Este fin de semana vamos a celebrar en nuestra Archidiócesis de Valencia el Congreso sobre “parroquia y nueva evangelización”. Aquellas palabras del Papa Pablo VI en las que destacó el valor actual y singular de la parroquia, siguen teniendo una vigencia especial hoy: “creemos simplemente que la antigua y venerada estructura de la parroquia tiene una misión indispensable y de gran actualidad; a ella corresponde crear la primera comunidad del pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal expresión de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy; suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar, en el sentimiento y en las obras, la caridad sencilla de las obras buenas y fraternas” (Alocución al Clero romano, 24 junio 1963). Precisamente porque la parroquia es un tema de perenne actualidad en la Iglesia, que ha tenido signos diversos dependiendo de la épocas, también nosotros queremos iniciar una reflexión sobre esa proximidad de la comunidad cristiana a la vida y la historia concreta de los hombres, que se establece en la parroquia.
Repensar la parroquia
Hoy la parroquia necesita volver a ser pensada, pues sobre ella inciden problemas nuevos y diversos, que son los que viven los hombres de nuestro tiempo. El Sínodo de Obispos del año 1987 trató este tema y nos dejó, después, cuestiones tan bellas como que “la comunión eclesial, aun conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia”. Y añade que “ella es la última localización de la Iglesia”. Es más, llega a afirmar que “es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” (CL 26a). ¡Qué fuerza tiene descubrir desde la fe el misterio mismo de la Iglesia que se hace vivo y operante en la parroquia! ¡Qué singularidad adquiere para todos nosotros contemplar cómo la parroquia se funda en una realidad teológica de una fuerza extraordinaria, como es ser comunidad eucarística! En los nuevos escenarios en los que vive la humanidad, en esta época nueva que está naciendo y en los que se interpreta la vida de manera diferente, la comunidad cristiana tiene que saber hacerse presente dejándose llevar por la fuerza renovadora a la que siempre es impulsada por el Espíritu Santo. Solamente así dará testimonio creíble de Nuestro Señor Jesucristo. Esta renovación se tiene que vivir desde una eclesiología de comunión, con todo lo que ello implica de corresponsabilidad y de participación. El Concilio Vaticano II llamó a la parroquia comunidad de fieles “distribuida localmente bajo un pastor que hace las veces del obispo y que, de alguna manera, representa a la Iglesia visible establecida por todo el orbe” (SC 42).
La parroquia tiene que ofrecer la luz, que es Cristo, sobre esas diferencias humanas que se dan en la vida y que se insertan en la universalidad de la Iglesia. Y ello, viviendo injertada en la sociedad y siendo solidaria con la misma, metida en muchas ocasiones en ambientes donde la disgregación y la deshumanización se manifiestan de una manera clara, donde el ser humano vive desorientado y, en muchas ocasiones, perdido. Pero siente el deseo, en lo profundo de su corazón, de vivir la experiencia y el cultivo de relaciones fraternas y humanas, donde la comunión sea un elemento sustentador, sanador y promotor de la vida de las personas. Y todo ello, nacido de la relación viva con Jesucristo, de tal manera que sea la parroquia lo que con tanta sencillez dijo el Beato Juan XXIII, “la fuente de la aldea, a la que todos acuden para calmar la sed”.
El mandato misionero de la Iglesia
La parroquia, en esta hora de la historia de la humanidad, se tiene que caracterizar por contactar con todas las situaciones de los hombres, todas las periferias existenciales de los hombres deben ser alcanzadas por la comunidad cristiana y tienen que hacerse presentes todos los cristianos. El misterio de la Iglesia está presente en la parroquia y ésta va tomando conciencia cada vez más clara de sí misma como expresión que es, no sólo de ese misterio de la Iglesia, sino también de su misión en medio de los hombres. Y va tratando de conformarse, según el modelo que Cristo le propone, en el ambiente en el que vive y al que se aproxima. ¡Qué fuerza tiene el Evangelio cuando toma rostro y conoce, denuncia, se compadece y cura las miserias humanas con la penetrante verdad de una forma de vida nueva que nos regala Jesucristo! Adquiere una fuerza especial a través de la comunidad parroquial y del compromiso de los cristianos que forman la misma, aquellas palabras del Apóstol: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, para procurar conocer la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” (Rom 12, 2).
Mostrar esa forma nueva de vida, original y admirable es un compromiso. Y, ahí, está la misión de la parroquia.
Si, verdaderamente, la parroquia tiene conciencia de tener que expresar a través de la vida de quienes la componen el misterio de la Iglesia, surge en ella una singular plenitud y una necesidad de efusión, con una clara evidencia de una misión que la trasciende y de un anuncio que debe difundir. Y la parroquia son los cristianos que en ella viven. Su deber es el de la evangelización.
Tienen que llevar a cabo el mandato misionero que el Señor nos entregó. Por ello, guardar el tesoro de verdad y de gracia es tarea y hay que defenderlo, pero hay deber de difundirlo, de ofrecerlo, de anunciarlo. Por otra parte, la parroquia tiene que entrar en el misterio de la Encarnación para realizar su misión; tiene que ir hacia el diálogo con el mundo en el que nos toca vivir, de tal manera que se tiene que hacer palabra, mensaje y coloquio. El diálogo tiene que caracterizar la misión, somos herederos de un estilo, de una dirección pastoral. Esa que nos muestra el Señor, en el pasaje del Evangelio de San Lucas en el capítulo 19, cuando nos cuenta la historia de Zaqueo. Hay tres elementos que son constitutivos del diálogo: 1) entrar como Jesús en la historia: “habiendo entrado a Jericó, atravesaba la ciudad”; 2) mirar a los hombres y llamarlos: “alzando la vista, le dijo: Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa”; 3) regalar la acogida de la versión nueva de la vida y provocar su acogida en los hombres: “dijo al Señor: daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”. El Concilio Vaticano II quiso ayudar a la Iglesia a entrar en este diálogo profundo. Por ello, se dirigió totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente del pensamiento, de la palabra, de la cultura, de las costumbres, de las tendencias de la humanidad, tal como hoy viven y se agitan los hombres. “No… envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 17).
La parroquia, es decir, la comunidad cristiana, tiene que hacer estas provocaciones en medio de esta historia, de tal manera que muestre el rostro del Señor y haga posible que los hombres sientan lo que los primeros discípulos vivieron al ver al Señor cuando se les presentó en la estancia donde estaban después de la resurrección. Han de ver que la alegría tiene cuatro rostros: 1) la alegría de existir, en respuesta al don del Creador o “contemplación para alcanzar amor” de San Ignacio; 2) la alegría mesiánica, por el hecho de que el Hijo eterno haya venido entre nosotros en el seno de la Virgen María; 3) la alegría del servicio, tal y como lo vive María en la escena de la Visitación o de las bodas de Caná, es la alegría de dar la vida por los otros; 4) la alegría escatológica, que es la alegría de las bienaventuranzas, que trazan en el presente el mañana de Dios.