«Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo!». ¡Alegría, para todos, Cristo ha vencido a la muerte! ¡Es verdad, ha resucitado, vive está en medio de nosotros, hasta el fin de los siglos! El Padre ha respondido a la obediencia del Hijo, resucitándolo, vencedor, de entre los muertos. En el silencio de la cruz y del sepulcro, Dios ha pronunciado su palabra más plena y elocuente. En la cruz nos lo ha dicho todo. Y en la resurrección todo ha quedado iluminado y transfigurado. Y también en el silencio, en el silencio de la noche, en el silencio de Dios, aconteció la resurrección de Jesús, tal y como lo había dicho: “al tercer día, según las Escrituras»: Así, la Iglesia cantaba Jubilosa en la Vigilia Pascual del sábado: «¡Qué noche tan dichosa ¡. Sólo la noche conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos». Sólo Dios fue su testigo. Nadie más que Dios fue espectador de este acontecimiento que cambió súbitamente la decepción y la desesperanza de los discípulos, los cuales, dispersos, congregados de nuevo a causa de este acontecimiento, testimoniaron por todas partes hasta el día de hoy con un dinamismo incontenible: «DIOS RESUCITÓ A JESÚS. CRISTO HA RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS. CON SU MUERTE VENCIÓ A LA-«, MUERTE Y A LOS MUERTOS HA DADO LA VIDA».
Este es el núcleo de nuestra fe. La resurrección es el acontecimiento culminante en que se funda la fe cristiana, la base última que la Iglesia tiene para creer, el fundamento para su esperanza. La fe cristiana es la fe en la persona de Jesús; y esa fe depende del acontecimiento del Hijo de Dios «venido en carne» y de su resurrección de entre los muertos: «Si Cristo no resucitó, leemos en san Pablo, vana es nuestra predicación; vana es también nuestra fe» (l Cor 15,14).
Esta es nuestra sobrehumana certeza, la fausta noticia, el anuncio feliz que atraviesa y renueva la historia del mundo. El testimonio apostólico, desde el Evangelio mismo, es bien claro y patente: Jesús, el Crucificado y Sepultado por orden de las autoridades romanas de Jerusalén, volvió a la vida en toda la integridad de su condición humana al tercer día después de muerto, el domingo, el primer día de la semana judía. Volvió a una vida real, verdadera, con una dimensión histórica indudable; es más, volvió con alma y cuerpo a una vida mucho más real y verdadera que la sometida a las condiciones de la existencia humana en este mundo, a las circunstancias de lugar y tiempo. Volvió sencillamente a la Vida – la de Dios- : Padre, Hijo y Espíritu Santo. Retornó al Padre; pero llevando consigo su humanidad, que es la nuestra.
El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que ha dejado huellas inequívocas en la historia humana: afecta a nuestra historia y cambia su sentido. Dios conserva su poder sobre la historia. No ha entregado la historia de los hombres a las fuerzas ciegas y a las leyes inexorables de la naturaleza. La ley universal de la muerte no es, aunque parezca lo contrario, el supremo poder sobre la tierra. La muerte ha sido vencida, no ha sido un revivir, un nuevo volver a la vida; ha sido la victoria sobre la muerte. Cristo vive, Vive y actúa para siempre jamás.
La resurrección de Jesús es obra inmediata de solo Dios, centro de la creación y de la historia. Así, la fe en la resurrección resume lo más fundamental de la fe en Dios: El es el que ha resucitado a su Hij o de entre los muertos En la resurrección Dios Padre, de una vez por todas, nos ha manifestado que El es Amor y Señor de la vida, Dios de vivos y ro de muertos. El es la vida misma que agracia con su vida a los hombres y la felicidad creadora de quienes podemos fiarnos incondicionalmente en cualquier situación sin salida. Al resucitar a Jesús, Dios, el Padre, rehabilitó a su Hijo acreditando que el que había sido crucificado por rebelde y blasfemo: no era justo y veraz. Dios, el Padre, aprobó así para siempre el mensaje e y la obra liberadora de su Hijo De este modo, la resurrección manifiesta la divinidad de Jesús, es cumplimiento y culminación, según el designio de Dios, de la Encarnación del Hijo de Dios.
Con la resurrección comienza la nueva y definitiva creación. Así como en la primera creación, Dios llama a las cosas que no son para que sean, así en la nueva creación llama a los muertos a la vida (Cf Rm 4,7_). Al resucitar a Jesús, Dios, el Padre, protege y defiende la obra de sus manos, especialmente al hombre, su criatura predilecta y afirma su vida frente a la muerte. Así, Jesús es el fundamento, el vigor, el origen, la norma y la meta del nuevo mundo. En la resurrección de Jesús se da el máximo acontecimiento de la salvación; en ella y por ella se nos da acceso a una vida renueva, surge una humanidad nueva con hombres y mujeres nuevos, se nos abre la posibilidad de vivir como hijos de Dios, hermanos de todos los hombres, sin exclusión de nadie.
