Jesús en la Sinagoga de Nazaret, al finalizar la lectura de Isaías quien profetiza del Mesías: “Hoy se cumple la Escritura que acabáis de oír”, se refería al texto del mismo Isaías que, inmediatamente antes, proclama: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. En efecto, en Jesucristo se ha cumplido esta promesa; se ha cumplido plenamente. En Jesucristo, los pobres, los últimos, los desheredados de la tierra, los abandonados, los enfermos, los pecadores, los afligidos han recibido la buena noticia de que son queridos por Dios, de que Dios está con ellos, y se identifica con ellos, no pasa de largo de su miseria, sino que carga con ella, y la cura, la sana; levanta del polvo al caído y desvalido, enaltece a los humillados, ensalza a los pequeños, los hambrientos quedan saciados. Todo Él, sus palabras, sus gestos, sus comportamientos, su persona entera, hasta la cruz liberadora y redentora, es cumplimiento de esta gran y única buena nueva que llena de gozo y alegría. En Él hemos visto y palpado el amor de Dios, que tiene predilección por los pobres y los últimos; siendo rico, se despojó de todo, y nos enriqueció, con su pobreza con toda suerte de bienes; Él es la verdad y da testimonio de la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, nos ha rescatado de los poderes del pecado y de la muerte que nos tienen atados y esclavizados. Él ha traído la luz a los ciegos y nos ha hecho ver con la luz de la verdad que se realiza en el amor. Todo en Él es manifestación y presencia viva de Dios con nosotros, Dios que es amor. En Él todos los pobres y humillados de la tierra, todos los que están oprimidos y carentes de la libertad verdadera, inseparable de la gran verdad del amor que Dios nos tiene, han podido conocer, hemos conocido, el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en el amor, hemos creído en Él. El encuentro con Jesucristo, en persona, da un nuevo horizonte a la vida, una orientación decisiva, una luz y una realidad nuevas, anticipo de la vida eterna, de la vida de verdad que no perece, la que está en el amor que no pasa nunca, la que proviene del hecho, en definitiva de que “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna”.

Hoy en la Eucaristía también se cumple esta Escritura. En la Eucaristía, memorial de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, tenemos la máxima prueba de la verdad del amor que libera, sana y salva y no pasa. En la Eucaristía nos encontramos con Cristo y creemos en el amor, el amor de Dios que no desaparece nunca, que es eterno y para siempre; por eso, cada vez que participamos en la Eucaristía, somos testigos del amor de Dios, y somos enviados con la misión de Cristo para dar testimonio de que Dios es amor, y está por los hombres, con amor de predilección por los más pobres. El amor de Dios, el amor con que hemos sido amados en Jesucristo, el amor, sencillamente, lo conocemos en el rostro de Cristo, en la persona de Cristo. Jesucristo es el rostro del amor, porque es el rostro de Dios que es amor.

En Pablo, que ha sido testigo y beneficiario singular del amor de Jesucristo, que ha experimentado tan fuertemente como sólo él sabe este amor de Jesús en el encuentro con Él hasta el punto de poder afirmar que nada ni nadie nos puede arrancar ni separar de este amor inquebrantable e irrevocable de Jesucristo, él, Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (1ª Cor 13) nos traza los rasgos de este amor de Jesucristo. El llamado himno a la caridad es el retrato que Pablo traza de Jesucristo aún sin nombrarlo. Así es Jesucristo. En Él, Jesucristo, vemos y palpamos plenamente el amor que “es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. Su amor no pasa nunca”. Ése es Jesús; en Él, en todo de Él, hemos conocido ese amor sin límites que sólo Él puede ser, vivir y reflejar; en su persona, en su actuar, en su decir hemos podido comprobar este amor que nos narra Pablo. Este Hijo único es el rostro de Dios Amor; contemplamos el rostro de Dios en Jesucristo que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo y último, hecho hombre y cargado con nuestros sufrimientos, nacido pobre y reconocido de los pobres, siervo y servidor, siempre al lado de los enfermos y desconsolados curándolos y consolándolos, sentado a la mesa amarga de los pecadores, que ha traído el perdón y ha derramado su sangre por los pecadores y para el perdón de los pecados, que no ha venido a condenar sino a salvar y traer vida, que es manso y humilde de corazón, que de su boca solo salen palabras de gracia, que nos muestra a Dios Padre misericordioso, rico en misericordia, que está crucificado con todos los crucificados, amando hasta el extremo. Todos los discípulos de Jesús somos llamados y enviados, en misión, con diversas tareas y servicios, para llevar a los hombres a Cristo y para que puedan vivir la cercanía inefable de su amor; somos llamados y enviados a hacer presente con obras y palabras ese amor, ser testigos de ese amor, y revestidos de ese mismo amor, que es don del Espíritu, del mismo Espíritu con el que, ungidos por Él, somos enviados.

Dios nos ha elegido y escogido, antes de formarnos en el vientre, antes de que saliéramos del seno materno, para esto: para decir con obras y palabras que Dios quiere, ama, a los hombres, que es en Él, en el amor y la misericordia que Él nos tiene, donde está la esperanza y la vida, la liberación y la felicidad; Él nos manda a ser testigos suyos, testigos del amor de Dios, amando hasta el extremo.

“No tengáis miedo”, nos acompaña Él mismo, está con nosotros el amor suyo que es más fuerte que la muerte. Como Pablo, tened la certeza de que nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús; un amor que no pasa nunca. Tened la certeza de que la Palabra de Dios siempre se cumple y, hoy, como a Jeremías, Dios mismo nos dice a cada uno de nosotros, que somos enviados: “Mira; yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce”, frente a los poderes del mundo y de todos; “lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”.

Así pues, con la fortaleza de la Eucaristía y la certeza de su presencia, vayamos y demos testimonio del Evangelio del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. Que eso es evangelizar que nos urge y apremia en nuestros días y siempre, como nos apremia el amor de Jesucristo que de Él recibimos, en Él estamos y vivimos y de Él aprendemos. El amor, Dios que es amor, no pasa nunca. Tampoco la evangelización, obra del amor y comunicación del amor, pasa nunca y más en estos tiempos tan necesitados del amor.