Cuando estamos celebrando la Resurrección de Jesucristo y próxima la fiesta de San Vicente Ferrer que, con tanta fuerza y pasión, predicó de Nuestro Señor Jesucristo en épocas nada fáciles, es bueno que nosotros también acojamos en nuestra vida la misma pregunta y la misma afirmación que acogieron en su corazón las mujeres cuando llegaron al sepulcro donde habían enterrado al Señor: “¿por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” (cf. Lc 24, 1-8).
Estoy seguro que estas palabras del Señor fueron claves en la predicación de San Vicente Ferrer, pues siempre han sido especialmente iluminadoras para todas las épocas de la historia. Y es que el ser humano continuamente tiene empeño en quedarse en sí mismo, a pesar de que ahí no encuentra más que sus propios egoísmos e intereses personales y unos horizontes raquíticos porque no va más allá de sí mismo. Por el contrario, cuando sale de sí y se deja encontrar por quien ha resucitado, por Jesucristo, todo lo ve de una manera nueva, se encuentra con una novedad absoluta, ve todo desde la perspectiva de quien nos ha sacado del sepulcro, del vacío, del sin sentido, del estar sin metas, de no tener caminos, para llevarnos a ver todo desde la eternidad de Dios, desde su amor y misericordia. ¡Qué bien viene recordar unas palabras de San Agustín!: “Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva (…) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras” (Sermón 9, 3).
Sobre el amor de Cristo
En esta Pascua os invito a meditar sobre el amor de Cristo. ¡Qué bueno es observar cómo los primeros cristianos, que eran todos judíos, se adhirieron a Jesús confesándolo como Mesías porque que en Él vieron cumplida la esperanza y todas las expectativas de la alianza de Dios con su pueblo! Cuando leemos y meditamos todos los himnos del Evangelio de San Lucas en sus inicios –Magníficat, Benedictus, Nunc dimitis…–  celebramos al Dios que, en Jesús, se ha acreditado como Dios fiel que visita a su pueblo y le ofrece la redención, la libertad, el conocimiento de la salvación, el perdón, la misericordia entrañable. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” En Jesucristo se nos ha mostrado a un Dios misericordioso que revela, de una forma extrema, que es Dios de perdón, de amor y de paz. En Jesucristo hay palabras que alcanzan su expresividad máxima, de tal manera que solamente en Él sabemos lo que es la persona, lo que es el amor, lo que es el rechazo del amor, es decir, el pecado. En Jesucristo hay unas palabras claves que se llenan de contenido desde la Resurrección: Dios, amor, persona, salvación, liberación. ¡Qué fuerza tiene en nuestra vida el contemplar en San Pablo dos realidades de sentido contrario: la debilidad del hombre y la gloria de Dios, es decir, los pecados nuestros y el amor suyo!
La respuesta está en San Juan
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Esta pregunta tiene una respuesta en san Juan que da el salto al límite, pues nos dice que Dios no es sólo Dios del amor, sino que Dios es amor. Y esta afirmación es testimonio vivo y experimentado, y es confesión de fe. Conocemos la naturaleza de Dios por la manera en que se ha atestiguado en la historia, porque ha probado su amor con nosotros,  pecadores, y hemos suscitado misericordia. ¡Qué maravilla! La debilidad, la alienación, la injusticia y el desamor, no tienen la iniciativa. Solamente la tiene Dios que, ante estas realidades, ha mostrado su misericordia llena de amor, que extrae del mal un bien. Quizá, quien mejor ha formulado esta realidad ha sido San Agustín, cuando habla de la diferencia entre el hombre que actúa movido por temor, por el pecado y el Dios que se nos ha mostrado en Cristo, dándose en absoluta humildad por amor (cf. San Agustín, De catechizandis rudibus 4, 8 -Obras. BAC XXXIX, 460-). Cuando estos días he sentido de forma intensa esa pregunta, “¿por qué buscáis entre los muertos al que vive?”, he sentido de una manera especial cómo a la soberbia del hombre, que muy a menudo se cree que se basta a sí mismo y no necesita de Dios ni de nadie, que vive en la envidia y en la vaciedad, Dios ha respondido haciéndose hombre, pasando por esta tierra, entregando misericordia. ¡Qué importante es este grito de Pascua: Cristo ha Resucitado!
¡Resucitemos con Él! La Belleza, la Verdad, la Justicia, han iniciado el camino hacia la pobreza, el pecado, la miseria, la injusticia. Cristo, que es revelación de la Belleza, de la Verdad, de la Vida, de la Justicia, del Camino, nos regala las entrañas desde las que somos en verdad. ¿Cómo no anunciar esto a los hombres?
¡Qué belleza tiene la Iglesia de Cristo cuando la contemplamos realizando lo que el Señor la ha pedido, que lo anuncie, que lo haga presente, que siga diciendo a los hombres que busquen al que vive! En Jesucristo Resucitado vemos a Dios cómo se implica en el destino del hombre. El destino del hombre le afecta, lo mismo que a un padre le afecta la suerte de su hijo o la trayectoria que tiene. Y cuando no sabíamos qué camino tomar, cuando estábamos perdidos en el camino y tomábamos el contrario, nos deshacíamos, pero Él vino y sigue viniendo junto a nosotros. Por eso, ha tomado la iniciativa Él.
Noso­tros no teníamos conciencia de la situación en la que estábamos, no éramos conscientes del vacío de la vida cuando la vivimos al margen de Dios. Tuvo que venir Él y darnos a conocer que solamente Él es la Vida. ¡Qué forma ha elegido Dios! Quiere recuperar a los hombres para que vivan como hijos de Dios y hermanos entre sí. Y Dios se ha expuesto a sí mismo hasta el límite de la impotencia y de la inocencia, del dolor y de la súplica del hombre, se ha puesto junto al hombre en la muerte y en el infierno y nos ha invitado a volver con Él. “Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 17-19).
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” La Resurrección de Cristo es la gran revelación del amor de Dios, el triunfo sobre el pecado y la muerte, la oferta de una vida nueva. Ahí tiene lugar el gozo y la esperanza. Él es la “nueva evangelización” con rostro. El amor de Jesucristo se manifiesta en su muerte y es reconocido en la Resurrección. Es un amor que cura, que entrega ternura, que acompaña siempre a los hombres, que les dignifica, que acoge a todos y se acerca a los más marginados y desprestigiados, que perdona siempre. San Juan define la vida de Cristo como ejercitación de su amor: “antes de la fiesta de Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, al fin extremadamente los amó” (Jn 13, 1). “¿Quién nos arrebatará del amor de Cristo?” (cf. 8, 35-39). El amor de Cristo regala la dignidad verdadera al ser humano y revela a quien da libertad al mundo. Jesucristo Resucitado es el único poder que perdona y santifica. Muchos han sido los santos que han designado a Cristo como “amor sacrificado”, “amor loco”, “amor único que entrega y da libertad”, “amor que suscita amor”. Acojamos en esta Pascua nosotros este Amor.