11-03-2018

El Seminario es corazón de la diócesis». Esta frase no es ciertamente una frase retórica, ni un slogan publicitario. Refleja la realidad más propia de lo que entraña el seminario. El futuro de una diócesis, en efecto, depende en gran medida del seminario diocesano, porque es sede «de donde se difunde la vida espiritual hacia todas las venas de la Iglesia». O dicho con otras palabras: el seminario es el lugar, el tiempo, el proceso, el método, y, sobre todo, la comunidad educativa promovida por el Obispo donde se forman los sacerdotes, que, no lo olvidemos, son siempre necesarios e imprescindibles para que exista la Iglesia, «sacramento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).
A los sacerdotes, hombres escogidos por Dios de entre los hombres, en los que se perpetua sacramentalmente el sacerdocio de Cristo, les son conferidos, por la unción y la imposición de las manos de la ordenación sacerdotal, el poder y la facultad de que la redención salvífica se transmita a la humanidad: sólo ellos entregan a Cristo mismo en persona por la celebración de la Eucaristía, sólo por ellos nos llega la gracia purificadora y reconciliadora del perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia. Como se ha escrito, si el sacerdocio «desapareciera, todavía podría seguir existiendo la fe, pero lentamente se extinguiría en una agonía implacable la riqueza espiritual antes existente en una comunidad determinada».
Por otra parte, finalizado el “itinerario para la renovación eclesial” en nuestra diócesis, e iniciado el nuevo “itinerario para la evangelización”, en el que nos hemos embarcado la Iglesia diocesana, nuestra mirada se dirige a Jesucristo, para contemplar su rostro y seguirle. Tenemos que mirar hacia adelante, debemos ‘remar mar adentro’, confiando en la palabra de Cristo : ¡Navega mar adentro!. Estos itinerarios deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas. Jesús mismo nos lo advierte: ‘Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios'(Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. No ignorando en modo alguno, al contrario, que hay que buscar «ser» antes que «hacer», sin duda «iniciativa concreta», fundamental y empeñativa, absolutamente prioritaria, es ocuparnos de nuestro seminario como instrumento particularmente necesario para posibilitar ese «ser», o suscitar ese «dinamismo nuevo», o alentar «el renovado impulso en la vida cristiana» al que nos empuja el Espíritu en esta nueva etapa de nuestra historia. Si queremos – y ciertamente lo queremos- que nuestra Diócesis, con la primacía de la gracia, recobre un renovado vigor en el seguimiento de Jesucristo, o que se sitúe en el camino de la santidad conforme a su vocación, o que se fortalezca su capacidad para el anuncio del Evangelio y, apostando por la caridad, sea testimonio vivo de Dios amor y se proyecte hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano, si queremos esto es preciso que nuestro seminario sea lo primero y vaya delante de la comunidad diocesana en el proyecto pastoral.
Acabamos de celebrar el ‘Día del Seminario’ el pasado domingo, 4 de marzo, y no puedo dejar de compartir con todos vosotros mi gran preocupación y dolor por el reducido número -aunque sea mayor que en gran parte de las diócesis españolas- de quienes piden el ingreso en nuestro seminario diocesano. Si a esto se añade que la edad media del Clero de la Diócesis se hace cada vez más avanzada y de que crece la amplitud de nuevas necesidades pastorales que atender, sobre todo en la atención a los jóvenes, hay motivos más que sobrados para inquietarse seriamente.
Me vais a permitir que me exprese con toda sinceridad. Creo, como me decía un viejo amigo, que fue Obispo, que «a nuestros jóvenes y adolescentes no se les ofrece, hoy por hoy, bastantes espacios de libertad, sana diversión, desarrollo cultural y religioso para que pueda nacer y mantenerse entre ellos una vocación de servicio al hombre y a la comunidad asumida justamente como vocación al sacerdocio. Una sociedad cuyos adultos tienen por valores más altos el dinero, la comodidad y los goces de la posesión y el consumo difícilmente puede esperar que en su seno surjan vocaciones al sacerdocio. Muchos jóvenes y adolescentes acusan, desde los años tempranos de la niñez, el conflicto inducido en lo más profundo de sus almas por la vida dividida de las familias, que profesan la fe católica y la practican, pero llevan una vida cuyos criterios, fuentes de inspiración y modelos nada tienen que ver con el Evangelio. Este conflicto es de suyo mortal para el nacimiento y mantenimiento de la vocación sacerdotal y aun para la misma fe cristiana y adhesión a la Iglesia». Claro está, esa situación real reclama de nuestra diócesis el que con verdadera decisión y valentía, con creatividad y convicción, nos aprestemos a crear espacios para los jóvenes donde pueda surgir la vocación, que trabajemos con ellos sin ningún temor, y que, al mismo tiempo, nos centremos en una pastoral familiar de la que, a pesar de todos los buenos deseos, necesitamos potenciar y fortalecer.
