Acabamos de celebrar con verdadero gozo la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Damos gracias a Dos, sin duda y en primer término por Jesucristo, sacerdote de cuyo sacerdocio participamos todo el pueblo de bautizados, y en particular nosotros. Damos gracias por ser sacerdotes. De manera especial damos gracias, nos unimos a nuestros hermanos que han cumplido o cumplen este año sus 25 o 50 años como sacerdotes ordenados. Damos gracias también por el nuevo documento sobre la formación sacerdotal de la Congregación el Clero, que lleva por título » El don de la vocación presbiteral». Sin duda que hay que dar gracias a Dios por este admirable y animante documento, que nos abre no pocos horizontes sobre las vocaciones al sacerdocio y su formación.
Quisiera que tuviésemos una memoria agradecida por quien tanto trabajó, ya en el Concilio, por la generalización de esta fiesta en toda la Iglesia, nuestro santo y queridísimo Arzobispo el Venerable Siervo de Dios, D. José María García Lahiguera, del que tantos de nosotros recibimos el don del sacerdocio ministerial por la imposición de sus manos y la unción de las nuestras con el santo Crisma. El fue un verdadero don de Dios a su Iglesia, particularmente a la Iglesia que peregrina en Valencia, la nuestra.
Nos unimos de manera muy especial a las hijas de D. José María, las MM. Oblatas de Cristo Sacerdote, de las que él fué cofundador y que son su mejor herencia.
Vivimos tiempos recios que nos apremian, y se avecinan tiempos no fáciles para nuestro ministerio. Dios nos llama, en esta situación, a ser sacerdotes santos identificados en todo con Jesucristo Sacerdote, del que nos ofrece su mejor retrato la Carta a los Hebreos escrita para alentar la esperanza y la vitalidad en tiempos diríamos de inclemencia, que llaman a proseguir el camino o la carrera que nos toca, sin retirarnos, y puesta nuestra mirada en Jesucristo, que, «renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre».
En la figura de D. José María los sacerdotes y los seminaristas escuchamos un poderosísimo llamamiento de parte de Dios a ser santos. Es cierto que toda la Iglesia lo recibe. Es cierto que la quinta parte de la Constitución Lumen Gentium recuerda la vocación común y universal a la santidad; pero también es cierto que nosotros, sacerdotes, somos especialmente llamados a la santidad.
El ministerio sacerdotal, que actualiza permanentemente el Sacrificio de Cristo, debería ser vivido con ese mismo espíritu de oblación, de entrega, de sacrificio personal. En definitiva con las mismas actitudes y sentimientos de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: «A imagen del Buen Pastor», con el que, en virtud de la imposición de las manos y la unción, somos, configurados sacramentalmente. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». «Amó a la Iglesia y se entregó por ella». «Los amó hasta el extremo».
Por eso no cabe una vida mediocre en el sacerdote. Nunca debería caber y menos en los momentos actuales en que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos y así dar razón de la esperanza que nos anima. «El sacerdote tiene que ser como Cristo. Tiene que ser santo». La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos.
El sacerdocio que tengo es el de Cristo, por mi participado, y ‘éste es santo’ Haga lo que yo haga, el sacerdocio que yo participo es siempre santo. No tengo más remedio; tengo que ser santo. Y una santidad que tiene que ser específica en mí: santidad sacerdotal. Santidad a ultranza. Santidad que evangeliza, evangelización que es santidad. Una y otra inseparables. Por eso, en estos tiempos tan duros, santidad sacerdotal más que nunca. No para hacer, sino para ser. Ser santo evangeliza, ser santo es vivir la misma vida de Cristo, primero y supremo evangelizador y evangelio. Esta es la configuración con Cristo en la que se sustenta la nueva «Ratio» de formación sacerdotal.
Como nos decía el santo Arzobispo que me ordenó sacerdote, el Siervo de Dios D. José María, García Lahiguera: «Hay que ser santos. Grandes santos. Pronto santos. Ser santos, porque Dios lo quiere». El día de mi ordenación sacerdotal, en mi pueblo, Sinarcas, me decía en su homilía: «Antonio, vas a ser ordenado para ser sacerdote santo; si no vas a ser santo, ¿para qué quieres ser sacerdote? aún estás a tiempo» -podéis imaginaros el estremecimiento mío ante estas palabras. Pero me añadía estas otras palabras» con la ayuda del Señor puedes llegar a ser santo». Traigo ahora el recuerdo de otras palabras suyas dirigidas a sacerdotes y seminaristas: «Los sacerdotes hemos de ser grandes santos porque así lo exige la dignidad sacerdotal y cristiana. y pronto santos, vosotros seminaristas, aspirantes al sacerdocio, porque debiendo serlo al ser sacerdotes, es poco el tiempo que os falta».»Si no soy santo, ¿para qué ser sacerdote? y si ya soy sacerdote, ¿por qué no soy santo?». «Ved vuestra vocación. Esta vocación os exige que seáis santos. Con menos no cumplís». Con menos no podemos contentarnos. Este es el futuro.
Sin la santidad sacerdotal, todo se viene abajo. «Todos llamados a la santidad. Dios nos conceda contagiarnos la alegría inmensa que Dios nos hace sentir cuando se vive una vida sacerdotal santa. La santidad es de todos y para todos. ¡Cómo deberíamos animarnos unos a otros a la santidad sacerdotal!». Y la verdad es que no deberíamos perder ocasión para este animarnos y estimularnos fraternalmente a esta santidad.
«Esta se ha de dar en la unión con Dios, en la intimidad de la amistad con Cristo. Vosotros sois mis amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». «Amistad con Jesús. Trato con Jesús. He aquí el resumen de todo. Amigos de Jesús. Pensar en Él. Hablar de Él. Amarle cumpliendo su voluntad hasta en el más mínimo detalle, respondiendo siempre con la gran palabra de Getsemaní: fiat, (hágase) a todo su querer». Así nuestra vida. y a partir de ahí nuestro ministerio sacerdotal: Consagrados a la santidad sacerdotal; apóstoles de la santidad, singularmente de la santidad sacerdotal, en unos momentos, además, en que apremia y urge la vocación universal a la santidad.