La resurrección de Jesús nos da la certeza de que existe Dios, y de que es el Dios de los hombres, el Padre de Jesucristo, nuestro hermano. La resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación definitiva, la respuesta triunfadora a la pregunta sobre quien reina realmente: la vida o la muerte. El verdadero mensaje de la Pascua es: DlOS existe. Y el que comienza a intuye qué significa esto, sabe que significa ser salvado, sabe por qué la Iglesia el día de Pascua canta al término de sus oraciones un Aleluya casi infinito, ese júbilo que no encuentra palabras, que es demasiado grande para ser articulado en palabras del lenguaje cotidiano, ya que abarca nuestra vida entera, tanto lo que podemos decir, como lo que es inefable.
Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestro gozo y nuestra alegría. Es nuestra alegría y nuestra esperanza: la alegría y la esperanza para todos y cada uno de los hombres, crean o no crean en Él. Hay un futuro para el hombre; nada hay inexorable e irremediable; todo puede ser reemprendido, renovado, todo puede ser salvado, todo puede ser nuevo con una novedad inédita y luminosa, todo puede ser perdonado y vivificado, rehecho y reconstruido; el ansia de infinitud, de vida plena tiene ya un respuesta. En Cristo resucitado la luz ha triunfado sobre la oscuridad, la verdad sobre la mentira y el amor sobre el odio. Es en Cristo donde está la victoria… y Él mismo nos llama a que, con Él y desde Él, también en nosotros se mantenga esa victoria: «¡Aleluya, hermanos, si hoy nos queremos, es que resucitó!»: Así canta una canción de un testigo de hoy de la resurrección que por todo el mundo va sembrando de comunidades que dan testimonio de la resurrección por su amor y su fe.
Pascua de Resurrección: todo queda iluminado, todo queda salvado. Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminar ía con el Viernes santo. Jesús se habría corrompido; sería solo alguien que fue «una vez», del pasado, no actual ni viva. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, que no quiere o no puede entrar en este mundo nuestro, en nuestra vida y en nuestra muerte. Todo ello querría decir que el amor es inútil y vano, una promesa vacía y fútil; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que los poderosos y los injustos tienen razón, y no los pobres, los sencillos, los desvalidos, los débiles y los sin voz; que solo cuenta el momento y la fuerza; que tienen razón los pícaros, los astutos, los «listos o listillos», los que no tienen conciencia. Muchos hombres y no sólo los malvados y «retorcidos», querrían efectivamente que no hubiese tribunal alguno, y menos un Tribunal Supremo y último, universal, definitivo, pues confunden la justicia con el cálculo mezquino o lo que interesa a los propios intereses, el pecado con la virtud, y se apoyan más en la fuerza que en la razón, en el miedo que en el amor confiado. Así se explica el apasionado empeño por hacer desaparecer el domingo de Pascua y detenerse en el sábado Santo, día del «silencio de Dios». De una huida semejante huida hacia atrás, no nace, sin embargo, la salvación, el futuro, la luz, la paz, sino la triste «alegría» de quienes consideran peligrosa la justicia de Dios y desean, justamente por ello, que no exista, o estiman mito y fábula a la esperanza de resurrección nuestra tras la muerte para encerrarse en un aquí y ahora que nos aprisiona y mata, en una cultura de muerte.
Por todo esto, y mucho más de alegría y esperanza, elevo mi oración a Cristo de la esperanza y el amor, de la vida y de la luz, de la paz y de la libertad, que nos llena de una dignidad inimaginable: «Señor Jesús que has resucitado y vives triunfante de la muerte y de cuanto signifique muerte: A Ti te buscamos, a Ti te necesitamos. Sin Ti nada podemos hacer. Sin Ti no hay luz, no hay salvación ni resurrección, todo se acaba. Tú eres nuestro único Redentor, la Piedra angular que desecharon los hombres constructores de nuestro mundo. Tú eres el único que nos señalas la meta y abres y recorres su camino, el camino que nos conduce a ella. Ayúdanos. Queremos seguir tu camino y alcanzarte con nuestras manos y vencer tantos enemigos que nos acosan, acompañados y llevados de la mano de tu Madre y nuestra Madre bendita, Virgen Dolorosa, Madre de las Angustias, Virgen de la Soledad, Madre de la Esperanza, Madre de los Desamparados, Madre de la Iglesia, tu Iglesia. Para cantar con voces unísonas y melodiosas el cántico nuevo, el Aleluya que no se acabe nunca, en la Pascua de Resurrección. ¡Feliz Pascua a todos!