15-05-2016

Celebramos el pasado domingo, con toda la Iglesia, la solemnidad de la Ascensión del Señor, a la que aquí, en Valencia, en la plaza de la Virgen ante su Basílica, por especial concesión de la Santa Sede uníamos la fiesta de Nuestra Señora de los Desamparados, Madre de Dios y Madre nuestra. Bien podemos repetir las palabras del Apóstol San Pablo en la lectura de la carta a los Efesios: “Que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de nuestro propio corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál es la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál es la grandeza extraordinaria de su poder para nosotros los que creemos”. Esta es la gran esperanza, la verdadera esperanza para los hombres. Necesitamos la fe, recuperar la fe, afianzarnos en la fe recibida como la mejor herencia de nuestra historia valenciana, de nuestros padres, necesitamos permanecer firmes en la fe, para vivir en esta esperanza sin la que la vida carece de sentido último, con todas las consecuencias morales, vitales, sociales, para nuestro vivir personal y comunitario, privado, social y público, en la tierra.
Escuchábamos en el libro de los Hechos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos”. Estas palabras las escuchábamos en la fiesta de la Ascensión del Señor, a la que uníamos el pasado domingo la fiesta de Nuestra Señora de los Desamparados. Las palabras escuchadas han constituido y siguen constituyendo un desafío para todos los que admiten pertenecer a Cristo, para nosotros los cristianos. Debemos, como María, siempre Virgen, Madre de Dios de los Desamparados, ser testigos de Jesús, que ha venido para evangelizar a los pobres, traer la buena y alegre noticia a los que sufren, y mostrar el amor de Dios a los últimos y excluidos. Cristo vive en la Iglesia y en el corazón de los hombres. Cuando se acepta a Cristo y se vive conforme a Él, siendo testigos de Él, el mundo, la sociedad cambia, porque de su aceptación y testimonio se derivan consecuencias morales y sociales.
Es Él quien nos asigna una misión. El día de su ascensión al cielo, como hemos proclamado y escuchado, Jesús dijo a los Apóstoles: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación». Somos nosotros hoy los llamados a dar este testimonio ante el mundo, como María, la primera y singular testigo de su Hijo y de su amor misericordioso, la primera y singular evangelizadora que proclama la buena noticia a los pobres, los desamparados, los excluidos, los enfermos, la buena noticia de que son amados por Dios en el Hijo de sus entrañas virginales, sea quien sea, de la condición que sea, del país al que pertenezca. Esta vocación y llamada es siempre actual, y quizá más actual aún en los tiempos que vivimos tan necesitados de Cristo. Más actual, cierto, como el pasado viernes decía el propio Papa Francisco al recibir el premio Carlo Magno, en un discurso lleno de esperanza y de llamada a la conversión, a otra manera de ser en Europa, en cuyas raíces están las cristianas; no olvidemos que el Papa hablaba desde la fe, desde el Evangelio, no desde ninguna ideología ni desde ningún poder: sólo desde la fuerza del Espíritu que nos hace penetrar en el conocimiento y aceptación de la persona de Cristo y hace surgir criaturas nuevas, hombres y mujeres nuevos, un mundo nuevo.

Sólo en Jesucristo podemos salvarnos

No olvidemos que Jesús no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra, y para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirle en su reino. La Ascensión implica el misterio de una presencia nueva de Jesús en la Iglesia: “Estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”. El mismo y único Jesucristo está en la Iglesia y la Iglesia en Jesucristo. Al Misterio de Cristo pertenece la Iglesia, que es inseparable de María, la primera partícipe de la victoriosa ascensión de Jesús. A la totalidad del misterio salvador de Cristo pertenece también la Iglesia, donde Él prolonga su presencia y su obra salvadora: “Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra”, y prolonga esta presencia singular y especialmente por medio de María, que permanece como gran y singular testigo de Jesús. Los cristianos no solo actuamos en el mundo recordando y secundando las palabras o enseñanzas de Jesús; es Él mismo quien, por su Espíritu, se sirve de la Iglesia y de María, prototipo de la Iglesia, para la salvación de los hombres. Cristo vive en la Iglesia, actúa en ella; por medio de ella cumple su misión, lleva a cabo su obra de redención por la palabra, los sacramentos, la vida de los cristianos. Cristo enseña a través de su Iglesia; en ella y por ella reina y comunica su santidad. Con la Ascensión del Señor y el envío del Espíritu Santo comienza el tiempo de la Iglesia donde Cristo está presente y actúa. Él está unido para siempre con ella.
