El Domingo escuchábamos los cristianos una página del Evangelio (cf. Lc 10, 25-37), que nos pone frente a la realidad por la que todos los días pasamos y nos hace observadores, por una parte, de las heridas tan grandes que tiene el ser humano y, por otra, de la urgencia de atender a todos los que las padecen. No podemos pasar de largo. Pero para mí, lo más impresionante de la página del Buen Samaritano, es la pregunta previa por la cual el Señor nos relata esa parábola. Es la pregunta de aquél escriba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”, es decir ¿cómo ser verdaderamente feliz? ¿Cómo tener una vida plena? Es la pregunta de cualquier ser humano que se toma la vida en serio y desea tomarse en serio la vida de los demás.
Esta pregunta es necesario que hoy nos la hagamos todos los hombres. Estamos metidos de lleno en una gran crisis, a cuya raíz más profunda hay que ponerle un nombre: crisis moral. Que lo es, entre otras cosas, porque surge un ser humano al que se le han quitado los lugares reales de su nacimiento como tal, se siente naciendo fuera de lo que son manantiales auténticos de vida y no es feliz, siente vacío. Se le apartan de su vida, nutrientes fundamentales como son la fe, la racionalidad y apertura acogedora consciente y orante de Dios. Por eso, pregunta unas veces de una manera y otras de otra, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna, para dar sentido con hondura a mi vida, para no tener vacíos, para ayudar a los demás y no solamente respetar su dignidad, sino promover esa dignidad que todo ser humano tiene?
Llamar a las cosas por su nombre
A estas preguntas estamos dando respuestas diferentes a las que daba Jesucristo. Él sabe quien es de verdad el ser humano. Y lo sabe porque es Dios mismo y porque cuando ha querido decirnos quién es el hombre, Él se ha hecho hombre. Él es la plenitud de lo que es el hombre, es la medida auténtica de lo humano, su misma vida es la que responde a la pregunta que un día le hizo aquél escriba: “¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Por eso desea que sea el escriba mismo quien dé la respuesta y le hace esta pregunta, “¿qué está escrito en la Ley?” A mí lo que me impresiona también es la respuesta del escriba, ya que sabía qué era y quién era, qué le hacía feliz y quién le ponía en un camino de realización de sí mismo y de los demás: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.
El cuestionamiento de la presencia de Dios en la vida del hombre y de la historia es una gran tragedia para todos. Hemos de ser valientes para llamar a las cosas por su nombre. Cuando a Dios le retiramos de la vida humana, cuestionamos la misma, pues no tenemos capacidad de penetración en la vida, en los derechos del hombre, en sus deberes para consigo mismo y los demás. Apropiarnos de la vida a nuestro antojo, sin luz, sin verdad, sin pureza original, solamente desde el instinto, es retornar a la vida salvaje. ¿Quién define la vida? ¿Quién marca dirección? ¿Quién promueve la libertad? ¿Quién le dice al ser humano la verdad? ¿Serán otros como cualquiera de nosotros? Os aseguro, siempre habrá seres humanos que deseen contar con Dios. Por eso, tomar la decisión de que Dios sobra y no poder legitimar su presencia pública entre los hombres, es eliminar la libertad. Y tiene que haberla para acoger la transcendencia, que es fuente de amor y generosidad.
¿Quién es mi prójimo?
Cuando Dios desaparece del horizonte del hombre, ¿quién nos dice qué es lo que está bien y mal o dónde está el bien y el mal? La pregunta que el escriba plantea a Jesús tiene una importancia capital, “¿quién es mi prójimo?” Y la respuesta de Jesús es clara y contundente. No quiere que sea abstracta y, además, desea interpretar la realidad de todos los tiempos. Dios y el hombre están tan unidos, que ha sido el mismo Dios quien nos ha revelado que, para que el hombre lo sea de verdad, tiene que ser reflejo vivo de Dios, es “imagen y semejanza de Dios”. Quiere describir la realidad de la vida humana y de nuestro mundo con tal realismo y fuerza que nos habla de la necesidad de ser “samaritanos” todos los hombres, de la urgencia que en todos los momentos de la historia existe de hacer frente a los bandidos y ladrones, a quienes destruyen, hieren o matan al hombre. La destrucción más grande es no dejar que el hombre ame a Dios. Y en esto está la realidad de todas las demás penalidades, pues no sabe quién es y no sabe tampoco quiénes son los que le rodean y qué debe hacer con los que tiene a su alrededor.
La parábola del Buen Samaritano nos pone de manifiesto  lo que el ser humano aporta en muchas ocasiones de su historia personal y colectiva: los fundamentos mismos de la comprensión del hombre.
¡Qué importante es aceptar el emplazamiento que Jesús hace al escriba y a todos los hombres! No nos emplaza ante una idea, sino ante una presencia personal que, misteriosamente, nos sale al encuentro y nos nombra por nuestro nombre propio, nos emplaza a sentir la potencia de su gracia, no como una amenaza, sino como un don que nos ofrece a integrarnos en ese orden de la vida que solamente puede darnos Dios mismo. Es el orden en el que se nos sitúa siempre contando con Dios y viendo en los demás imágenes reales de Dios. Donde mejor se observa esta realidad es en la descripción que hace del samaritano: “pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él (se refiere al hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos que lo dejaron medio muerto) y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándole aceite y vino y montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó una posada y lo cuidó”.
Ciertamente que la adhesión sincera a Dios, tal y como nos la revela Jesucristo, nos lleva a explicitarla históricamente. En Jesucristo se nos da la revelación suprema de Dios mediante su muerte y resurrección. Es en Él donde vivimos la experiencia de Dios como gracia y salvación, como perdón y reconciliación, como vida nueva y pertenencia a otro mundo que comienza ya en este.
Es desde Él, desde donde nuestra vida moral se constituye como respuesta agradecida y testimoniada, como acción de gracias ante Dios y de gracia para los demás hombres, en orden a ser testigos auténticos de Jesucristo en su misión y en su amor. Desde aquí entendemos la lógica de la parábola del Buen Samaritano, se acerca a quien está tirado y herido, lo cura, le presta su cabalgadura, es decir, pone a su disposición todo lo que tiene y lo lleva a una posada para que lo cuiden hasta que sea devuelta toda su dignidad. Tenemos delante de nosotros una gran exigencia como es contribuir a superar la crisis moral en la que estamos inmersos y una manera singular de hacerlo es mostrar con nuestra vida el rostro de Dios, el que nos revela Nuestro Señor Jesucristo. Esto no se hace ni con dogmatismos, ni con imposiciones, tampoco dejando que el ser humano caiga cada día más en hundimientos que le destruyen. Ofrezcamos la fuerza del Evangelio, la juventud regeneradora de Jesucristo con nuestras palabras y con nuestras obras: ir a todos los heridos y a todas las heridas, no hacer sublimaciones teóricas, la persona en primer lugar. Dios nos llama en medio de todas las realidades y nos invita a acciones concretas y a decisiones reales. Demos a esta historia la luz que Cristo nos regala con la parábola del Buen Samaritano.