El Evangelio del segundo domingo de Cuaresma nos lleva hasta el monte Tabor, al momento de la Transfiguración. Momento único en que Cristo desea decir algo más sobre sí mismo a aquellos apóstoles elegidos y preferidos, los mismos que le iban a acompañar como testigos después en el huerto de los Olivos, donde comienza su pasión. Allí, en el monte, el Señor puso de manifiesto su gloria.
Ante la Pasión que se acerca, ante Getsemaní y el Calvario, y en testimonio de la futura resurrección, oímos la voz del cielo que nos dice «Este es mi Hijo, elegido, el preferido, escuchadle». Esa voz nos hace conocer que en Él y por Él se encierra la nueva y definitiva Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo. La Alianza se ha realizado para que en Dios-Hijo los seres humanos se convirtiesen, se transformasen y trasfigurasen en hijos de Dios. Cristo nos ha dado el poder de venir a ser hijos de Dios, sin mirar a la raza, nacionalidad, lengua, condición humana. Cristo revela a cada uno de los hombres la dignidad de hijo adoptivo de Dios, dignidad a la cual está unida su vocación suprema: terrestre y eterna.
Aquí, en el Tabor, en el Hijo muy amado del Dios vivo, se está fundamentando nuestra esperanza, porque ahí se manifiesta ya lo que estamos llamados a ser, lo que somos: ciudadanos del cielo, de donde aguardamos a nuestro Salvador Jesucristo. Aquí, en Cristo, transfigurado y lleno de gloria, la Iglesia santa, cuerpo de Cristo en su totalidad, puede comprender cuál ha de ser su transformación, y así sus miembros pueden contar con la promesa de aquella participación en aquel honor que brillaba de antemano en la Cabeza.
Aquí vemos la gloria de Dios que se revela de manera definitiva en la elevación de la Cruz. La gloria de Dios es la cruz de Cristo, la gloria de Dios es su amor dado todo y hasta el extremo en el vaciamiento total de sí en la entrega de la Cruz, la gloria de Dios es ese amor sin medida que lo llena todo hasta el abismo de la miseria, de la injusticia, de la muerte. La gloria de Dios, es su Hijo venido en carne, es su Hijo dándose todo enteramente para que el hombre viva; la revelación de esta gloria nos muestra en Cristo, el Hijo único y preferido del Padre, que Dios es amor. En esto vemos el amor que Dios nos tiene: en que ha enviado su Hijo al mundo para que tengamos vida, para entregarlo por nosotros, para darlo a nosotros y, en Él, darse a nosotros sin medida. En Él, Dios nos lo ha dado todo, se nos ha dado Él mismo enteramente. No puede haber mayor amor. Esta es nuestra verdadera esperanza ¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo, a quien ha hecho propiciación por nuestros pecados, que ha cargado sobre sí nuestras propias miserias? ¿Cómo no nos dará todo con Él? Oigamos por ello la voz que nos dice «Este es mi Hijo amado, el preferido, escuchadle». Dios nos ha dado su gracia por medio de Jesucristo. Él es el centro y sentido último de la historia. En la escena de la Transfiguración Dios se nos revela como centro de la historia.
Escuchemos la voz del Señor. Escuchemos al Hijo crucificado, su palabra única en la que Dios nos lo dice todo. No le cerremos nuestro corazón como «muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo”. En esta generación, en esta época histórica, en este momento de los hombres, en que parece que sólo se aspire al disfrute y al bienestar a toda costa y sólo se viva para las cosas de aquí abajo, en este tiempo en que crece una cierta hostilidad hacia la cruz de Cristo y una indiferencia hacia el Evangelio del amor que brota de esa cruz, escuchemos a Cristo, que con su persona y su obra, con sus palabras y sus gestos nos está diciendo que Dios es amor y quiere que el hombre viva, que el amor suyo sustente y vivifique todo.
¿Qué significa escuchar a Cristo? Es una pregunta que no puede dejar de plantearse un cristiano. ¿Qué significa escuchar a Cristo? Toda la Iglesia, cada uno de los cristianos, debemos dar siempre una respuesta a esta pregunta en las dimensiones y condiciones sociales, económicas y políticas que cambian. Debemos dar esa respuesta auténtica si no queremos correr el riesgo de tener como dios otras cosas y de comportarnos como enemigos de la Cruz de Cristo. La respuesta debe ser auténtica y sincera. Escuchar a Cristo en quien hemos conocido el amor que es Dios. Escuchar a Cristo en quien vemos y palpamos que Dios no ha permanecido indiferente a la suerte del hombre porque, Dios verdadero de Dios verdadero, Cristo, ha dado su vida por nosotros. Escuchar a Cristo que ha descendido a nuestra pobreza y nuestra menesterosidad, que ha entregado su propia vida, que ha venido a sanar a los enfermos y traer consuelo a los corazones desgarrados y afligidos. Escuchar a Cristo que se ha identificado con los pobres, con los que sufren, con los que pasan hambre y sed, con los que no tienen techo o están privados de libertad. Escuchar a Cristo, que como el buen samaritano, se acerca al hombre caído, malherido, marginado, tirado en la cuneta, olvidado de los hombres, para curarlo y llevarlo donde hay calor y cobijo de hogar. Escuchar a Cristo que nos ha manifestado y dicho que Dios es amor, y que quien permanece en el amor permanece en Dios, en su gloria. Escuchar a Cristo para servirle orientando al mundo hacia el Reino definitivo de su Salvador.
Es la gloria que también vemos y palpamos en la Eucaristía: en el cuerpo de Cristo entregado por nosotros, en el memorial de la Cruz padecida por nuestra salvación, prueba y arras del amor de Dios hasta el extremo, en la sangre derramada por Cristo para nuestra reconciliación y como sello de la nueva y definitiva alianza de Dios con el hombre. Que nuestra respuesta sea de verdad la que brota de lo que estamos viendo y palpando, escuchando y acogiendo aquí, en el memorial de la Pascua del Señor y nuestra pascua, anticipada ya en la Transfiguración.