La Iglesia existe para hacer presente a Cristo en obras y palabras; existe para dar testimonio de Él; para evangelizar, es decir, hacer presente a Cristo en todo, convocar a la unidad de los hijos de Dios dispersos y divididos, enfrentados y en pugna entre ellos. La Iglesia existe para Cristo, es de Cristo, no sería nada sin Cristo. Todo ha de apuntar a Jesucristo; no podemos mirar a otro que a Jesucristo, no podemos dejar de mostrar a Jesucristo en todo, como hace María, madre, que nos muestra siempre a Jesús, abrazado en sus brazos de madre. La Iglesia, hoy como ayer y siempre, como en los primeros momentos en que es enviada por el propio Jesús antes de subir a los cielos, se presenta con el mismo anuncio y testimonio de siempre, con la misma y única riqueza y tesoro de siempre, como María junto a la Cruz o con el niño en sus brazos: Jesucristo. En Él y no en ningún otro podemos salvarnos. La fuente de esperanza para los hombres, para el mundo entero es Cristo; y la Iglesia, como María, es el canal a través del cual pasa y se difunde la corriente de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor, que está con sus llagas abiertas intercediendo siempre por nosotros ante el Padre.

Casarse en el Señor

En los tiempos que se nos ha dado vivir, y siempre, todo debe conducirnos a Jesucristo, a acogerle, a dejar que su amor y su gracia, su salvación y su luz, su obra redentora actúe en nosotros, y por nosotros en los demás, y nos transformen, nos cambien, nos renueven y nos hagan ser hombres y mujeres nuevos. Todo debería conducir a que los hombres le conozcamos, le amemos y le sigamos como el camino y la pauta inspiradora, la verdad, de nuestra conducta individual, familiar, social y pública, el único programa válido para la renovación de la humanidad y de la sociedad de nuestro tiempo. La fiesta de la Ascensión nos convoca a que Jesucristo sea aquél a quien confiemos nuestras vidas y haga de nosotros testigos de que es Él el único mediador y portador de la salvación para la humanidad entera; pues sólo en Él la humanidad, la historia y el cosmos encuentran su sentido positivo definitivamente y se realizan totalmente, como acontece en María. Él tiene en sí mismo, en sus hechos y en su persona, las razones definitivas de la salvación; no sólo es un mediador de salvación, sino que es la fuente misma de la salvación, la salvación misma.
Cristo es el camino y su misterio es la clave de interpretación del hombre, de la verdad del hombre, inconcebible sin la familia. Jesucristo es la clave de interpretación de lo que es y está llamada a ser la familia en el designio de Dios. Como el misterio del hombre se esclarece a la luz del misterio de Jesucristo, manifiesta plenamente al hombre el misterio del hombre y le descubre la sublimidad de su vocación, así también la familia y su vocación se esclarecen y cobran su pleno sentido a la luz del misterio de Jesucristo. El misterio de Cristo, Palabra de Dios que desciende del cielo, y se hace carne, está en estrecha relación con la familia humana. Cristo afecta a todo hombre, a todo lo humano, de manera total y decisiva. En Él está la salvación total y el logro del hombre, de manera irrepetible e irrevocable. ¡Abrid las puertas a Cristo! Aquí hay que situar la realidad tanto de la sociedad como de la familia. Ésta debe abrirse a Cristo, que es el que sabe, solo él sabe lo que hay dentro del hombre. Por otra parte, la familia cristiana de aquellos que se han casado en el Señor es una pequeña Iglesia, una Iglesia doméstica. Como toda la Iglesia, esa pequeña iglesia que es la familia es inseparable de Cristo. La Iglesia en la que está Cristo es familia de familias, es convocatoria a ser una única familia de multitud de familias que viven unidas y cooperan entre sí, entre otras cosas, en la distribución justa de los frutos de la tierra y del trabajo de los hombres como deber moral que brota del ser familia.
