Miércoles de Ceniza. Se abre para los cristianos el tiempo de Cuaresma. A quienes se les impuso la ceniza escucharon unas palabras que resumen el sentido de estos cuarenta días: “Conviértete y cree en el Evangelio”. De eso se trata: de convertirse, de volver a Dios, de poner los ojos en Jesucristo, rostro de Dios, y seguir su mismo camino que nos conduce a la salvación, el camino de la verdad y de la misericordia, la senda del amor a Dios y al prójimo.
Este tiempo nos invita a que aprendamos a ver el mundo con la misma mirada de Jesucristo, es decir, con la misma mirada de Dios: mirada compasiva, mirada de amor. Vio a la muchedumbre que tenía hambre, y sintió lástima; vio al grupo grande que le seguía y lo miró con compasión porque andaban como rebaño sin pastor; con cariño miró al joven rico; miró al ciego de hito en hito que grita a su paso: “¡Hijo de David ten compasión de mí!”, y le pregunta: “¿qué quieres que haga por ti?”, “Que vea, Señor”, le responde. Mirada siempre compasiva, llena de misericordia, para con la pecadora, para con Pedro que le había negado tres veces; mirada de dolor y lágrimas contemplando la Jerusalén que le rechaza y le va a condenar a muerte; mirada de solidaridad en el sufrimiento con la madre viuda de Naím que acaba de perder su joven hijo. Cómo mira lo hondo del corazón del Buen ladrón en la Cruz. Mira con la mirada de la verdad. Siempre es la compasión, siempre es la ternura, siempre es el perdón. Y con qué alegría y gozo también mira al campo, las flores, los pájaros, las labores del ama de casa, o los trabajos de los labradores y de los pescadores; es la mirada limpia y verdadera de Dios que se goza en su propia creación que hizo buena, muy buena, y se alegra con lo que hace el hombre, fiel a su verdad.
Llamados a la salvación
La mirada conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que, por el proyecto divino, todos están llamados a la salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes, las defiende de los lobos aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación. ¡Qué bello y esperanzador es contemplar tal maravilla! ¡Qué cambio en el corazón del hombre y en el mundo se opera cuando se mira de este modo! Tener los mismos ojos de Jesús y mirar como Él, es ver las cosas con la mirada de Dios, de verdad y de amor, que cambia la faz de la tierra. Necesitamos ver las cosas como Dios las ve, necesitamos convertirnos a Dios, para ver las cosas como Él las ve y para que cambien de este modo los corazones de los hombres y el mundo en que vivimos, para que todo sea según Dios. Esta es la gran cuestión: convertirse a Dios, volver a Él, dejar que Él entre la vida, pensar como Él, querer como Él y lo que Él quiere, vivir con sus mismos sentimientos, actuar como Él, asumir sus mismas costumbres, seguirle a Él, identificarse con Él: esto es convertirse, esto es mirar con los ojos de Jesús, rostro de Dios, mirar, pensar, querer, actuar de Dios mismo.
Por ello urge y apremia, a mí el primero, seguir a Jesucristo, emprender el camino, sin retirarse de él, con la mirada puesta en Jesucristo, Hijo de Dios colgado del madero de la Cruz, Salvador y esperanza única, resucitado, vencedor de la muerte y del maligno. Este es el presente y el futuro del hombre, esta es la vida nueva y la humanidad renovada, este es el secreto que conduce a la dicha que nada ni nadie puede arrebatar, la dicha del amor infinito de Dios, el sabernos amados hasta el extremo, inmersos en su misericordia, y haciendo partícipes a todos de ese amor, de esa compasión y ese perdón sin límites que desborda todo. Con sencillez y gozo, ofrezco esto, esta dicha, a todos, no la impongo a nadie; pero tampoco puedo callar ni ocultar este ofrecimiento, pues no sería leal con los demás.
La libertad de la verdad
En Cristo, por gracia de Cristo, accede el hombre a la libertad de la verdad que se realiza en el amor, en Cristo accede a la grandeza de la filiación divina y a la vida eterna, vocación de todo hombre, en Él accede a la salvación plena y eterna vencida la muerte y rotas las cadenas que esclavizan del pecado, del odio, la mentira, la injusticia o la violencia. Sólo Él puede llegar a la verdad de las criaturas y renovarlas. Nada se puede separar de Él y de su amor sin que se altere su verdad y su dignidad. Ningún pueblo ni ninguna cultura puede culpablemente ignorarlo sin deshumanizarse; ninguna época puede considerarlo superado, aunque la mayoría así lo estime; ningún hombre puede conscientemente separarse sin perderse como hombre. Cristo no es un lujo, no es una opción facultativa, una idea ornamental: su presencia o su ausencia, vale decir también nuestra acogida o nuestro rechazo, tocan lo profundo de nuestro ser y determinan nuestra suerte. Él es el Señor y reclama espacio en nuestros pensamientos, en nuestras decisiones, en nuestra vida: nuestra inteligencia no vive sin esta memoria; nuestra voluntad no se rige sin esta obediencia; nuestra humanidad no se realiza plenamente si no busca crecer en esta vinculación y en esta conformidad con Él, esto es en su comunión. Es el Señor y no puede ser enviado fuera de ningún ángulo de la existencia. Es el Señor, aunque no se impone a ninguno, sino que se propone sin cesar a la libre adhesión de todos. Los ojos que lo han contemplado en la fe no pueden mirar más al mundo y a la historia con desesperanza. El corazón que se ha abierto a Él, se ha abierto a todos y cada uno de los hombres, singularmente de los pobres, los despreciados, los malheridos y maltratados por la vida, y no se cierra a su propia carne, ni en sus propias certezas. Esta es nuestra fe, éste es el Evangelio, la gran noticia que el mundo necesita y ofrecemos para ver y mirar con los mismos ojos y la misma mirada del amor, de la compasión, de la verdad, de la misericordia, del perdón, de la ternura y de la esperanza. Convertirse, acoger este Evangelio, acoger a Jesucristo, creer en Él: Este es el mensaje y la llamada de la Cuaresma, que escuchamos al imponérsenos la ceniza, memoria y recordatorio de lo pobre y lo débiles que somos: “Conviértete y cree en el Evangelio”. Que nadie tema de Cristo: es quien nos hará capaces de vencer con su amor tanto odio, tanta violencia, tanta falta de entendimiento entre los hombres.