Escuchamos la palabra de Dios como una verdadera luz que ilumina nuestra existencia, nuestro mundo, la historia de nuestros días. En esta historia de nuestros días, hoy traemos la realidad de inmigrantes y refugiados y de los afectados de manera muy grave por la situación creada y derivada de la pandemia del Covid-19, como son los empresarios y trabajadores del sector turístico que nos acompañan en esta Eucaristía. El pasado domingo celebramos el día de Emigrantes y Refugiados y el día Internacional del Turismo. Los cristianos celebramos esta coincidencia de ambas realidades, a nuestra manera. Es decir las celebraciones viniendo de la Iglesia, la Iglesia Catedral, mostrando esa Iglesia y su fe que se siente unida y solidaria con las dificultades grandes de estos momentos en el mundo de la emigración y de los refugiados y en la crisis tremenda y dramática del sector turístico, particularmente en España y que anima a unos y a otros a que se abran a la esperanza en Dios Salvador, Dios de misericordia y compasivo y que nos ama, porque vela por todos y está cercano a todos, está muy cerca de los que sufren, decaídos y humillados lo invocan, porque Dios los ama, y los ama aún más cuando todo parece oscurecerse y derrumbarse, como leemos en la Palabra que hemos escuchado.


En la carta de san Pablo a los Filipenses escuchamos algo que siempre debemos recordar y tener muy presente en nuestras vidas, pero que seguramente tiene una connotación especial en estos momentos, entre nosotros, por encima de otras cosas, envueltos como vivimos en divisiones, tensiones, propensos a rupturas, enclaustramientos e intereses propios, carencia de misericordia, y de humildad para reconocer a los otros que sufren y nos necesitan.


Vivimos tiempos de una gran dispersión de pareceres y posiciones, que ya no es el legítimo pluralismo y la expresión de la pluriformidad y de la riqueza complementaria de la realidad, sino contraposición entre ellas: si uno mira, por ejemplo, la situación de tantas familias deshechas y divididas, o si nos asomamos a la situación social española tan tensionada y dividida peligrosamente, que mantienen ciertos dirigentes en la discordia, frente a la concordia y unidad alcanzada, sumida empero en un guirigay de gran riesgo para su futuro, o si se mira a los medios de comunicación social que, a veces, sobre los mismos hechos y realidades se dicen cosas que son distintas; o cuando se oye determinados pronunciamientos sobre lo que pasa parecen que estén hablando de realidades que tienen poco que ver entre sí. Todo esto refleja enfrentamiento, desconcierto y genera división. ¡Cuántas disensiones y tensiones innumerables hoy en día, hasta parecer que lo normal y hasta bueno es el disenso y el enfrentamiento! Vivimos, además, inmersos en medio de un relativismo rampante y de fragmentación de la sociedad, de desintegración en la familia, de corrientes de opinión no sólo diferentes sino contrapuestas y enfrentadas, unos contra otros y otros contra unos, una especie de disgregación en medio, sin embargo, de una globalización teledirigida más de lo que parece por poderes ocultos y encaminada a un pensamiento y sentimiento único. Lo que pueden ser soluciones o respuestas verdaderas, por ejemplo ante el final de la vida, la eutanasia, el suicidio asistido o los cuidados paliativos, se rechazan con frecuencia de antemano porque no son las mías o las de mi parte, basta que venga de la otra parte para situarnos críticamente o con recelo, cuando, sin embargo, es tan necesaria la concordia y la unidad ante cuestiones muy graves que en estos momentos afectan a todos y a nuestro futuro.


