He vivido esta semana unos días muy especiales junto a los seminaristas de nuestra Archidiócesis de Valencia. Juntos hemos dado el abrazo al Apóstol Santiago y hemos escuchado, una vez más, la revelación que el Señor nos hace siempre en nuestra vida, que con su gracia somos capaces de realizar la aventura más maravillosa que un ser humano puede llevar a cabo, como es hacer presente a Nuestro Señor Jesucristo desde nuestra pobreza, pero con su gracia y su riqueza, la que Él sólo nos puede regalar. Juntos hemos visto con nuestros propios ojos en Orense cómo, a través de los monasterios, los monjes fraguaron la historia de los pueblos de una manera tan singular que esos fundamentos que ellos pusieron en la vida de los hombres llegan hasta nuestros días y nos manifiestan con una inmensa claridad quién es el Camino, la Verdad y la Vida. Juntos hemos visitado la ciudad de Santa Teresa de Jesús y hemos vivido en el Monasterio de la Encarnación de Ávila, unidos en la oración a la comunidad de las Carmelitas Descalzas, lo que ya hace muchos siglos dijo la Santa: “sólo Dios basta”. Todo ello me ha sugerido haceros en esta carta semanal esta pregunta: ¿cómo seguir diciendo en este tiempo: “te seguiré a donde quieras”?
No es fácil la respuesta, pues la pregunta os la hago cuando estamos conviviendo tres generaciones aquí con convicciones y experiencias muy diferentes: una que creció católica, pues surgió en un contexto que así era, y ahora, a veces, mira muy a menudo entre la desorientación y la esperanza; otra que nació católica pero, tras experiencias muy diferentes y en conexión con ideas que han llegado de fuera, como que sintió que era necesario poner en segundo término la fe católica y dedicar más tiempo a otras cuestiones que parecía que le iban a dar más, negando o apartándose de lo religioso y cristiano que había sido fundamento y orientación en su infancia; y, por último, la más reciente es la que está más allá de lo común de las dos anteriores, como si uno pudiese, por sí mismo, encontrar las posibilidades reales para existir y explicar todo en todos los órdenes, como si la sanación de la vida, de toda la vida y de todo lo humano, viniese por las fuerzas de uno mismo. Y la pregunta surge con más fuerza, ¿cómo seguir diciendo en este tiempo histórico: “te seguiré a donde quieras”?
Necesidad imperiosa de Dios
Hoy se da un fenómeno en el que, creo, hay que caer en la cuenta con rapidez, si es que no queremos perder el tiempo: hay una necesidad imperiosa de Dios. Los vacíos del ser humano son tan grandes y hacen tantas heridas en la vida de los hombres, que la cuestión de Dios en nuestra sociedad y en nuestra cultura no es secundaria, es principal y es esencial. Otra cuestión es si queremos caer en la cuenta de que esto es así. Presentar la identificación cristiana con claridad es urgente. Y, con ella, hacer presente a la persona de Jesucristo, confesar la fe en Él como la adhesión a Alguien que le diferencia absolutamente de otras ofertas salvadoras, descubrir que hay una comunidad creyente concreta que es la Iglesia, que asume el Evangelio como su alma y trata de vivirlo y hacerlo creíble con su vida, las bienaventuranzas como su ley y el Espíritu Santo como su guía. Esta es la Iglesia que se manifiesta como edificación fraterna y luz de fraternidad, de vida y de amor en medio de este mundo para todos los hombres. De tal manera, que sean todos los que se pregunten y respondan: ¿cómo seguir diciendo en este tiempo histórico “te seguiré a donde quieras”? Y sepamos responder con todas nuestras fuerzas, “sólo Tú tienes palabras de vida eterna”, ¿a quién vamos a seguir si para vivir necesitamos palabras que nos alienten, den esperanza y nos digan el camino verdadero que tenemos que seguir para construir todo nuevo?
El domingo pasado, me impresionaban las palabras que un hombre entusiasmando con Jesús le dirigía acercándose a Él: “Te seguiré a donde quiera que vayas” (cf. Lc 9, 57-62). En la época de Jesús, se acostumbraba a seguir a un maestro de una manera muy singular, haciéndose discípulo de él. A estos maestros los discípulos le seguían donde quiera que fueren. Seguir al maestro suponía mucho más que recibir lecciones de él, tenían que vivir con su maestro, pues era conviviendo con él como recibía lecciones, ya que se trataba de compartir también la vida. Había que seguirlo donde fuera el maestro. Es en este marco, donde nos presenta Jesús lo que debe ser el corazón de la vida cristiana, que no es otro que el seguimiento. ¡Qué fuerza tiene aquella expresión del Señor cuando se encuentra en el camino a uno y le dice “sígueme”!
Si en todos los momentos de la historia este seguimiento ha sido y es necesario, mucho más hoy. La actual situación socio-política y eclesial en Europa y, por supuesto, en nuestro país, nos están invitando a lo que ya el Concilio Vaticano II nos decía: vivamos el diálogo con todos los hombres, un diálogo que nada tiene que ver con la imposición; vivamos con pasión la aceptación de que estamos en una nueva situación cultural y en un cambio de época en el que la luz de Jesucristo es necesario acercarla, vivamos con la convicción de que hay una búsqueda sincera de la verdad por parte de los hombres, a veces con confusión por no poner todos los datos que son necesarios para encontrar la verdad; tengamos la convicción de que nosotros los cristianos asumimos la tarea urgente de presentar, no sólo con palabras sino con obras, a quien nos dijo quién y dónde está la verdad, la verdad de Dios y la verdad del hombre.
Sin complejos
Hagamos esta propuesta sin complejos, desde una convicción profunda, fruto de un seguimiento sincero de Jesucristo, verificando con nuestra vida y en la cercanía a Jesucristo que la Verdad es Él. Es cierto que la verdad entre sombras se manifiesta a todos los hombres, pero es imposible conocerla desde nosotros mismos. Es menester que se nos revele. A veces, la vemos a medias. Y es que mientras no la identificamos con Jesucristo, nunca la conoceremos. Pero tengamos una seguridad, Dios nos ofrece su verdad y ésta tiene un rostro que necesitamos para ser verdaderos. Por eso, aceptemos el reto de Jesucristo que nos dice “sígueme” o tengamos el atrevimiento de decir al Señor “te seguiré donde quiera que vayas”.
¿Cómo seguir diciendo en este tiempo histórico “te seguiré” o cómo aceptar con todas las consecuencias la llamada de Jesucristo: “sígueme”? Se me ocurren algunos compromisos que debiéramos asumir todos los discípulos de Jesús en estos momentos:
1) Entrar en las entrañas de la misión con todas nuestras fuerzas: hay que servir al Evangelio de la esperanza mediante una caridad que evangeliza, pues debe de ser el amor la vía y el camino que todos debemos de recorrer cuando nos hemos dejado ganar por Jesucristo; hay que servir al Evangelio de la esperanza entrando los cristianos en los más variados sectores del mundo con la fuerza del amor mismo del Señor.
2) Entrar en las entrañas del anuncio, proclamar explícitamente a Jesucristo, es la vocación y la dicha de la Iglesia en todo tiempo y en todo lugar, su identidad más profunda; proclamar a Jesucristo nos lleva a vivir una relación de diálogo y colaboración con todos, que atraiga a otros a la fe, irradiar alegría, amor y esperanza, de tal manera que se haga verdad que muchos, viendo nuestras obras buenas, den gloria al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).
3) Hacer resplandecer la belleza del Evangelio con santidad y testimonio y a la Iglesia que es casa y escuela de comunión.