Se está cumpliendo, en efecto, en este mes de noviembre, el treinta y cinco aniversario de la primera visita pastoral de Juan Pablo II a España. Ni podemos, ni debemos olvidarla. ¡Inolvidable visita!. Estuvo con nosotros diez días. Vino como «Testigo de esperanza». En verdad, fue una corriente de aire fresco, germinó una nueva primavera, un renacer a una esperanza viva para la Iglesia en España, y para la sociedad española, y un abrir sendas de futuro que siguen abiertas. Supuso, sin duda, para los católicos españoles un antes y un después. Su viaje tuvo un «carácter exclusivamente religioso-pastoral por encima de propósitos políticos o de parte». La ocasión era rendir homenaje a la «gran santa española y universal», Teresa de Jesús, en el IV centenario de su muerte. Vino a nosotros, como enviado de Dios y en su Nombre, para «confirmar nuestra fe, confortar nuestra esperanza», y dar ánimo y «alentar energías de la Iglesia y de las obras de los cristianos».
Nada más pisar y besar tierra española, en el Aeropuerto de Barajas, al saludarnos por primera vez, dijo: «Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes… Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro». Estas son la minas de las que nos habla el Evangelio proclamado.
El Papa no ignoraba las tensiones, «a veces desembocadas en choques abiertos, que se han producido en el seno de nuestra sociedad», ni le era desconocida la realidad de una muy valiosa transición social y política en la que nos hallábamos insertos, en aquellos momentos, como tampoco ignoraba ni se le ocultaba el fuerte proceso secularizador y de profundo cambio cultural al que nos arrastraba el momento. Por eso, allí mismo, nada más llegar, dijo aquellas palabra que, para mí, son como la clave de su primera visita y de cuanto vino diciendo a lo largo de su dilatado pontificado a la Iglesia en España, hasta su último mensaje en la última «Visita ad Limina» de un grupo de Obispos españoles poco antes de su muerte, y, sobre todo, en su último viaje a España en el que nos dejó aquel como «su testamento» para nosotros: «España evangelizada, España evangelizadora, ése es el camino. No descuidéis nunca esa misión que hizo noble a vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro».
No puedo olvidar, en efecto, no podemos olvidar hoy, aquellas palabras suyas tan vibrantes nada más pisar tierra en Barajas: «Es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí la fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras».
No pueden ser más actuales estas palabras, ni puede haber mejor programa para nosotros obispos responsables y guías de la Iglesia en España que vivía entonces un momento histórico muy especial y relevante, y que, hoy, siete lustros más tarde, está viviendo una nueva etapa histórica de largo alcance para su futuro. Estas palabras emblemáticas de su primer saludo fueron, a mi entender, como el leit motiv de su visita. Días después e de su llegada, en efecto, el cuatro de noviembre, en Toledo, lugar propicio para mostrar el camino dirigido a ser sal de la tierra y luz del mundo por estar tan «íntimamente vinculada a momentos importantes de la fe y de la cultura de la Iglesia en España», glosaba esto mismo, de alguna manera, con estas otras palabras: «No se trata de amoldar el Evangelio a la sabiduría del mundo. ¡Sólo Cristo! (Sólo Dios, es lo que hemos leído en el 1ibro de los Macabeos).Lo proclamamos agradecidos y maravillados. En Él está ya la plenitud de lo que Dios ha preparado a los que le aman. Es el anuncio que la Iglesia confía a todos los que están llamados a proclamar, celebrar, comunicar y vivir el Amor infinito de la Sabiduría divina. Es ésta la ciencia sublime que preserva el sabor de la sal para que no se vuelva insípida, que alimenta la luz de la lámpara para que alumbre lo más profundo del corazón humano y guíe sus secretas aspiraciones, sus búsquedas y sus esperanzas».
¿A quién no le evocan estas palabras aquellas otras del comienzo de su pontificado: «¡No tengáis miedo!. Abrid de par en par las puertas a Cristo». Como buen y gran sucesor en la Sede apostólica, sus palabras nos recuerdan las mismas de Pedro ante el paralítico a la puerta del templo: «Lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ¡levántate y anda». Es la única riqueza y la única palabra que tiene la Iglesia. Es lo que hoy y siempre necesitamos los hombres, también los españoles de hoy: ¡Jesucristo!. En Él está la esperanza y el futuro, Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Es lo mismo que sellaron con su sangre y testificaron con su muerte los mártires, nuestros mártires, que hace unos días fueron beatificados en Barcelona o en Madrid.