Por otra parte, creo que estaremos de acuerdo, en general, en que detrás de casi todas las vocaciones sacerdotales, en el origen de aquellos que han hecho el eje de su vida el ministerio sacerdotal, de ordinario, ha habido un sacerdote que los invitó explícitamente a seguir este camino y, de alguna manera, se les ofreció como modelo que merecía la pena asumir para la propia vida. Con esto quiero decir que es preciso que los sacerdotes invitemos y llamemos explícitamente, de manera personal, en trato de tú a tú, a seguir el camino del sacerdocio. Los sacerdotes, en un trato personal que hemos de fomentar sin temor con los jóvenes, debemos hablar de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y de una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana; así mismo, en ese trato amistoso, llamémosle diálogo pastoral o acompañamiento personal o dirección espiritual, debemos proponer de modo explícito y firme la vocación al sacerdocio como una posibilidad real para aquellos jóvenes que muestren tener los dones y cualidades para ello.
También, detrás de una vocación sacerdotal, hay o ha habido una familia que vive la fe y de la fe, que transmite la fe, que vive un ambiente de fe y un clima de amor y de caridad cristiana, que respira el gozo de ser Iglesia: Allí donde hay familias verdaderamente cristianas, “pequeñas iglesias o iglesias domésticas”, como las llamaban en los primeros siglos, donde hay familias que rezan juntas o que leen la Palabra de Dios, el Evangelio, juntos, que participan en la celebración dominical, que no sólo no se oponen a que su hijo sea sacerdote, sino que lo consideran como un verdadero don de Dios, allí surgen vocaciones al sacerdocio.
Y, además, en las parroquias que tienen vida, vitalidad, talante comunitario y misionero, que tienen como centro la Eucaristía dominical y la adoración eucarística, o que cultivan la lectura de la Palabra de Dios, o la vida de caridad, o que tienen un buena catequesis o movimientos apostólicos de infancia y juventud, y se reza diariamente por las vocaciones, y se propone la vocación allí, en esas parroquias, surgen vocaciones.
Y añado, en los Colegios Católicos, en los Colegios diocesano, si se toma en serio y se vive su identidad, se lleva una auténtica pastoral educativa, se vive un auténtico sentido de Iglesia y de comunidad eclesial y se propone abiertamente la vocación al sacerdocio, en ellos estoy seguro que surgirán vocaciones. Y en aquellos movimientos apostólicos o educativos y de tiempo libre para la infancia y juventud, por ejemplo Juniors o Scouts, si llevan a cabo una auténtica educación educativa para enseñar el nuevo arte de vivir que nos ofrece el Evangelio -para eso están y han surgido- , y no se calla ni se oculta la oferta vocacional sin complejos, allí tened por cierto que surgirán vocaciones.
Todos estos ámbitos son semilleros para vocaciones. Si no surgen de ahí, ¿qué sucede?. Digámoslo y reconozcámoslo con humildad: necesitan esos ámbitos adquirir mayor vigor y vitalidad cristiana que la que tienen en estos momentos, y es preciso cambiar a mejor, sacudirnos la modorra.
Todos, en la diócesis, estamos implicados en esta urgencia. Y, entre otras muchas cosas que se puedan llevar a cabo, hay una que está en las manos de todos, y que todos podemos y debemos hacer: orar por las vocaciones. No olvidemos jamás que la llamada y la respuesta misma son siempre don de Dios, y hay que implorarlo de quien es el Dador de todo don y dádiva que procede del cielo. No dejemos de orar, al menos, en todas y cada una de las Eucaristías que se celebren en nuestra diócesis. Ayudemos al Seminario, no escatimemos nada ni ningún esfuerzo para él. Así os lo pido, hincándome de rodillas ante todos, y así lo espero de todos y cada uno de los fieles de la Iglesia que peregrina en Valencia. En el seminario, mayor y menor, está el futuro de la diócesis, radica nuestra esperanza.