Maestro en parábolas, Jesús contempla la humanidad como un inmenso sembradío de Gracia. La mies es abundante, ilimitada la disponibilidad del mundo al Evangelio; pero yermo en gran parte por ser tan pocos los que se dan al trabajo de colaborar decididamente con Cristo en la salvación de los hombres. Jesús nos dice ante este mundo que él contempla: Rogad al Señor de la mies… La falta de vocaciones a continuar con la misión apostólica ¿no podría acusar una falta o una crisis de oración? ¿Qué mejor y mayor servicio se puede hacer en favor de los hombres que entregarles a Jesucristo?
Queridos hermanos, somos llamados para ser enviados, para que el Señor nos mande donde sea su designio y llevemos el amor de Dios que no tiene medida. Somos llamados y enviados para estar siempre en camino, como Jesús es el hombre del camino, como el pueblo de Dios es el pueblo del camino: siempre avanzando. “¡Levantaos, vamos!”, fue una de las obras autobiográficas del siempre recordado Papa San Juan Pablo II. Somos enviados de dos en dos, nunca aislados: somos parte de la Iglesia, comunidad, somos enviados en comunidad y para formar comunidad, para reunir a los hijos de Dios dispersos.
Mirad las disposiciones que señala el Evangelio en este envío: con la premura consciente de la salvación de los hombres y de que no se puede perder tiempo, el tiempo urge (caminad, no os detengáis en saludos inútiles, en interminables evasiones divergentes de la misión). Con la libertad del que no necesita apoyar su confianza en provisiones y, por ello, sin afán de provisiones, aceptando con noble pobreza, sin rebuscarla, la generosidad de los que los reciban, y reconociendo que el éxito no es uno de los nombres de Dios y que no es cristiano codiciar el éxito público y el número por hacernos grandes y exitosos. Aceptando con la misma sencillez y sin merodear, la mesa generosa como la noble austeridad; aceptando con la misma sencillez la abundancia y la escasez de los frutos, la gloria y el brillo que la humillación o el descrédito, el bienestar que el sacrificio y la carencia, la riqueza de recursos o la escasez y la indigencia de los mismos. La Iglesia sin alforjas; que no nos amedranten con la amenaza de que nos puedan quitar las alforjas; la Iglesia sabe vivir en pobreza. Como no sabe o no debe saber vivir es no anunciando a Jesucristo y el único Señorío de Dios, o vendiéndose por riquezas.
Los discípulos en misión, y nosotros enviados como siervos y servidores, como presencia de Cristo, el Buen Pastor conforme al corazón de Dios, también somos enviados como mansos y humildes de corazón: No violentos ni impositivos, poderosos o liados a los poderes, como corderos, pero tampoco ingenuos, sabiendo que los lobos son lobos, y con la debilidad invencible de los dispuestos al martirio. Sin complejo de cobardía. Sencillos, seguros, felices. Haciendo el bien como Jesús: atendiendo a los enfermos, signo de la presencia del Salvador y Mesías entre los hombres. ¡Qué bien lo han entendido los misioneros y misioneras de todos los tiempos! Proclamando la palabra y comunicando la paz. Siempre inseparables las obras de asistencia y la predicación de la Palabra. Sin alforja y sin bastón, sin otra riqueza que Jesucristo: «No tengo oro ni plata, lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda!». Con la única apoyatura de Dios, con la confianza puesta en Él, como el niño pequeño en brazos de su madre.
Urge proclamar la palabra, urgen enviados, misioneros, urge anunciar la buena nueva de Jesucristo. El mensaje que hay que proclamar es el mismo de Cristo y que es Cristo, “el Reino de Dios ha llegado a vosotros». Dios está muy cerca: que los hombres lo oigan con toda claridad, aunque tal vez algunos prefieran no saberlo, Dios está muy cerca y en su mano la justicia eterna. El Reino en labios de Jesús abarca y resume todo el Evangelio: Dios aceptado como centro de la vida: feliz y cercana eternidad ya desde ahora y con él la paz. Los misioneros del Evangelio lo son de la paz, que significa y es la plenitud de todos los bienes, caricia de la ternura de Dios, derramamiento de la misericordia infinita de Dios. ¡Qué mayor regalo que la paz, fruto y presencia del Espíritu, que sólo viene de lo alto! Si este anuncio vuestro encuentra acogida, habréis realizado la obra más grande que se puede concebir en el orden social: la de dar al hermano la felicidad. Sólo en aceptar a Dios está la paz. Los que con absoluta voluntad se cierran a aceptar el mensaje de la fe son ciertamente libres; pero en su decisión queda comprometida su temible responsabilidad ante Dios.
Anunciar la Paz es anunciar a Cristo. Cristo es nuestra paz. Pero Cristo es el de la cruz, que crucificándonos con él nos libera del mundo y de nosotros mismos. Solo cabe gloriarnos de la Cruz de Cristo, como Pablo. La paz del apóstol, del misionero, es la del Crucificado que nos ha reconciliado. Quien entienda la cruz descubrirá la paz, inseparablemente de la verdad, del amor, de la justicia y del perdón.
Anunciar el Reino de Dios y seguir a Jesucristo es inseparable de la Cruz de Jesucristo, pero esta Cruz es la que salva, es la total cercanía de Dios con nosotros, y el Señorío de su amor y el de su misericordia. Que Dios nos “libre de gloriarnos si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo”. Que cuanto hagamos y digamos, queridos hermanos, lo hagamos con todo amor, y que sea con la misma mirada de Jesucristo, que mira el mundo con entrañas de misericordia, como mira a ese gran campo del mundo para que Dios envié trabajadores a él. Por eso, inseparable del anuncio del reino de Dios y de su querer sobre el hombre es de bondad, libertad y comprensión misericordiosa, es necesario hacer presente, con el auxilio de Dios, a través de nuestras obras de esta cercanía de Dios, que quiere hacer de todos los hombres, sus hijos, una familia de hermanos donde tengamos seguros cada día el Pan que necesitamos, como el perdón, y el perdón como el pan. Amemos y sirvamos a los más débiles y necesitados que esto es lo que reclama la misión que se nos encomienda, y a la que se os llama: queridos hermanos, que sobresalgáis por la caridad en todo. Rogad al Señor que envíe obreros a su mies.