Fuertes en la fe y valientes en el anuncio del Evangelio
En estos momentos, hermanos, debemos ser fuertes con la fuerza que brota de la fe, obra del Espíritu. Debemos ser fieles. Hoy más que nunca tenemos necesidad de la fuerza de la fe y del Espíritu. Debemos ser fuertes con la fuerza de la esperanza, que lleva consigo la perfecta alegría de vivir y no permitir entristecer al Espíritu Santo. Debemos ser fuertes con la fuerza del amor, de la caridad, que es más fuerte que la muerte, y que incluye pero va más allá de la justicia y de la solidaridad. Animados por el Espíritu, debemos ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia: diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo con Dios mismo. La fuerza de la fe, obra del Espíritu Santo, invita a “promover una cultura del diálogo, que implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como interlocutor válido, que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado” (Papa Francisco).
Debemos mirar desde la tierra al cielo, fijar nuestra mirada en Aquel a quien desde hace dos mil años siguen las generaciones que viven y se suceden en nuestra tierra, encontrando en Él el sentido definitivo de la existencia, y de las relaciones entre los hombres y con el mundo.
Abrámonos a Él, constantemente y con confianza plena, sin ningún miedo ni temor, y dejémonos renovar y conducir enteramente por Él, anunciando con el vigor de la paz y el amor a todas las personas de buena voluntad, que quien encuentra al Señor conoce la verdad, descubre la Vida y recorre el Camino que conduce a ella. Fortalecidos por la fe en Dios, esforcémonos con empeño por consolidar su reino en la tierra: el reino del bien, de la justicia, de la solidaridad y de la misericordia. Testimoniemos con valentía el Evangelio ante el mundo de hoy, llevando la esperanza a los pobres, a los que sufren, a los abandonados, a los afligidos, a los despreciados, a los refugiados, a los perseguidos por la fe o por la causa de la justicia, a los desterrados, a los desesperados, a quienes tienen sed de libertad, de verdad y de paz, a los jóvenes. Los cristianos estamos llamados a tener una opción preferencial tanto por los pobres como por los jóvenes.
A los jóvenes hemos de ofrecerles y entregarles a Jesucristo, fundamento de una humanidad nueva y de esperanza, de amor, de justicia, de libertad y verdad, fundamentada en Dios; no podemos consentir que se les atrape en las redes de la desesperanza, del consumo, del sinsentido, de la droga, del sexo fácil y de una sexualidad desfigurada de su belleza y verdad; a los jóvenes hemos de mostrarles el rostro de Dios, la ternura de Dios que apuesta enteramente por el hombre, sin ideologías contrarias a una verdadera y sana antropología, y sin intereses que los están apartando de la verdad que libera, la verdad del hombre, inseparable de Dios y del amor que tiene en Él su fuente y genera futuro. Hemos de prestar mayor y más concreta y eficaz atención a los jóvenes, “al empleo de los jóvenes, que no sólo son el futuro, sino también ya el presente” (Francisco), y ofrecerles una nueva sociedad en que los jóvenes “respiren el aire limpio de la honestidad, y donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo suficientemente estable” (Francisco).
Sin imposiciones ni sectarismos de ningún tipo
La fiesta que celebramos, tanto de la Ascensión del Señor, como de la festividad de la Madre de Dios y de los Desamparados, impulsan a la Iglesia a hacer presente el Evangelio de la misericordia y de la gracia, haciendo el bien al prójimo y promoviendo el bien común, testimoniando que Dios es amor, como ha manifestado en la Ascensión de Jesús a los cielos. Por el tenor de la vida y el testimonio nuestro, de los cristianos, los hombres de hoy, los que están alejados de la fe, los que no creen, los que pertenecen a otras religiones, los indiferentes, los escépticos, los agnósticos, habrán de descubrir que Cristo es el futuro del hombre, el rostro de Dios que ama a los hombres. El es la única respuesta a las grandes cuestiones del hombre y del mundo.
