En los momentos que vivimos quiero expresar mi parecer una vez más, que parece que estemos olvidándola, y es la democracia. La recta razón reclama que la sociedad libre, democrática, justa y en paz, se asiente en unos valores, derechos y principios básicos, inmanipulables, no negociables y válidos para todos, son además pre-políticos y no coyunturales. Lo contrario la pondría en serio peligro.

Por eso la democracia y las democracias necesitan de una base antropológica adecuada. La sociedad democrática es posible en un Estado de derecho, más aún, sobre la base de una recta razón y recta concepción de la persona humana. La persona humana y su dignidad, el hombre, el ser humano, es la base y el fin inmediato de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático que afirma basarse en sus derechos y en el bien común que siempre debe apoyarse en el bien de la persona y en sus derechos fundamentales e inalienables, entre los que habría que contar con los derechos sociales, que presuponen los derechos de la persona. Principio básico para una sociedad democrática es que “todo hombre es un hombre”, una persona humana con toda su dignidad, verdad y grandeza, y en ello se basan los derechos sociales.

La sociedad, y dentro de ella el Estado, está al servicio del hombre, de cada ser humano, de las personas, de todas y de cada una, de su defensa y de su dignidad, si quiere estar al servicio del bien común, inseparable del bien de la persona. Los derechos humanos no los crea el Estado, no son fruto de un consenso democrático, no son concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un determinado ordenamiento social, ni de ningún pacto social. Estos derechos son anteriores e incluso superiores al mismo Estado, son pre-políticos, anteriores a cualquier ordenamiento jurídico regulador de las relaciones sociales; el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer, respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano, corresponden a su verdad más profunda en la que radica la base de su realización en libertad.

El ser humano, el ciudadano, su desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar, son la base y el objetivo de toda sociedad en convivencia y de todo su ordenamiento jurídico. Cualquier desviación por parte de los ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos o de los Estados en este terreno nos colocaría en un grave riesgo de totalitarismo, incapaz, por lo demás, de lograr una sociedad verdaderamente vertebrada, justa y razonable. Entre los derechos humanos de los que venimos hablando habrá que tener muy en cuenta los que se refieren a la mujer; y en este sentido no puede considerarse aquellos países que la mujer no sea reconocida en su dignidad y grandeza: la trata de mujeres, la esclavitud, la explotación de la mujer por la prostitución tanto por parte de los que la promueven y se enriquecen por este negocio como los “clientes”, la violencia machista contra la mujer, etc., una sociedad democrática y vertebrada no debería tolerarlo y ha de legislar en favor de la mujer.

Por esto mismo, la sociedad para crecer y para su desarrollo y verdadero progreso necesita una ética que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de persona como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente, es insuficiente como base para un orden social honrado y justo; sin esto, tarde o temprano, la sociedad se desmorona y se desarticula.

Hay unas pautas o exigencias morales objetivas que son anteriores a la sociedad o al sistema como ordenamiento jurídico y social, que han de ser garantizadas. Algunos opinan que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes llevarían al autoritarismo. Pero esta concepción desmorona la sociedad, hace tambalearse el mismo ordenamiento democrático en sus fundamentos, reduciéndolo a un puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos.
Una sociedad se mantiene o cae con los valores fundamentales que encarna y promueve. En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles mayorías de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva, que, en cuanto ley natural inscrita en el corazón del hombre, en su propia gramática, es punto de referencia normativa de la misma ley civil.

En los últimos decenios parece que se han subvertido gran parte de los valores en los que se basa nuestra sociedad y que pertenecen al patrimonio común en que se enraíza. Algunos confunden la realización de la sociedad con la producción libre por parte de cada uno de los ciudadanos de aquellos criterios y valores de comportamiento que considere por sí y ante sí; se cree que esto es la democracia, o se la reduce al juego de mayorías y minorías parlamentarias o de partidos. Pero la democracia como mejor sistema para la vertebración de una sociedad, si no queremos negarla en sus mismas bases, no puede convertirse en un substitutivo o sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Lo contrario nos llevaría a su destrucción, la pondría en peligro. La democracia es un instrumento de la sociedad, su valor cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne y promueva; afirmar esto es servir a la democracia y hacer posible la construcción de una sociedad justa y respetuosa, y vertebrada.

A partir de esto es fácil entrever lo que pienso sobre España y sobre Occidente-Europa. Debo advertir con toda claridad que legislaciones como la ley trans, que no respeta la dignidad de la persona, el bien común, la mujer…, o la de memoria histórica que no respeta la verdad ni los hechos y que conduce a la división no son democráticas.

+Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo Emérito, Administrador Apostólico de Valencia