Todos estamos viendo y necesitando que este mundo nuestro, con las circunstancias diversas que en él se están dando, precisa con urgencia promover un “nuevo humanismo” capaz de iluminar al ser humano en la comprensión de sí mismo y en el sentido de su camino en la historia. Ese “nuevo humanismo” nos lo revela y da como gracia Jesucristo, Dios y Hombre verdadero. El Papa Pablo VI nos entregaba ya una propuesta de un “humanismo integral”, orientado siempre a “promover a todos los hombres y a todo el hombre” (Populorum progressio, 14). Ahora, el Papa Benedicto XVI nos ha regalado un mensaje para la Jornada Mundial de la Paz en el que nos invita a vivir esta promoción del “humanismo integral” diciéndonos en el mismo título de este mensaje: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. El desarrollo no puede reducirse a un simple crecimiento económico, sino que debe abarcar la dimensión moral y espiritual. Un auténtico “humanismo integral” debe ser al mismo tiempo solidario y tiene su retrato auténtico en el Hombre verdadero que es Jesucristo. Todos sabemos que la solidaridad es una de las expresiones más elevadas del espíritu humano, pertenece a sus deberes naturales (cf. St 2, 15-16). Y ello vale tanto para las personas como para los pueblos (cf. Gaudium et spes, 86).
Damos gracias a Dios con el Papa Benedicto XVI que, en su mensaje de este año para la Jornada Mundial de la Paz, nos muestra cómo “transcurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias (cf. GS 1), anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos” (Benedicto XVI, XLVI Jornada Mundial de la Paz 2013, n. 1). ¡Qué hondura tiene para nosotros descubrir que la paz no es una simple palabra o una aspiración ilusoria! La paz es un compromiso y un modo de vida que exige que se satisfagan las expectativas legítimas de todos, como el acceso al trabajo, a la vivienda, a la alimentación, al agua, a la energía, a la medicina, a poder cultivar la dimensión trascendente. Y es que solamente así se puede construir el futuro de la humanidad, cuando favorecemos el desarrollo integral. La paz es un derecho fundamental.
Es verdad que la paz es un don de Dios, un don valioso que hay que buscar y conservar también con medios humanos. Hay que difundir cada día con más valentía y fuerza la cultura de la paz y una educación común para la paz. Ello también significa constatar la existencia de un verdadero derecho humano a  la paz, un derecho del que depende el ejercicio de todos los demás derechos. Escribía San Agustín: “es tan grande el bien de la paz que en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor” (San Agustín, La Ciudad de Dios, XIX, 11)).
En la XLVI Jornada Mundial de la Paz, el Papa Benedicto XVI nos hace descubrir algo que, creo, es muy importante para todos los hombres y que tiene una incidencia especial en quienes somos cristianos. Él nos dice a través de su mensaje “bienaventurados los que trabajan por la paz”, y añade que “la bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor… Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada” (Benedicto XVI, XLVI Jornada Mundial de la Paz 2013, n. 2). Y es que es Jesucristo quien nos regala la paz verdadera.
Una paz que nace siempre del encuentro confiado del hombre con Dios. Nunca nos cansemos de trabajar por la paz y de desarrollar este trabajo a través de gestos concretos de perdón, de reconciliación, de tal manera que la violencia nunca prevalezca sobre el diálogo, que el temor y el desaliento nunca triunfen sobre la confianza y que el rencor nunca anide en nuestro corazón porque en él está el amor fraterno.
La paz, como decía el ángel de Belén, implica abrir nuestro corazón a Dios que nos hace superar el egoísmo y el odio. Los pastores marcharon a Belén, se pusieron en el camino de la búsqueda de lo esencial, del Salvador, del Mesías, del Señor. No dudaron un instante. Fueron a lo que es prioritario para una existencia humana vivida en plenitud y en renovación interior permanente. ¿Cómo trabajar por la paz cada uno de nosotros en estos momentos de la historia y de la vida de los hombres? El Papa Benedicto XVI en su mensaje nos señala algunos campos: 1) defendiendo y promoviendo la vida en su integridad, desde su concepción, en su desarrollo y hasta el fin; 2) ofreciendo un nuevo modelo de desarrollo y de economía en estos momentos de crisis; 3) promoviendo una nueva cultura de la paz en la que la familia como institución decisiva y básica en la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político es capital para la paz; y 4) proponiendo y generando una pedagogía para la paz.
La paz es un don de Dios. En el libro del profeta Isaías leemos que vendrá un tiempo de bendición divina: “Al fin desde lo alto se derramará sobre nosotros un espíritu… Reposará en la estepa la equidad, y la justicia morará en el vergel; el producto de la justicia será la paz, el fruto la equidad, una seguridad perpetua” (Is 32, 15-17). En el plan de Dios para el mundo, seguridad, equidad, justicia y paz son inseparables. Lejos de ser simplemente producto del esfuerzo humano, son valores que proceden de la relación fundamental de Dios con el hombre, y residen como patrimonio común en el corazón de toda persona. El término bíblico “Shalom” que traducimos por paz, indica el conjunto de bienes en que consiste la salvación traída por Cristo. De ahí que los cristianos reconozcamos en Cristo al Príncipe de la paz que se hizo hombre, que nació en una cueva en Belén para traer su paz a los hombres de buena voluntad, es decir, a todos aquellos que lo acogen con fe y amor. La paz es un don que es preciso acoger con humildad y docilidad, e invocarla constantemente en una oración confiada y en un compromiso en el que cada uno de nosotros nos convertimos en instrumentos a través de los cuales llega la paz a todos los hombres. Es una maravilla ver y vivir cómo cada vez que celebramos la Santa Misa, resuenan en nuestro corazón las palabras que Jesús confió a sus discípulos en la Última Cena como un don valioso: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). ¡Cuánta necesidad tenemos de gustar la riqueza y la fuerza de la paz de Cristo! Acojámosla y este regalo del Señor démoslo a los hombres.
En este Año de la Fe, promovamos la paz a través de una adhesión profunda a Jesucristo, a la búsqueda y al encuentro con Dios. La paz es un don de Dios, pero también debemos buscarlo y hacerlo presente con todo el corazón: “Bien me sé los pensamientos que pienso sobre vosotros –oráculo del Señor–, pensamientos de paz y no de desgracia, de daros un provenir de esperanza” (Jr 29, 11).