo? Creo sinceramente que no. Es más, creo que se ha abandonado todo lo que suscita una verdadera renovación. Y sin la savia vital, el ser humano queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación, querer redimirse por sí mismo. Cuando esto sucede, como nos decía el Beato Juan Pablo II, se provoca siempre una regresión. De la concepción bíblica del hombre, nuestros pueblos tomaron lo mejor de su cultura humanista, encontraron inspiración para sus creaciones intelectuales y artísticas, elaboraron normas de derecho y, sobre todo, promovieron la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables.
De ahí mi atrevimiento, en esta primera carta de comienzo de curso, de que todos vivamos con certeza clara y apasionada cómo la Iglesia, en nombre de Jesucristo, tiene que ofrecer a nuestro mundo (a Europa, a España, a Valencia, que viven y padecen una crisis profunda con raíces más hondas de las que creemos para resolver los problemas) el bien más precioso y que nadie más puede dar, como es la fe en Jesucristo, fuente de la esperanza que no defrauda. Es esencial que la edificación de un pueblo se base siempre en la verdad del hombre, es decir, en la visión antropológica que tiene. Y ésa nos la ha dado y revelado a nosotros Jesucristo. ¿En dónde fijó la mirada Europa para descubrir, vivir y presentar esta verdad? ¿Dónde alcanzó su grandeza, su capacidad de convivencia, su deseo de salir de sí misma, su unidad, su proyecto humanizador? En la contemplación y en la acogida en su vida del Hombre verdadero, Jesucristo hizo humanismo y humanizó. Apoyándose en la afirmación del derecho de cada uno a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural; en el reconocimiento del componente espiritual del ser humano, en el que radica su dignidad inalienable; en el respeto de las opciones religiosas de cada uno, en las que se testimonia la apertura a la transcendencia, alcanzó su grandeza e hizo grandes a los hombres y con capacidad creativa para sacar adelante a todos y no sólo a unos pocos.
Conocer a Jesucristo
A menudo parece que vivimos en una contradicción permanente. ¿No os parece una sorpresa el que oigamos hablar en muchas ocasiones de construir una comunidad de valores y que, al mismo tiempo, haya un rechazo con mayor frecuencia de valores universales y absolutos? ¿No es contradictorio que a Dios se le relegue y se le oculte? ¿Desde dónde se hace la ponderación de bienes verdaderos y el discernimiento moral? La crisis que padecemos solamente se logrará superar si promovemos el nuevo humanismo, reconociendo con claridad la existencia de una naturaleza humana y estable, permanente, fuente de derechos comunes a todas las personas, incluidas las mismas que la niegan. Pidamos al Señor que infunda en nosotros un espíritu de valentía, para compartir las eternas verdades salvíficas, que han plasmado y lo seguirán haciendo el progreso social y cultural de un pueblo.
En este curso en el que vamos a vivir el acontecimiento de la celebración en toda la Iglesia del Año de la Fe, os invito a contemplar, vivir y anunciar el gran sí que Dios en Jesucristo dio al hombre y a su vida, al amor humano, a su libertad y a nuestra inteligencia. Hagamos que todos los que viven a nuestro alrededor lo perciban, que todos comprendan que el cristianismo es un gran sí, un sí que viene de Dios mismo y que se concreta en la Encarnación del Hijo. Es necesario situar nuestra existencia cristiana dentro de este sí. Solamente de esta manera penetramos profundamente en la alegría y podemos realizar la vida cristiana en todas las fases de nuestra existencia, incluso en las difíciles. Os invito a conocer a Jesucristo, a encontrarlo, a caminar con Él, a identificaros con Él. Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las Sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con él. Para conocerlo es necesario caminar con Él, tener sus mismos sentimientos, tal y como nos los describe san Pablo: tener el mismo amor, formar una sola alma, estar de acuerdo, no hacer nada por rivalidad y vanagloria, no buscar cada uno sólo sus intereses, sino también los de los demás (cf. Fl 2, 5).
Con gran afecto, os bendice