La única respuesta a la sed insaciable de felicidad se llama Jesucristo; la única medicina para el desconcierto y el desasosiego que muchas veces paraliza, bloquea y llena de miseria el corazón humano es Jesucristo. Él es la esperanza de toda persona porque es y da la Vida eterna; Él es la palabra de vida venida al mundo en carne para que los hombres tengan vida; Él nos enseña cómo el verdadero sentido de la vida del hombre no queda encerrado en el horizonte mundano, sino que se abre a la eternidad, al cielo.
Mirando a Cristo, acogiendo a Cristo, siguiendo a Cristo, siendo testigos de Él, siendo presencia suya, es como nosotros y todos los hombres, nuestros familiares y vecinos, nuestros contemporáneos y amigos, nuestros compañeros de trabajo o nuestros paisanos, podrán hallar la única esperanza que pueda dar plenitud de sentido a la vida. Esto se traslucirá, debe traslucirse, verse y palparse, en nuevos estilos de vida, en nuevos comportamientos, en nuevos criterios de pensamiento y de juicio, en nuevas actuaciones en todos los campos, en el moral y en el político, también en el campo económico, en el que “se requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos, más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad…, orientados a una economía social” (Francisco).
La verdadera y real confesión de fe nos apremia a acercarnos a Jesucristo que es donde está el verdadero y pleno futuro del hombre y de la humanidad entera, y también la raíz de la nueva cultura de la vida y de la solidaridad, la nueva civilización del amor y de la unidad entre las gentes, la verdadera paz entre los hombres asentada sobre la verdad, la justicia, la libertad y el amor, que anticipan el reino de los cielos cuando Él sea todo en todos. En esta fe que hemos recuperar y fortalecer con el auxilio de nuestra Madre del cielo, María, hará que se cumpla el sueño del Papa Francisco, cuando el pasado viernes decía: “Sueño con una Europa joven, capaz de ser todavía madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece esperanza de vida; una Europa que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no tienen nada y piden refugio”.
Hermanos, esta es la certeza que anunciamos y que vemos reflejada en la Madre de los Desamparados, porque es la Madre de Dios, que es amor: ningún pueblo y ninguna cultura puede culpablemente ignorar a Cristo sin deshumanizarse; ninguna época puede considerarlo pasado o superado; ningún hombre puede separarse conscientemente de Él sin perderse como hombre. Por eso, hermanos, la fiesta de la Virgen y el acontecimiento de la Ascensión que hemos vivido el pasado domingo nos invitan a que demos testimonio, anunciemos y hagamos discípulos de Cristo, porque es donde está el futuro y la vida. Inseparablemente unidos a María siempre Virgen y Madre que, como en Caná de Galilea, anticipando la hora de Jesús, la hora del amor hasta el extremo, en este día grande, muy grande, la Mare de Déu dels Desamparats, nos dice :”Haced lo que Él os diga”. Pidámosle a nuestra Madre que nos muestre a Jesús, fruto bendito de su bendito vientre, y eso nos basta, nos llena de alegría, nos colma de dicha y bendición. Que Ella sea salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, protección de los inocentes y desamparados, de los inmigrantes, refugiados o perseguidos, auxilio de los cristianos en esta hora difícil, y especial protectora de Valencia y de España, de los que llevan la cosa pública y de todos los ciudadanos, en estos momentos que tanto se necesita de su sabiduría y de su razón y sentido; que alcancen la unidad, la concordia, la verdadera libertad sin imposiciones, totalitarismos o sectarismos de ningún tipo. Que en estos momentos, de tanta necesidad, bendiga a nuestra patria, Tierra de María, y que se abra para esta tierra suya sendas y caminos de paz, justicia, caridad, misericordia y esperanza.