Entramos en la Cuaresma. Emprendemos de nuevo la carrera hacia la meta de la paz que se nos otorga en Cristo, crucificado y resucitado por nuestros pecados para la redención de todos. Iniciamos el camino hacia la Pascua. Emprendemos una senda de penitencia. Es tiempo de gracia, hora del arrepentimiento, día de salvación. Emprendemos un camino con la mirada puesta en Jesús, en su Pasión, Muerte y Resurrección, ahí está nuestra salvación y no hay otra, por eso el camino de la Cuaresma es camino de esperanza.

Ojalá acojamos la poderosa llamada de Dios que nos urge de nuevo a renovar nuestra fidelidad a su palabra y a su amor, a volver a Él y superar el olvido de Dios, que tan duro está siendo, tan duro y de tan graves consecuencias. Volver a Él en tiempos de la pandemia; sólo Él nos librará de esta plaga universal. No le cerremos nuestro corazón. Escuchemos su voz. Cumplamos, en la obediencia y con humildad, sus mandatos; busquemos en todo su voluntad: que Él quiere que todos los hombres se salven y participen de su infinita bondad. Atendamos solícitos al grito de nuestros hermanos los hombres, afligidos y desgarrados por tantas miserias y pobrezas nuestras y de nuestro mundo. Abramos nuestras puertas al Redentor, a Cristo Resucitado; que Él nos renueve y convierta. Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios su Padre, pues, derramada por nuestra salvación alcanzó la gracia del perdón y de la reconciliación para todo el mundo.

Dice el Señor todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto, con oración. Rasgad los corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso”. “Convertíos y creed en el Evangelio”. Estas palabras con que la Iglesia nos apremia en el miércoles de Ceniza, con que abrimos la Cuaresma, deberían penetrar en lo más profundo de nuestro corazón y de nuestra mente.

Todos hemos pecado. Lloremos humildemente nuestros pecados y acerquémonos a Dios, lento a la cólera y rico en piedad. Todos tenemos necesidad de la reconciliación con Dios y con los hermanos. “Os lo pedimos por Cristo: dejaos reconciliar con Dios”. Todos estamos necesitados de la misericordia entrañable de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta, cambie de conducta y viva: pues aunque nuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como púrpura y rojos como escarlata, si nos convertimos a Él, si volvemos a Él de todo corazón y le decimos y suplicamos como el leproso al que Jesús limpia de su lepra: “Padre”, “si quieres puedes limpiarnos” escuchará como a su pueblo santo, como al desfigurado por la lepra; “Sí, quiero”, queda limpio, su voluntad es limpiarnos de la lepra de nuestros pecados que desfiguran la imagen de Dios que somos por creación.

Por eso, con toda confianza, desde lo más profundo de nuestro ser, imploremos y redoblemos nuestra oración con súplicas implorando su bondad, en este tiempo de gracia que se nos otorga cada año, seamos humildes y depongamos toda ostentación e insensatez, recurramos a su benevolencia, volvamos a Él y abandonemos las obras vanas que nos conducen por sendas de oscuridad y de muerte: “Perdona, Señor, perdona a tu pueblo; no entregues tu heredad al oprobio”. “Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa bondad borra mi culpa… tengo siempre presente mi pecado. Contra Ti, contra Ti solo pequé. Crea en mí un corazón puro”.

Abandonemos el camino del egoísmo y recorramos el camino de la adhesión a la verdad y al amor de Dios! Esta es la senda cuaresmal que ahora emprendemos y por la que hemos de encaminar nuestros pasos para la renovación de la Iglesia y de la sociedad, de la humanidad entera. Nuestra conversión es el mejor servicio que podemos prestar al mundo. Si con nuestro pecado hacemos opaca la obra de Dios sobre los hombres, con nuestra conversión se restaura la claridad del testimonio humanizador y liberador que brota del Evangelio, hacer surgir la humanidad nueva que no vendrá de una cuarta revolución industrial, ni de un nuevo orden mundial que se proyecta y ya está en marcha, por los poderes ocultos, pero reales, de los superpoderosos, los Goliat de nuestra época sino de la Cruz humillada de Jesucristo, del sacrificio humilde del humilde siervo y servidor, Jesucristo, y de volver a Él y ponerle en el centro como el único guía al que seguir en su despojamiento y amor, y el único Camino, pues en Él está la Verdad y la Vida, la felicidad sin fin.

La Iglesia nos invita a escuchar con más asiduidad, en este tiempo, la palabra de Dios, a dedicarnos con mayor ahínco a la oración, a la penitencia y al ayuno, y a entregarnos más decididamente a las obras que manifiestan la caridad de Dios. Estos medios, relacionados entre sí, no han perdido vigencia en nuestro tiempo. Al contrario son tanto más necesarios cuanto más preteridos se hallan.

Es necesario el ayuno, las privaciones voluntarias, con las que Dios nos enseña a reconocer y agradecer sus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así la generosidad del mismo Dios: “Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso, nos dice Jesús. Sed misericordiosos y alcanzaréis misericordia; perdonad y se os perdonará; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad, y se os dará; no juzguéis, y no os juzgarán; como usareis la benignidad, así la usarán con vosotros”.