En la misma Iglesia tampoco somos ajenos a esta especie de carcoma de la disgregación, no somos ajenos a la falta de unidad ante cuestiones importantes, hasta podemos dar la impresión, en ocasiones, que estamos ante iglesias distintas. ¡Qué contraste con aquellas primeras comunidades de las que se dice en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que tenían un sólo corazón y una sola alma o que permanecían unánimes en la enseñanza de los Apóstoles, en la oración, en la fracción del Pan y todo lo tenían en común!. La aportación propia y única del cristianismo a la historia de la humanidad, desde los comienzos, ha sido la unidad y la universalidad, la proclamación de una sola Palabra y confesión de una misma fe que se encarna en pluralidad de situaciones y culturas; la fe en Jesucristo ha conducido a la unidad de los pueblos y de las gentes: por ejemplo, en la familia, en nuestra nación, en Europa. Es propio de la fe cristiana la concordia, el sentir unánime, la superación de los fragmentos enfrentados, la superación de pueblos en un solo pueblo: “Ya no hay hombre ni mujer, judío o gentil, todos somos uno en Cristo Jesús”, dirá san Pablo. Dios nos llama a todos a cumplir su voluntad y así nos lo dice en el evangelio: dos hijos cuyo Padre los manda a trabajar en su viña, cumple su voluntad el hijo, que primero dice NO y después va. Pero sobre todo, un hijo, que no nombra este evangelio, pero que le dice al Padre SI y va, este Hijo es Jesús enviado por el Padre que le dice “Me has dado un Cuerpo y aquí estoy para hacer tu voluntad; en todo ha cumplido la voluntad del Padre, obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz, aprendió sufriendo a obedecer haciéndose humilde a eso nos convoca la palabra de Dios, a tener los mismos sentimientos de Jesús, el mismo Jesús nos dice “Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón”.


Por eso son tan actuales las palabras de San Pablo a los Filipenses que hoy hemos escuchado. Dice san Pablo: “Manteneos unánimes y concordes, con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por envidia o por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”. Cuando esto sucede, cuando se asumen estas posturas, se superan todas las disensiones; mejor, no llegan a ocurrir; y si acontecen, porque somos frágiles y pecadores y todo es posible, y, por el contrario, se sigue la conducta que señala san Pablo entonces vuelve la unidad. Por encima de todo, la unidad, la misericordia entrañable, el amor que es vínculo de paz y de concordia y conduce a la cooperación y a no caminar en direcciones opuestas ni a tirar en orientaciones contrarias de la misma cosa -en este caso la familia, o la comunidad- hasta que ésta se descoyunta y desgarra. El proceder nuestro es el de la caridad, la concordia, el mismo amor, y el mismo sentir. ¡Como tenemos que aprender todo esto ante la situación de los migrantes y rfugiados, o ante la situación de los empresarios y trabajadores del sector turístico, tan afectados por la crisis derivada de la pandemia y de gestiones erróneas o inadecuadas ante ella. Todo puede ser distinto y nuevo, si tenemos los mismos sentimientos de Cristo, si vamos a El, si aprendemos de El, a ser discípulos suyos y le seguimos en el amor, en la entrega a los otros, que abre a la esperanza. Como os decía en mi carta a empresarios y trabajadores del sector turismo y lo mismo podría decir a los emigrantes y refugiados: El Señor, como se nos ha revela en Jesucristo, en esos sentimientos suyos, dejándose de sí mismo está al lado de los que sufren y se quiebran de sus esperanzas, alegrías y dolores, y nos da ánimos y ayuda a encontrar soluciones justas que nos conduzcan a salir del hoyo.


Este proceder es algo más y más hondo que solo conducta moral. Es una manera de ser y de sentir, de vivir y de pensar. Por eso añade San Pablo a continuación ese himno maravilloso de la carta a los Filipenses que hemos proclamado. San Pablo nos pone ante la persona de Cristo, ante lo que es Él, “Hijo de Dios venido en carne”, y nos dice sencillamente, al mismo tiempo, lo que es ser cristiano, en qué consiste la verdad del hombre. Así nos dice en el fragmento leído de la carta a los Filipenses: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, se anonadó, … se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz” (Cf Flp 2, 5, ss). Jesús, como Hijo cumplió la voluntad del Padre en todo, y así nos amó hasta el extremo entregándose y dando la vida en la cruz por todos. Ahí vemos el rostro de Dios, la verdad del hombre, la plenitud de la salvación y del amor misericordioso de Dios, junto a la máxima cumbre de lo humano; el autorretrato de Jesús que él mismo nos dejó en las bienaventuranzas, donde tenemos la plenitud de la felicidad del hombre, alcanza su máxima nitidez en el acontecimiento de la Cruz; en la imagen única de Dios que es Jesucristo, y Éste crucificado, se manifiesta plenamente al hombre su grandeza, su vocación, su identidad: “He aquí al hombre”. Ahí está Dios, Dios es así como se nos revela en Jesús. Y Dios no ha muerto. Tengo que proclamarlo ante el mensaje nefasto de Nietzsche, y tan gravísimas consecuencias para la humanidad y la derrota y ruina del hombre o el de Manuel Molins y Francisco Azorín en su obra teatral, que financiada lamentablemente por organismos oficiales de valencianos, en clara violación del derecho inalienable de libertad religiosa va a ser representada en un teatro de Valencia.


