¡Cuántos poetas y pintores, teólogos y escritores han cantado las grandezas de María Inmaculada! En el siglo de oro español muchos de sus artistas supieron captar la realidad del hecho más importante de la historia, la victoria sobre el mal. En la Santísima Virgen María descubren cómo la creación entera exulta de gozo, pues Ella, como dice Lope de Vega, “da muerte al que nos quita la vida”. Por otra parte, también el pueblo ha sabido captar las glorias de María e, incluso, antes de proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, hombres y mujeres del pueblo así lo reconocían y vivían. Tenemos el ejemplo vivo en nuestra Archidiócesis de Valencia de cómo el pueblo captó esta realidad y la ha sabido mantener a través de los tiempos. El ejemplo de Ontinyent y la fuerza que ha tenido el dogma de la Inmaculada Concepción es evidente. Esta realidad ha configurado su historia, sus costumbres, sus ideales más altos. Todos nosotros hemos sido partícipes en la celebración del Año Mariano en Ontinyent, que concluye ahora, de cómo todos sus habitantes nos han contagiado la gloria de esa nueva imagen de humanidad que se manifiesta en María Inmaculada.
Dogma de fe desde 1854
El 8 de diciembre de 1854 el Papa Pío IX proclamaba solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción, cuyo contenido estricto quedó sancionado con la bula Ineffabilis Deus. Con palabras muy precisas, entre otras cosas, se dice: “…declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y por consiguiente, que debe ser creída, firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”. Con esta líneas os invito a todos a vivir la alegría que nace del cariño inmenso de Dios a los hombres y que la encontramos ya en la Virgen María. Son muy conocidas las palabras del Concilio Vaticano II: “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación… Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros en todo semejante a nosotros excepto en el pecado” (GS 22).
Y es que el Salvador del género humano debía recoger a todos los hombres. Y así como Adán fue hecho con esa tierra escogida, inmaculada y virgen sin lluvia del cielo, así el nuevo Adán debía nacer de una tierra inmaculada y virgen, sin lluvia de varón, para posibilitar el inicio de la nueva creación. La Virgen María refleja la perfección del plan de Dios, vincula a Cristo con el primer capítulo del Génesis. No habrá hombre nuevo sin tierra nueva. No habrá un cielo sin suelo. ¡Qué bien viene aquí recordar aquellas palabras que Fray Luis de León dirige a María: “a Dios de Dios bajáis del cielo al suelo, del hombre alzáis del suelo al cielo” (L. Mª Herrán, Mariología poética española, Madrid 1988, p. 151). Es impresionante contemplar la bendición que la Virgen María oyó por dos veces: “bendita tú entre las mujeres”. Así se lo dijeron el ángel en la Anunciación y su prima Isabel en la Visitación. La Inmaculada Concepción nos recuerda cómo la primera mujer es causa de muerte para los que vivían y cómo la segunda, María, es causa de salud para los mortales. Cuando meditas lo que los poetas han cantado, lo que los pintores han captado y lo que los teólogos nos han mostrado, siente uno algo muy especial al pensar en María: Ella es la materia santa de donde Cristo recibe la carne. El seno de María se puede decir, como lo hacen gran parte de los Santos Padres, que se convierte en testigo del abrazo y el beso entre Dios y el hombre. Según el salmo, “la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto” (Sal 84, 12-13).
Máxima belleza
Siempre me han impresionado las palabras de la Virgen María a Bernardette: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. ¡Cómo desvela María la gracia extraordinaria que Ella recibió de Dios! La gracia de ser concebida sin pecado. María es la mujer de nuestra tierra que se entregó por completo a Dios y recibió de Él el privilegio de dar la vida humana a su eterno Hijo. Recordemos aquellas palabras con las que María da respuesta a Dios a través del ángel: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Así aparece María como la expresión máxima de la belleza y de la hermosura transfigurada, la imagen de la nueva humanidad. Se nos presenta en esta historia como la criatura que vive en una dependencia total y absoluta de Dios, en la que manifiesta lo que es la libertad plena que tiene sus cimientos en el reconocimiento de la genuina dignidad que Dios le ha dado y nos desvela a nosotros nuestra propia dignidad, la que podemos alcanzar en Cristo. Ella nos muestra cómo ponerse en manos de Dios es encontrar el camino de la libertad verdadera, ya que solamente volviéndose hacia Dios el ser humano llega a ser él mismo.
En manos de Dios encuentra su verdadera vocación, creada a su imagen y semejanza. Precisamente aquí está el drama del hombre hoy, cuando margina a Dios de su vida y vive desde sí mismo, no se encuentra, vive aturdido, sin sentido, en la desesperanza. Y es que sólo en manos de Dios encuentra su vocación verdadera, su imagen real.
La Inmaculada Concepción es el reflejo de la Belleza que salva al mundo: nada más ni nada menos que la belleza de Dios que resplandece en el rostro de Cristo, a quien Ella ha llevado en su vientre, y lo entrega en la historia para que los hombres contemplen su Gloria y su Belleza. El fundamento bíblico del dogma de la Inmaculada Concepción se encuentra en las palabras que le dirigió el ángel en Nazaret: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). ¡Qué fuerza tienen estas palabras! “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María. Es un nombre que le dio Dios mismo para indicar que Ella, desde siempre y para siempre, es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, “el amor encarnado de Dios”, Jesucristo.
Con la Inmaculada Concepción descubrimos cómo el proyecto de Dios no ha fracasado. En la oscuridad de la historia, podemos decir de María lo que dice el salmo: “La tierra ha dado su fruto” (Sal 67, 1). María es el sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza. Ella se convierte en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo desde el momento que dice “sí” a Dios.
Es templo vivo de Dios. ¿Qué nos puede decir María Inmaculada hoy a nosotros? Ella vivía sumergida en la Palabra de Dios y por eso hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios, recibía la sabiduría de Dios. Con su vida nos recuerda, para que nunca lo olvidemos, que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Nos manifiesta siempre que no tengamos miedo, nos propone con fuerza que hemos de vivir así: “haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5). Ella nos invita a vivir abiertos a la acción de Dios, a decirle siempre “sí” y a mirar a los demás como Él mismo mira: con misericordia, amor y ternura infinita.