Vivimos, en esta etapa de la historia, una hora de una gran conversión, la hora de una gran penitencia, pues la penitencia que Dios quiere es ésta: liberar a los oprimidos; partir nuestro pan con el hambriento; hospedar a los pobres sin techo; vestir al que vemos desnudo y no cerrarnos a nuestra propia carne (Cf. Is 58).

Dios nos apremia a la conversión en una situación en la que poblaciones enteras viven en condiciones de una extrema pobreza que clama al cielo y no puede ser prolongada por más tiempo.

Dios nos insta a convertirnos ante tantos sufrimientos, carencias y dificultades que, en el conjunto del planeta, aquejan y desgarran a muchas familias: el paro y las estrecheces económicas, el alcoholismo y la drogadicción, la separación y el divorcio, la enfermedad, la pandemia del Covid 19 ….

No podemos permanecer pasivos ni tener miedo alguno a tales poderes que nos acechan como el diablo que anda suelto en nuestro días como león rugiente buscando a quien devorar; no podemos callar; no podemos quedarnos sordos a estas llamadas, pues la pobreza de un número cada vez más creciente de hermanos nuestros destruye su dignidad de hombres y desfigura la humanidad entera: es una injuria al deber de solidaridad y de justicia. El Evangelio de la conversión nos apremia a servir al hombre y defender su dignidad practicando la justicia. Es la hora de convertirnos a sentimientos de amor, caridad, solidaridad, a una lógica de fraternidad, a la búsqueda de cuanto nos une a los seres humanos, en definitiva, es hora de convertirnos a la caridad evangélica.

En las horas dolorosas del presente, agravadas por la pandemia, no es suficiente, sin duda, dar de lo superfluo, sino que se han de transformar los comportamientos y los modos de consumo, con objeto de dar de lo necesario, no conservando sino lo esencial para que todos puedan vivir con dignidad. Hagamos ayunar nuestros deseos de poseer -a veces inmoderados -, con el fin de ofrecer a nuestro prójimo aquello de que carece radicalmente. El ayuno de los ricos ha de convertirse en alimento para los pobres. Tengamos siempre presente que cuando damos a los pobres, es a Cristo a quien estamos dando.

Y no olvidemos que nos aqueja algo peor que la crisis económica: la quiebra de humanidad que padecemos. Estamos muy heridos en el fondo de nuestro ser. Es ahí donde está la raíz de nuestros males. Por eso los cristianos sentimos en esta Cuaresma la llamada a la conversión para recomponer al hombre conforme al proyecto de Dios, revelado en Jesucristo, su Hijo.

Dios, por ello, nos apremia a la conversión en una situación en la que los hombres mueren por falta del pan de cada día, pero también por pretender vivir sólo de pan, de bienestar o de disfrute a coste de lo que sea. Dios nos urge a la conversión en unos tiempos en que se vive como si Dios no existiera, al margen de Él, en la soledad más radical de nuestra miseria.

Nuestra conversión: vuelta al Dios vivo y dejar que Dios se vuelva a nosotros, implica el anuncio de Dios a nuestros hermanos, la entrega de Jesucristo, que es el pan vivo que sacia el corazón hambriento de vida de todo hombre y es la fuente inagotable en medio del desierto y de nuestra soledad que colma y calma la sed insatisfecha del pobre corazón del hombre, que es sed de verdad, sed del Dios vivo. Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión, es tiempo de anuncio de Evangelio en obras y palabras. Ese es el servicio que Dios nos exige, el pan que nos piden tantos hermanos nuestros: hacer presente a Cristo, ser sus testigos, porque Él es nuestra reconciliación y nuestra paz, la luz y la misericordia divinas en medio de los hombres, la vida eterna y la justicia verdadera, la esperanza y la salvación para todos los necesitados de ella, pues Él es el rostro de Dios, imagen de Dios invisible, Hijo de Dios, primogénito de todo lo creado.

La Cuaresma es un tiempo favorable para recomponer nuestra existencia y reajustar nuestros criterios de acuerdo con el Evangelio de Jesucristo. Que surja el hombre nuevo, la sociedad nueva, renovados según Cristo. Sólo Él es el Camino, la Verdad, y la Vida. Nos hará bien a todos y nos ayudará a seguir el camino cuaresmal, con la mirada puesta en la resurrección, el leer, meditar y difundir la instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal; “Un Dios de vivos”.

Que Dios nos haga capaces de comunicar esta certeza y esta esperanza a todos nuestros hermanos, para que la luz de Cristo resucitado que da el Espíritu se difunda en toda la sociedad. Y sobre todo ayudemos a que el mundo vuelva a Dios, y que tenga sed de Él, pues sólo con Él seremos sanados, liberados y salvados, pues, a pesar de todo lo que está sucediendo con la pandemia y sus graves consecuencias. Y es que Él no nos deja y su amor, aparentemente débil, es más poderoso que las fuerzas del mal superpoderosas, con apariencias de bien, que pretenden dominar a la humanidad entera y subyugarla con un nuevo orden mundial en el que solo cuente el hombre y sus fuerzas, que son más débiles de lo que ellos creen porque la muerte, la radical indigencia del hombre está ahí y no saben, ni pueden responder a ella. ¡Santa Cuaresma a todos!