Hay que decirlo con toda claridad y afirmarlo con todo gozo, verdad, amor y libertad, con toda esperanza que en Jesucristo y por El hallaremos luces en la situación que nos encontramos, sobre todo en el ámbito de los migrantes y refugiados y en el de los empresarios y trabajadores del sector turístico, que tantos beneficios han reportado a España y seguirán aportando con toda certeza.


“Tener los mismos sentimientos de Cristo” y ser el hombre que refleja el himno de Filipenses, para cumplir hoy siempre la voluntad de Dios, es algo fundamental y básico, imprescindible en nuestro ser cristiano y para nuestro mundo y las relaciones humanas. Ser cristiano, decíamos en el viejo Catecismo, es ser “discípulos de Cristo”, seguir a Jesucristo, vivir en comunión con Él, tener sus mismos sentimientos, pensar como Él, actuar como Él, vivir sus costumbres y sus mismas actitudes y mentalidad. Para el cristiano, su vida es Cristo; como diría san Pablo, no es el quien vive sino que es Cristo quien vive en Él. Es una nueva criatura, es hombre nuevo con la novedad de la humanidad nueva de Cristo, la que hace posible el Espíritu por el nuevo nacimiento del “agua y del Espíritu”. Por la gracia del Espíritu y por nuestra propia responsabilidad, personal e intransferible, como se lee hoy en la primera lectura del Profeta Ezequiel, nuestra vocación y nuestra identidad, lo que nos caracteriza como cristianos, es identificarnos con Cristo, vivir una vida marcada y configurada por ese “identificarse” con Cristo: “Es Cristo quien vive en mí”.


De otro modo es lo que también nos dice el Evangelio. Notad que habla de cumplir la voluntad de Dios, reflejado en el padre de la parábola del Evangelio. Cristo es el que cumple enteramente la voluntad del Padre: la acoge, la hace suya y la lleva a cabo; su sí al querer de Dios, es sí con toda su persona y lo pone en práctica. Cuando Jesús vino al mundo, obedecía a la orden del Padre: “Hijo, ve hoy a trabajar a la Viña”. “Obediente hasta la muerte y una muerte en cruz”, dice el texto de Filipenses. Esa es la verdad del hombre.


El querer de Dios, su voluntad es la salvación de todos, que su amor y su misericordia se extienda a todos: Dios es padre, nos llama hijos, porque lo somos por su infinita bondad. Quiere que todos tengamos la dicha de ser y sentirnos hijos de un mismo Padre. Y para ello cuenta con nosotros. Los mandó, nos manda a cada uno, a trabajar en su viña. Dice hoy; sin refugiarse en la evasión de un mañana menos incómodo; nos urge y apremia. Dice trabajar en su viña, o lo que es lo mismo, promover la salvación de los hermanos. Conducir a la unidad, por los caminos de la concordia. Construir Verdad y Paz, Justicia con Misericordia. Evangelizar. Es un honor el que Dios nos concede “hoy” y cada día: de llamarnos a trabajar por su Reino. Esto habría de suscitar un sentimiento de gozo y de alegría, de verdadero agradecimiento al Padre Dios. Jesucristo es la única riqueza y Palabra que tiene la Iglesia, con la certeza de que no silenciará, ni la callará ni la dejara ‘morir, en ella se asienta en santidad y amor y no podrán contra ella los poderes infernales. Dios vive, y su Hijo Jesucristo vencedor de la muerte en quien está la vida y la libertad que nos hace libres y da calor y esperanza para vivir como nos muestra la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ‘Bonus Samaritanus’, tan magnífica, tan consoladora, tan entrañable, lucida y saludable sobre la etapa final de la vida y los cuidados que hay que tener ante los enfermos terminales o de otras situaciones ante la vida. ¡Qué contraste! Con el proyecto de Ley, injusta, inicua, sobre eutanasia y el suicidio asistido que se debate en Comisión en el Parlamento Español. ¡Cuánto tienen que aprender nuestros dirigentes políticos nacionales porque, lo digo una vez más, han perdido la cabeza y no saben lo que hacen! Hermanos, “hacer la voluntad de Dios”. De eso se trata; tener los mismos sentimientos de Cristo, Hijo obediente.