El domingo pasado recibimos con inmenso gozo y alegría la canonización de cuatro santos: los padres de Santa Teresa del Niño Jesús, cuyo milagro se realizó a favor de una niña valenciana; la Madre María de la Purísima, de las Hijas de Santa Ángela de la Cruz, canonizada en un tiempo récord; y el sacerdote italiano, Vicenzo Grossi, fundador del Instituto de las Hijas del Oratorio. Muy significativa esta canonización de los padres de Santa Teresa del Niño Jesús porque se trata de la primera que se hace de un matrimonio en época reciente cuando tan urgentísimo es anunciar y presentar la belleza y grandeza del matrimonio y de la familia; también la canonización de una religiosa entregada por completo a la caridad con los más pobres, enfermos y desvalidos en el carisma suscitado por Dios a través de Santa Ángela de la Cruz, canonizada por San Juan Pablo II en el 2003 –una comunidad sirve a los pobres en Aldaya–, y un sacerdote que encarnó su vocación sirviendo como corresponde a los seguidores de Jesús, especialmente de los sacerdotes.
Todo un signo: exaltación del matrimonio cristiano, testimonio de caridad y pobreza en favor de los más pobres, y entrega completa al servicio de los demás en el sacerdocio, que tanto necesitamos. Una gran lección de Dios para los tiempos que corremos necesitados de la verdad, grandeza y belleza del matrimonio y de padres verdaderos educadores y transmisores de la fe, hasta llegar a la santidad de sus hijos, una caridad heroica que hace el gran milagro de atender a los pobres más pobres, y el ejercicio de la vida sacerdotal en una entrega sin medida ni reserva alguna a favor de los fieles y de su evangelización. Estas son las lecciones de Dios que necesitamos aprender.
«No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?» (Benedicto XVI, en Colonia, a los jóvenes). Sólo Dios, sólo su amor y su misericordia.
Esos son los santos que hoy recordamos y, con ellos, de manera particular, los llamados y seguidores de Jesús, cuyo retrato que Él mismo nos dejó son las bienaventuranzas. Ellos, estos son los santos de hoy que vivieron su vida mirando a Dios, poniendo en Él su mente y su corazón, teniéndolo en el centro más profundo de su existencia. Bienaventurados y dichosos para siempre, en la bella aventura que recorrieron en su vida, junto a Jesucristo y en comunión con Él, nos señalan que Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre. Con razón, el papa Pablo VI definió el ateísmo como «el drama y el problema más grande de nuestro tiempo». Sin duda lo es. El silencio de Dios, o el abandono de Dios, el ateísmo y la increencia como fenómeno cultural masivo, es, con mucho, el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia y de quiebra humana y moral en Occidente. No hay otro que se le puede comparar en radicalidad por lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Los santos, que han vivido y viven de Dios y para Dios, son quienes ahora nos marcan el camino para que se opere lo que Benedicto XVI ha denominado “la revolución de Dios”, el paso a una humanidad nueva y renovada, donde reine el amor y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos, donde se siga el camino de la felicidad que está, precisamente, en ese saberse creado y amado por Dios, en ese comprenderse hijo de Dios en todo, en ese camino paradójico de las bienaventuranzas, o si queremos de la felicidad que es el seguido por el mismo Jesús, y así son el autorretrato que Él nos dejó de sí mismo. Ése es el camino de la perfección, el que conduce hacia las cotas más altas de humanidad que son los santos, el camino de la verdad, el que cambia y renueva el mundo con la revolución del amor que es Dios y de Él viene.
«El bienaventurado por excelencia es, en efecto, Jesús, sólo Él. Él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; Él es el perseguido por causa de la justicia». No busquemos otra ruta diferente a la de las Bienaventuranzas y la caridad que ponen a Dios en el centro, que señalan que viviendo en la confianza plena puesta en Dios –no en las riquezas, no en el poder, no en uno mismo y los propios intereses, no en las ideologías siempre parciales– es como se alcanza la felicidad que vivieron en la tierra y que ahora gozan en los cielos los santos. Es lo que vemos y palpamos en el mismo Jesús, del que somos discípulos. Demos gracias a Dios y alabemos la grandeza de su misericordia que se ha manifestado en la santidad de los santos canonizados el domingo pasado.
Por último os invito a orar, como nos ha pedido el Papa, por la paz en Tierra Santa, porque “haya signos efectivos” para que esta paz pueda llegar a los pueblos que vieron nacer y crecer a Jesús, que escucharon sus palabras, deseando la paz a todo hombre.