Este domingo, con la proximidad de la fiesta de san José, día en que la Iglesia en España celebra el ‘Día del Seminario’, -en Valencia lo celebramos el domingo pasado- tuve, como todos los años un encuentro con los padres y madres, con las familias, que tienen algún hijo seminarista. Y les decía estas cosas que quiero compartir y decir ahora, con esta carta, a todas las familias de la diócesis: “los padres que tenéis hijos en el seminario os acercáis aquí donde vuestros hijos, siguiendo la llamada de Dios, se disponen a ser sacerdotes. Año tras año, por estas fechas, dirigimos la mirada hacia nuestro seminario. Se nos brinda la ocasión de acercar la comunidad diocesana, sobre todo a la comunidad familiar, pequeña iglesia doméstica a esta institución del seminario y tomar más conciencia de lo que significa, de la necesidad e importancia que tiene para la vida de la Iglesia, de sentirnos más urgidos a colaborar con él con nuestra oración, con la revitalización de la comunidad cristiana, con nuestro compromiso en la propuesta y acompañamiento vocacional, o incluso con nuestra aportación económica. Pero, sobre todo, las familias que tenéis un hijo en el seminario recibís un don de Dios, y, por parte vuestra, correspondéis a ese don con la donación de vuestro hijo.
El número de seminaristas resulta a todas luces insuficiente si tenemos en cuenta las necesidades de nuestra diócesis, en la que la media de edad del clero es ya alta, y hay que atender a muchos pueblos pequeños, llevar a cabo un gran impulso evangelizador sobre todo en los sectores más jóvenes y estar muy presente en nuevos campos de atención que se nos van presentando en los núcleos mayores de población. No podemos olvidar, por otra parte, que nuestra Diócesis tiene necesidad de enviar a ampliar estudios o a realizar otros estudios en centros universitarios fuera de Valencia, para poder responder adecuadamente a una serie de campos y exigencias pastorales. Pero, además, como toda Iglesia diocesana, la nuestra ha de sentir la responsabilidad misionera y la solicitud por otras Iglesias más necesitadas todavía que la nuestra y ha de ayudarles con el envío de sacerdotes -y esto último apremia-.
Considero que no hemos superado aún la así llamada ‘crisis de vocaciones’. Faltan jóvenes, en efecto, que respondan generosamente a la llamada del Señor. Falta, sin duda, también el que digamos claramente a los jóvenes que Jesucristo y la Iglesia necesitan de ellos y que les invitemos a que se planteen ser sacerdotes y emprendan decididamente el camino de formación correspondiente.
Los jóvenes necesitan que se les anuncie a Jesucristo sin tapujos ni enmascaramientos, que se les presente en toda su realidad y con toda su fuerza de atracción, para que se conviertan a Él. Necesitan que se les descubra a esos mismos jóvenes y que se les ayude a vivir una auténtica experiencia de Iglesia, a amarla y a sentirse enteramente implicados en ella y con ella. El amor a la Iglesia y el testimonio de personas y comunidades hondamente eclesiales es uno de los factores más persuasivos y primeros de fecundidad vocacional. Se echa de menos, tal vez, comunidades cristianas más vivas donde surjan vocaciones.
Entre estas comunidades vivas la primera y muy principal es la familia; ella está en las mejores condiciones para el nacimiento, acompañamiento y maduración de la vocación personal de los hijos; padres y familia juegan, de hecho, un papel de primer orden en la vocación cristiana de sus hijos.
Vosotros habéis sido esas familias en la que vuestros hijos han podido responder a la llamada. ¡Gracias, muchas gracias! Seguid acompañándoles. No es algo accidental, por ello, el que el descenso tan notable de vocaciones sacerdotales coincida con la quiebra de la familia, con su debilitamiento religioso, con su secularización interna, con formas de vida y costumbres que la van disolviendo poco a poco, apenas sin notarse.
Preocupaos de lo que serán vuestros hijos como personas y del destino personal de ellos. El servicio a la vida que os corresponde como padres, el servicio y el deber principal que tenéis en relación con los hijos es educarlos. Y educar, ante todo, es formar la personalidad, ayudar a que cada uno llegue a ser hombre, persona humana, y responda a su propia vocación personal.
Para la familia cristiana, ese es vuestro caso, es una misión primera e imprescindible el ayudar a sus hijos a que encuentren y afiancen la vocación a la que Dios les llama en la Iglesia y en la sociedad. Esta ayuda es la que ha de vertebrar toda la formación de la personalidad cristiana de los hijos.
Esto se consigue, ciertamente, con la gracia de Dios que nunca abandona a las familias y viviendo las familias su más profunda verdad conforme al designio de Dios, como comunidades de amor al servicio de la vida. Es toda la realidad familiar la que se ve implicada en esta misión insustituible. Por ello, el clima de amor sereno y paciente, el diálogo cariñoso y sencillo sobre los avatares y realidades de todos los días con la visión de la fe, el servicio y ayuda mutua y el compartir cuanto se es y tiene, la vida sobria y el trabajo y sacrificio de los miembros de la comunidad familiar, el valorar a cada uno por sí mismo y ser querido y reconocido en cuanto tal por lo que se es, el testimonio de fe y la oración de los padres en la vida diaria, la participación en la Eucaristía dominical, son las condiciones necesarias y el mejor clima para que pueda iniciarse en la vocación cristiana, y, dentro de ella, en la vocación sacerdotal.
Con razón podemos decir que la familia es la esperanza del seminario. No busquemos otros lugares. Ahí es donde está la fuente de donde han de brotar, extenderse y consolidarse, en amplio caudal, dentro de nuestra diócesis las vocaciones sacerdotales. El futuro de la humanidad y de la Iglesia se fragua en la familia; el futuro del seminario se fragua en la familia. El seminario, ámbito de formación de los futuros sacerdotes, tiene, además mucho que ver con ese futuro de la humanidad y de la Iglesia.
Por eso, hay que pedir a Dios que suscite vocaciones al matrimonio cristiano y que nos ayude a hacer posible esas vocaciones en nuestras comunidades cristianas. Que el Señor, Dueño de la mies, para que envíe obreros a su mies, llame a hombres y mujeres a crear verdaderas familias cristianas. Sin familias cristianas difícilmente habrá sacerdotes. Si queremos sacerdotes -y tenemos tanta necesidad de ellos- hemos de procurar, entre todos, que haya matrimonios hondamente cristianos.
Amar a la familia, estimarla, fortalecerla, crear un ambiente que favorezca su desarrollo, darle razones de confianza en sí misma y en la misión que Dios le ha confiado, es el mejor servicio que podemos hacer al seminario. Ayudar a las familias, ayudar a los padres, promover una pastoral familiar seria y generosa, propiciar una buena preparación para el matrimonio es algo inseparable de una pastoral vocacional.
Es necesario que las familias vuelvan a remontarse alto. Es necesario que sigan a Cristo. Con todo mi afecto, gratitud, apoyo y oración y mi bendición para todas las familias de nuestra diócesis, en las que surgen y crecen las vocaciones y tanto espera el Señor de ellas. Cordial y fraternalmente en Cristo Jesús.