El domingo 20 de octubre celebramos el Día del DOMUND, una Jornada Misionera que cada año la Iglesia celebra y, con ello, nos recuerda que aquellas palabras del Señor, “es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades” (Lc 4, 43), se aplican con toda verdad a ella misma. Es la conciencia que tanta hondura alcanzó en el Apóstol San Pablo, cuando nos dice: “porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara” (1 Cor 9, 16). Este año 2013, el DOMUND tiene un lema que adquiere una fuerza extraordinaria: “Fe + Caridad = Misión”. Y es que la misión, la evangelización, constituye la “dicha y vocación propia de la Iglesia” (EN 14). ¡Qué bueno es recordar en este día que la Iglesia nace de la misión de Jesús y de los Doce, y que, a su vez, la Iglesia es enviada por Él, pues es depositaria de la Buena Nueva que debe ser anunciada.
¡Cómo impresiona tomar conciencia de ser Iglesia de Cristo! Quienes hemos acogido con sinceridad la Buena Noticia y nos reunimos en el nombre de Jesucristo para buscar juntos el reino, construirlo y vivirlo, nos hacemos partícipes de la misma misión de Cristo, somos una comunidad evangelizada y evangelizadora. El Evangelio de San Lucas (cf. Lc 6, 13) narra cómo Jesús dio a los Doce el nombre de Apóstoles, que literalmente significa enviados, mandados. Por otra parte, San Marcos (cf. Mc 3, 14) nos dice que instituyó a los Doce para enviarlos a predicar. Desde luego, vemos claro cómo la elección y la institución de los Doce tiene como fin la misión. Todo esto alcanza su plenitud en la Resurrección. Basta recordar aquel momento singular de la Ascensión, cuando el Señor les dice: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros, todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20). Pero el mandato dado a los Doce vale, también, para todos los cristianos. Os digo con toda verdad que, en muchas ocasiones, cuando pienso y oro por la Iglesia, medito aquellas palabras del Apóstol Pedro: “pueblo adquirido para pregonar las excelencias del que os llamó de las tinieblas a la luz admirable” (1 Pe 2, 9).
Abiertos a la presencia del Señor
“Fe + Caridad = Misión”. ¡Qué fuerza tiene este lema! Pero, ¿cómo llegar a una fe viva, a una fe realmente católica, a una fe concreta, viva y operante? Permitidme recordar algo que habéis oído muchas veces, la fe en última instancia es un don. Por eso, la primera condición es permitir que os donen algo. ¿Estamos dispuestos a que nos donen algo? ¿Estoy dispuesto a vivir de la vida que Cristo mismo me regala? No seamos autosuficientes, pues las preguntas más fundamentales de nuestra vida nunca las podemos responder desde nosotros mismos. No hagamos todo nosotros mismos, entre otras cosas porque las más importantes, no las podemos hacer nosotros. Tengamos la valentía y el atrevimiento de abrirnos al Señor, con la convicción de que Él dona realmente. Este gesto de apertura es al que tenemos que invitar a todos los hombres. Y aún más, nos tienen que ver que nosotros no podemos vivir sin esa apertura total al Señor. Este es el primer gesto de oración, de diálogo con el Señor: abiertos a la presencia del Señor y a su don. Nadie cree sólo por sí mismo, nosotros creemos siempre en la Iglesia y por la Iglesia. Recordemos que el Credo es, siempre, un acto compartido. Nos dejamos insertar en una comunión de camino, de vida, de palabra, de pensamiento. No hacemos la fe nosotros, es Dios mismo quien nos la da, quien nos la regala y nos insertamos en la comunión de fe de la Iglesia. Creer quiere decir aceptar como verdad lo que no alcanzamos en su totalidad en esta vida porque es misterio. Creer quiere decir abandonarse en Dios, poner en sus manos nuestro destino. En definitiva, creer es dejarnos coger por un vínculo personalísimo con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo que actúa en nuestro corazón y hace que ese vínculo sea fundamento de toda nuestra vida.
Caridad y fe son el alma de la misión
“Fe + Caridad = Misión”. ¡Qué hondura tiene saber que la caridad es el alma de la misión! Si en mi vida falta el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo al otro, pero no conseguiré ver la imagen divina del prójimo. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, se marchita también la relación con Dios, pues será una relación correcta, pero sin amor. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento y hay que vivirlos desde el amor que viene de Dios, que ciertamente nos amó primero. La caridad profunda nace del don de sí. Y es que la motivación principal de todas nuestras acciones debe ser siempre el amor a Cristo, pues no es simplemente una actividad, implica el don de sí mismo. La caridad debemos de entenderla a luz de Dios mismo que es “caritas”: “tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único” (cf. Jn 3, 16). Aquí comprendemos que el amor encuentra su mayor realización en la entrega de sí. La caridad es amor recibido y ofrecido, es gracia. Tiene su origen en el amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Todos los hombres son destinatarios del amor de Dios, son sujetos de caridad. Los discípulos de Cristo estamos llamados a hacernos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad. Aquí tiene sentido recordar aquellas palabras de Jesús: “También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). ¿Qué significa esto? Pues que cada obra buena en favor del prójimo y, de modo especial, de los más pobres, eso es lavar los pies. Y la pobreza mayor es desconocer a Dios. Darlo a conocer con obras y palabras es tarea constitutiva de la Iglesia.
“Fe + Caridad = Misión”. La fe y la caridad son alma de la misión. Y es que la misión, si es que no está animada por el amor, se reduce a una actividad filantrópica y social. ¡Qué importante es tener siempre en nuestro corazón aquellas palabras del Apóstol San Pablo: “el amor a Cristo nos apremia” (2 Cor 5, 14)! La misión tiene que brotar siempre de un corazón que ha sido transformado por el amor de Dios. Basta contemplar la vida de los santos que, de modos diversos, sirvieron con su vida al anuncio de Jesucristo a todos los hombres. El auténtico celo del misionero y el compromiso de toda comunidad eclesial está unido a la fidelidad al amor de Dios, que es apertura a Él y donación de nuestra vida, autentificada esa donación con el amor de Dios. Fe y Caridad están unidas en la Misión. En palabras del Beato Juan Pablo II, “el alma de toda actividad misionera: el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse o no hacerse, cambiarse o no cambiarse” (RM 60).
stianos el deber de responder: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9, 16). Todos estamos llamados a anunciar el Evangelio. Ayudemos también con nuestros medios económicos a extender el Evangelio por todas las partes de la tierra. En el Día del DOMUND promovamos en el pueblo cristiano el misterio de la Iglesia y ayudemos a la misión universal, hagamos la “missio ad gentes”.