Uno está acostumbrado a ir buscando por ahí, rastreando aquí y allá, seguir atento lo que sucede aunque no se publique en los medios de comunicación social pero que es, sin embargo, real, de gran relieve, alcance o con una repercusión social notable. En este sentido, días atrás, buscando y rastreando, me he encontrado con una carta del Sr. Ministro de Cultura y Secretario de Laicidad del PSOE dirigida a las ejecutivas provinciales del Partido Socialista con este título, ¡nada menos!, “La laicidad, religión de la libertad!”. ¡Vaya patinazo el del Sr. Ministro!, porque sencillamente la laicidad no es una religión, no se pueden confundir, pues la religión es otra cosa; se trata de dos realidades distintas y diferentes, no son identificables, aunque en la cabeza y en la carta del Sr. Ministro así aparezcan: “Laicidad=Religión”, ¿qué más da, verdad?; la laicidad, para él, es un absoluto, Dios no existe o no cuenta ni debe contar para los asuntos públicos ni para la vida del hombre, la verdad no existe, la dictadura del relativismo se impone, solo vale la laicidad de las cosas, de los asuntos públicos o los humanos con repercusión social; a partir de ahí, en esa soledad del hombre, la libertad omnímoda es una sensación y necesidad inmediata de esta idea de “religión” del Ministro; lo menos que se le puede exigir a un Sr. Ministro de Cultura es que use palabras correctas, con precisión en el lenguaje, para no confundir al personal, ni siquiera a los de su Partido. El débil escrito del Ministro tiene, por lo demás, mucha intención, pues está cargado de ideología, revela bastantes cosas de las que no puedo callar, y nos da claves para entender actuaciones y proyectos gubernativos, aprobados o en curso. Este escrito, señalemos de entrada, por lo demás, es una glosa o comentario ampliado de otro escrito del Sr. Presidente del Gobierno de hace unos años titulado “Somos socialistas. Por una nueva socialdemocracia” en el que se puede leer en el apartado sobre “retos”, un párrafo o unas líneas dedicadas precisamente a impulsar el Estado o la sociedad laica.

En los momentos actuales de la historia es necesario tener claro el significado y la importancia de la laicidad como legítima autonomía de las cosas de este mundo e insistir, al tiempo, en el ámbito político y el religioso tanto en la libertad religiosa de los ciudadanos, como en la responsabilidad del Estado, hacia ellos y adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad. La laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe, incluso es un fruto de la fe, puesto que la fe cristiana, desde sus comienzos es una religión universal, no identificable con un Estado, y la afirmación del hombre creado por Dios, autónomo, pero no independiente de Él. Para la fe cristiana ha sido y es claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la vida humana. La política, el Estado no es una religión, sino una realidad autónoma con una misión específica. La fe cristiana, en su libertad, en su belleza, en su esperanza y en su alegría, puede ser vivida perfectamente en un Estado laico, no confesional; el Estado debe ser laico precisamente por respeto a la religión en su autenticidad, que sólo se puede vivir libremente. Concretamente la Iglesia católica no sólo reconoce y respeta la distinción y autonomía entre religión-fe y laicidad, sino que es consciente, muy consciente de que es propio de la fe cristiana la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (Cf. Mt 22,21), es decir, entre Estado e Iglesia. Incluso la afirmación de Jesús en el Evangelio, quiere decir yendo más al fondo de la cuestión, y según este texto, que “después de Cristo ya no es posible idolatrar la sociedad como un ser colectivo que devora la persona humana y su destino irreductible. La sociedad, el Estado, el poder político, pertenece a un orden que es cambiante y siempre susceptible de perfección en este mundo. Las estructuras que las sociedades establecen para sí mismas no tienen nunca un valor definitivo. En concreto no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre ni su búsqueda y el absoluto. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin el sometimiento a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma trascendente de lo verdadero y lo bueno. Afirmar que la conducción de “lo que es de Dios” pertenece a la comunidad religiosa y no al Estado, significa establecer un saludable límite al poder de los hombres. Y este límite es el terreno de la conciencia, de las últimas cosas, del definitivo significado de la existencia, de la apertura al absoluto, de la tensión que lleva a la perfección nunca alcanzada, que estimula el esfuerzo e inspira las elecciones justas. Todas la corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberían considerar a qué negras perspectivas podría conducir la exclusión de Dios –ahí queda la historia- como último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos del poder ejercidos por el hombre sobre el hombre” (San Juan Pablo II, A los Parlamentarios Europeos). La laicidad y el programa político al que sustenta la laicidad que se propugna no lleva a la libertad, sino a la esclavitud. El nuevo Orden mundial sustentado por poderosos no lleva al orden de la paz sino al dominio del poder. ¿Es eso lo que se quiere o queremos? No creo que estén por ahí muchos, pero muchos, votantes del PSOE, e incluso de otros partidos que piensan sobre la laicidad de manera semejante. Laicidad positiva, sí; laicidad como pensamiento único como ese documento, no, porque somos personas libres encaminadas al bien común, sobre la base de la verdad que nos hace libres y libera: la de la fe.

El principio de laicidad para una democracia libre, o la laicidad misma, la laicidad positiva, es en sí misma legítima, si se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones. Pero distinción no quiere decir ignorancia; la laicidad no es religión como tampoco es laicismo. No es otra cosa que el respeto de todas las creencias por parte del Estado, que asegura o garantiza el libre ejercicio de las actividades públicas de culto, espirituales, culturales, caritativas y sociales de las comunidades de los creyentes. La sana laicidad no asfixia, la laicidad que se impulsa en dicha carta, sin embargo, ahoga y asfixia, no libera: ahí están sus hechos. “Conclusión: la laicidad no es una religión y menos aún la de la libertad, aunque parece que eso es lo que quisiera el Sr. Ministro de Cultura”.