Estamos celebrando en Valencia, en la Universidad Católica, el III Congreso sobre Hambre y Pobreza, que pretende ser un aldabonazo a las conciencias sobre la inmensa tragedia del hambre en el mundo. Las cifras son escalofriantes. Ante esa situación hay que apelar una y otra vez a la responsabilidad de los hombres. Los hombres somos así; necesitamos que nos llamen una y otra vez para recordarnos algo que pertenece tan a la entraña de nuestro ser y que nunca debería pasar al olvido: que todos somos hermanos, que mi vida presupone la del hermano, que somos custodios de nuestros hermanos, que no podemos cerrar nuestras entrañas a las necesidades de los demás hombres, sobre todo los más débiles, porque son, sin más, nuestros hermanos. Sin duda, una de las necesidades más humanas, prioritarias y fundamentales, es el hambre, pero, a su lado, inseparable tenemos la necesidad de la educación, y nunca mejor que formar a las nuevas generaciones, para eso está esta Universidad.

Sabemos que “al atardecer de la vida se nos examinará del amor”. La caridad, el amor, la misericordia reclaman de nosotros el “dar de comer al hambriento”. Una concreción de ese dar de comer es propiciar la educación para todos, darles el pan de la educación. Entre las obras de misericordia, no podemos olvidarlo, está “enseñar al que no sabe”, hacer llegar la educación a todos. Es cierto que detrás de esa hambre, del analfabetismo y de la carencia del bien de la educación se encuentran causas estructurales que dan lugar a esa carencia que atenaza a tantísimos millones de hermanos y conducen a un abismo cada día mayor entre los países pobres y ricos. Pero detrás de las estructuras está el hombre, cada uno de los hombres, que hacemos las estructuras. Vivimos en un mundo injusto y de sufrimientos provocados por el mismo hombre, y esto no puede menos que desafiar a todo hombre de bien, y más todavía a quien cree en Jesucristo, le conoce y le sigue.

Solos, poco podemos hacer. Pero juntos, unidos, sí que es posible cambiar las cosas. Por eso la llamada a que cada uno de nosotros cambie no puede ser desatendida. Esta llamada nos provoca a pensar en el desafío de una carencia tan primaria como es la alimentación, la alimentación adecuada, la educación y a dar los pasos que nos corresponda a cada uno en su remedio. Ojalá escuchemos la voz del Señor. El aguarda de nosotros justicia y amor. El ha hecho suyo el destino de todos los pobres de la tierra; y el juicio divino, definitivo y último, será sobre la justicia y el amor. Todo se decidirá según nos hayamos comportado con los últimos – los pobres, hambrientos y miserables, analfabetos y carentes de la alimentación, de la instrucción y formación necesarias – a los que el Señor ama y con los que se identifica.

Necesitamos un cambio en nuestras actitudes, una renovación moral, unas nuevas relaciones entre los hombres y los pueblos, unas nuevas formas de situarnos ante el mundo y sus necesidades. Es necesario vivir de manera nueva en el seguimiento de Jesucristo, haciéndose todo para todos. Necesitamos colaborar con nuestro trabajo, nuestras aportaciones y nuestros gestos solidarios con aquellas personas e instituciones que sirven a los pueblos que padecen el hambre y la miseria. Las necesidades son inmensas, y las sufren siempre los mismos, en los más pobres, como acabamos de ver en Haití. Si todos cooperásemos con generosidad, cuánto podríamos hacer. Colaboremos con nuestros medios económicos, con nuestras actitudes renovadas. Aprendamos a renunciar al consumismo, a la sociedad de la abundancia y del disfrute a toda costa, y al olvido del hambre y del dolor de tantísimos hermanos, que no es otra cosa que la herencia del mismo Caín y la pervivencia de la Babel egoísta que nunca será capaz de edificar una casa para todos.

Y oremos. Oremos sin cesar para que Dios nos convierta y cambie nuestro corazón endurecido en un corazón capaz de amar. Como el Jesucristo, que vino a traer la buena noticia a los pobres y sanar los corazones destrozados, que está en medio de nosotros, curando de toda enfermedad y sanando de toda dolencia, que pasó y sigue pasando haciendo el bien, que siente lástima de aquella muchedumbre que no tenía qué comer, y siente lástima de cuantos están dispersos y como ovejas sin pastor, que no pasa de largo del hombre robado, malherido y maltrecho tirado a la orilla del camino, sino que se acerca a él para curarlo. Es Cristo a quien acuden todos los hambrientos y los que sufren. Él nos dice: “Dadles vosotros de comer”. Todos le buscan desde el dolor y del sufrimiento. Él tiene palabras de vida eterna. El sacia el corazón hambriento del hombre. Él es el amor de Dios que se identifica con todos los desheredados de la tierra. Él ha venido al mundo a curar, liberar y salvar a los hombres. Hoy está presente entre nosotros y continúa haciendo el bien, curando dolencias, enjugando lágrimas, dando esperanza a un mundo enfermo que llora desesperado. Él curó a muchos enfermos de diversos males. Que

Él nos cure de ese mal del egoísmo que nos cierra en nuestras propias entrañas. Cuando se acepta a Jesucristo todo cambia: uno se hace “buen samaritano” de los necesitados, débil con los débiles, y esclavo y servidor de todos. Para ganarlos a todos. Para que todos entren en el amor eficaz y vivo del Señor. Cuando se acepta a Cristo, todo se renueva.

A todo esto, nos invita el magisterio y el testimonio colosal del Papa Francisco: a paliar, mejor, a erradicar el hambre y las múltiples hambres que afligen a tantos y tantos de nuestros hermanos.

Y a esto quiere ayudar la Universidad Católica de Valencia con este Congreso para contribuir a que desaparezca el hambre en el mundo. Hacemos este Congreso bajo el auspicio de la Cátedra Santo Tomás de Villanueva, que tanto y tan bien supo de evangelizar a los pobres. Que este santo Arzobispo nos ayude a emprender nuevas y estimulantes iniciativas en esta Universidad para combatir el hambre y las hambres múltiples en nuestro mundo.