Pocas fiestas tan entrañables para el pueblo cristiano como la de Corpus Christi; pocas con tan profunda y arraigada tradición religiosa y popular en Valencia, y en todos los pueblos de España. No es para menos: Podríamos decir que el Corpus Christi es la fiesta de la alegría del cristiano, porque es la celebración del misterio perenne de Cristo y, por tanto, también de la redención de toda criatura que ansía y anhela la vida de los hijos de Dios. El Señor, al que adoramos en la Eucaristía y paseamos con júbilo por nuestras calles, es el mismo que vivió en la tierra, murió y resucitó y vive en la eternidad; todo cuanto sucede está en Él. Todo se ha hecho por Él, y sin Él nada se hace de cuanto existe; en Él está la Vida y de su plenitud todos hemos recibido; la gracia y la verdad nos llegan por Él.
Esta fiesta es una confesión pública de la fe. En los tiempos que corremos, cuando tantos cristianos ocultan u olvidan sus convicciones, o cuando corrientes muy poderosas la quieren reducir
al ámbito de lo privado y apagar su incidencia en la vida de la sociedad, necesitamos de estas manifestaciones públicas de la fe, que, a su vez, expresan cómo la fe afecta a todo lo humano y posee una dimensión pública, como la misma persona tiene también una dimensión esencialmente social y pública. El salir a la calle en este día de Corpus mostrando, en el espacio público, a la mirada y contemplación de los hombres el misterio eucarístico de nuestra fe, a Jesucristo mismo en persona, todo entero, real y verdaderamente presente aquí en su cuerpo, alma y divinidad, nos recuerda también que la fe no se vive en la clandestinidad ni en el anonimato.
Testimonio público de fe
¿Cómo no ver o recordar en el testimonio público de fe que ofrecemos sin arrogancia alguna los cristianos, en este día del Corpus, aquel imperativo que señalaba el papa San Juan Pablo II en la solemne ceremonia de la consagración de la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena, de Madrid en 1993: “Vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo, que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida pública”?
La fe que confesamos en el espacio público en la fiesta del Corpus reaviva, pues, entre nosotros la conciencia de que, en la hora presente, “la Iglesia española, fiel a la riqueza espiritual que la ha caracterizado a través de la historia, ha de ser fermento del Evangelio para la animación y transformación de las realidades temporales, con el dinamismo de la esperanza y la fuerza del amor cristiano. En una sociedad pluralista como la nuestra se hace necesaria una mayor y más incisiva presencia católica en los diversos campos de la vida pública” (San Juan Pablo II).
Presencia real de Cristo
Tengamos muy presente que la fiesta del Corpus Christi conmemora solemnemente lo que todos los días celebramos en la sencilla paz de nuestras iglesias: el Misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Lo ordena a una más grandiosa y espectacular adoración, mayor que la que todos los días podemos tributar los cristianos al Pan vivo bajado del cielo. Dios se nos ha dado como promesa y posesión en una comida sencilla y ordinaria, el pan y el vino. Bajo estos signos de terrena cotidianeidad, Dios mismo se nos da como alimento. Pero esta misma cotidianeidad puede hacernos olvidar la infinitud y la grandeza de lo que celebramos, por lo cual necesitamos de un día especial que nos lo ponga de más manifiesto.
Nos hemos acostumbrado a ello y tal vez no tengamos la lucidez suficiente ni la perspicacia necesaria para percatarnos de que lo que celebramos en este día es, nada menos, que la presencia real en el sentido más pleno del Cuerpo y Sangre de Cristo en la Eucaristía, es decir, la presencia sustancial por la que Cristo, total y completo, Dios y hombre, está presente. Es el mismo que se encarnó, vivió en el seno virginal de su Madre y nació de Ella, pasó haciendo el bien, fue crucificado, muerto y sepultado, y ahora, resucitado y victorioso, vive para siempre junto al Padre, intercediendo por nosotros, y llevando a cabo su obra salvadora por la Iglesia, su Cuerpo histórico, en la que obra, actúa y mora. Con ello afirmamos que Cristo, con todo lo que Él es, está realmente en el centro de la Iglesia, de la historia, del mundo. Cristo no es un personaje simplemente recordado ni tampoco cercano sólo mediante una imagen o un signo; está con nosotros y cumple su obra redentora que se perenniza en el sacrificio eucarístico.
Desvivirse por los demás
Quien está realmente presente en la Eucaristía está ahí entregándose por nosotros, obrando su salvación, entregando su vida y amándonos hasta el extremo, en un desvivirse por nosotros para que tengamos vida eterna, abundante, plena. Resulta por ello una contradicción unirse a Jesucristo tal como está en la Eucaristía y, al mismo tiempo, reservarse a sí mismo de manera egoísta, es decir sin desvivirse también por los demás. Celebrar esta fiesta del Corpus exige tener la mirada atenta a los sufrimientos y necesidades de nuestros hermanos, los hombres de hoy. Nuestra adoración a Jesucristo, presente en el Pan sagrado, ha de dirigirse inseparablemente a su entrega. La confesión de fe en su presencia eucarística no se puede aislar de nuestro reconocimiento de Él en los pobres y sufridos, en los que no cuentan, con los que Él se identifica. Sin adoración a Dios, al misterio de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, en la Eucaristía no se puede comprender toda la profundidad de la entrega del Dios Santo a los hombres. Y sólo implicados en este movimiento de la entrega a Dios podremos descubrir al pobre, acercarnos a él, y establecer con él una verdadera y sólida comunión.
Que, por la participación en los sagrados misterios del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, Dios nos lo conceda.