Entre las súplicas más fervientes y apremiantes, la Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Urge y apremia la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son, ciertamente, más que las que nos separan y así testimoniar al mundo la decidida voluntad de todos los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la unidad en la certeza de que «nada hay imposible para Dios».
Ésta es la súplica que, desde la misma noche santa de la institución de la Eucaristía, la noche en que iba a ser entregado por todos, sigue dirigiendo Jesucristo al Padre: «Que todos sean uno». Ante nuestros ojos tenemos el reto de la unidad de los cristianos para que el mundo crea. Es éste un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo.
La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II renovó con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes. Cristo llama a todos los discípulos a la unidad. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para reunir en unidad a los que andan dispersos. Él ha entregado su cuerpo para que seamos un cuerpo con Él, y ha derramado su sangre para la reconciliación y la unión de todos los hombres en Él con el Padre por el Espíritu Santo. Él nos ha dado su Espíritu Santo para la unidad, y ha constituido su Iglesia como sacramento de la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano.
Buscar la unión
La vocación de la Iglesia es la unidad. Le urge, pues, a la Iglesia buscar con verdadero ardor y empeño la unión de los discípulos de Jesucristo, de cuantos creen en Él, para poder ser lo que es. No es una cuestión de segundo orden o que solo afecte a unos pocos dentro de la Iglesia o de las iglesias. Nos afecta sustancialmente a todos los que somos cristianos. Necesitamos redescubrir la esencia del misterio de la Iglesia que se manifiesta en Pentecostés. Frente a la Babel dispersa y dividida por el pecado, Pentecostés, nacimiento de la Iglesia y sustancia de la Iglesia, es misterio y llamada a la unidad. De que redescubramos esto depende, mucho más de lo que creemos los mismos cristianos, el futuro no sólo de la Iglesia, sino de la fe, de Europa y del mundo entero.
A pesar de esta vocación, hay en la Iglesia terribles pecados contra la unidad. Persiste en ella, desgarrándola, la ruptura de la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna que tan trágicas consecuencias ha traído para la humanidad y particularmente para Europa. La Iglesia se siente llamada a abordar con particular empeño la tarea de la unión de los cristianos. Las divisiones debilitan la fuerza del testimonio cristiano ante la increencia y secularización de nuestro tiempo, ante tanta indiferencia religiosa y mentalidad pagana como nos envuelve, ante el empuje de los fundamentalismos y de las sectas o ante una religiosidad difusa de espaldas al Dios personal. Estos son los grandes riesgos para el hombre de hoy que solamente podrán ser superados desde el cumplimiento de la voluntad del Señor: «Que todos sean uno… Yo en ellos y Tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta, y el mundo pueda reconocer así que Tú me has enviado, y que los amas a ellos como me amas a mí».
Promover y sostener el esfuerzo
«Todos somos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad, sino más bien actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio y por los sucesivos documentos de la Santa Sede» (S. Juan Pablo II). El momento que vivimos, de manera particular, anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas ecuménicas. Hay que proseguir sin duda el diálogo doctrinal, pero sobre todo esforzarse en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado después del Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión: «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros’ (Jn 17,21)».
Promover la unidad y sostener el esfuerzo de cuantos trabajan por esta causa será, de modo especialmente intensa, la oración de la Iglesia universal, de nuestra diócesis de Valencia y de todas las parroquias y comunidades durante el próximo Octavario por la unidad de los cristianos, que comenzará el próximo domingo, 18 de enero, y finalizará el 25, conmemoración de la conversión de San Pablo. Sólo en la verdad puede haber verdadera unión. Una unidad en la verdad de la misma y única fe que brota de la aceptación de la misma y única Revelación, que nos ha sido dada de una vez para siempre en el Hijo de Dios hecho hombre. No se trata de modificar el depósito de la fe, ni de cambiar el significado de los dogmas, ni de adaptar la verdad a los gustos de una época. ¿Quién consideraría legítima una reconciliación entre hermanos separados y una unidad lograda a costa de la verdad? La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al íntegro contenido de la verdad revelada.
Nos urge y apremia «promover cualquier paso útil en el difícil y valiente camino de la unidad, tan rico de alegría». Camino difícil, pero no imposible: para Dios nada hay imposible. Nos pone en ese camino la oración incesante que este año debería de ser algo muy prioritario en nuestra diócesis, como vengo insistiendo a tiempo y a destiempo, pues la unidad es un don del Espíritu, es un don de Dios.