También con los Obispos tuvo un encuentro inolvidable en el que entre otras cosas alentó en el ministerio episcopal, que definió como “ministerio diaconal”, a seguir las directrices del Vaticano II, a potenciar el servicio de la fe, de la predicación y de la catequesis, a “afrontar con lucidez de fe y respetuosos con la justa autonomía del orden temporal, las cuestiones doctrinales y morales que en cada momento histórico hayan de encarar los creyentes”. Subrayó de manera especial el servicio a la unidad, ya que cada Obispo es en su Iglesia particular “principio y fundamento visible de unidad. Y nos recordó que “esa unidad profunda os permitirá, además, intensificar la utilización conjunta de fuerzas, para que los sacerdotes, los religiosos, miembros de institutos seculares, grupos apostólicos y pequeñas comunidades actúen siembre conectados entre sí y con clara conciencia de la coordinación de energías que exige la buena marcha de la Iglesias locales, para que éstas, sin dejar de preocuparse por su problemática propia, nunca se cierren sobre sí mismas ni pierdan la perspectiva universal de la Iglesia. Pidiendo a Dios abundantes gracias que os sostengan en vuestro abnegado ministerio y profundo amor a la Iglesia, nos insistía, una vez más, en la colaboración que los obispos habían de tener en la transición sociocultural de grandes dimensiones que atravesábamos entonces y busca de nuevos caminos de progreso. Concluía el encuentro con los Obispos con “una fuerte llamada a la esperanza. Esa esperanza que quiere ser mi primer mensaje a la Iglesia en España; textualmente dijo: “A pesar de los claroscuros, de las sombras y altibajos del momento presente, Tengo confianza y espero mucho de la Iglesia en España. Confío en vosotros…”
Fue decisiva aquella visita del Papa. Fue un torrente de gracia, una lluvia serena y copiosa de amor que Dios derramó sobre España. Se dirigió a todos, no hubo sector humano y eclesial al que no se dirigiese o refiriese: Los Reyes de España, los Obispos, el Gobierno, las familias, los sacerdotes, los seminaristas, los religiosos y la vida consagrada, las religiosas contemplativas, los laicos, los universitarios, los hombres de la cultura, de la investigación y del pensamiento, los educadores cristianos, los misioneros, los trabajadores y empresarios, los emigrantes, los hombres del mar, los miembros de otras religiones o de otras confesiones cristianas, los enfermos y minusválidos, los hombres y mujeres de la tercera edad, los jóvenes. Habló de casi todo lo más importante. Abordó las cuestiones prioritarias y principales del hombre, de la sociedad y de la Iglesia; no hubo realidad humana y social, ni dimensión eclesial básica que no abordase y que no iluminase con la luz del Evangelio de Cristo. Sí que podemos decir con toda verdad que nos mostró diáfanamente, con toda claridad y valentía, que todo se esclarece a la luz del Verbo encarnado, que «sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre», que en todo y para todos Jesucristo es la gran esperanza, el futuro para el hombre, para la Iglesia, para la sociedad.
Queremos y debemos hacer memoria agradecida de aquello; queremos revivir sus palabras; queremos y debemos volver a gustar aquel mensaje de luz y de verdad para «sacar, de ahí, fuerza renovada» que nos impulse a la renovación y transformación de nuestra sociedad. Queremos y debemos revivir y reavivar, para que nuestro pueblo tenga futuro y camine con esperanza, aquellas palabras suyas, tan vigorosas y empeñativas, dirigidas a Europa en aquel viaje desde Santiago de Compostela, y que son también para España, hoy: «Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus raíces que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo».
Cuando se despedía de España, desde el aeropuerto de Labacolla, dijo que quedaban impresos en su alma momentos y recuerdos imborrables de aquel viaje, con la seguridad de que muchas veces afloraría en su mente la memoria de aquellos días. Treinta y cinco años después, tanto quienes tuvimos la gran dicha y la enorme suerte de vivir aquella visita, como quienes no la vivieron, con recuerdos imborrables de entonces hoy aflora una y otra vez en nuestra memoria agradecida aquella visita que aquel gran e inolvidable Buen Pastor finalizó con palabras tan actuales como éstas: «Con mi viaje he querido despertar en vosotros el recuerdo de vuestro pasado cristiano y de los grandes momentos de vuestra historia religiosa. Esa historia por la que, a pesar de las inevitables lagunas humanas, la Iglesia os debía un testimonio de gratitud. Sin que ello significase invitaros a vivir de nostalgia o con los ojos sólo en el pasado deseaba dinamizar vuestra virtualidad cristiana. Para que sepáis iluminar desde la fe vuestro futuro, y construir sobre un humanismo cristiano las bases de vuestra actual convivencia. Porque amando vuestro pasado y purificándolo, seréis fieles a vosotros mismos y capaces de abriros con originalidad al porvenir».
Y con un «¡Hasta siempre España!¡Hasta siempre, tierra de María!», nos dejó el que vino en el nombre del Señor. Nosotros, hoy, los españoles de buena voluntad, hoy, con un «¡Gracias, gracias, y hasta siempre, ‘Testigo de esperanza’!, dinamizada desde entonces queremos que su mensaje, su persona, su testimonio, su enseñanza, su «riqueza», siga vivo, como él en el Reino de los cielos. Con toda certeza aquella inolvidable visita seguirá alentando nuestro camino en el presente, porque sólo así «seremos fieles a nosotros mismos y capaces de abrirnos con originalidad al porvenir». Nos reabrió un gran futuro. El «Papa de los jóvenes» llenó entonces de juventud a la Iglesia. No dilapidaremos su legado, su herencia. «¡Gracias, muchas gracias, inolvidable y querido San Juan Pablo II. Ayuda, desde el Cielo, junto a María, a esta tierra suya, a España». Después de aquella visita, se abordaron por parte de la Conferencia Episcopal los primeros planes pastorales, lo fundamental de la Iglesia y de nuestro ministerio, con singular empeño y relieve: “el servicio de la fe” y el ser “Testigos del Dios vivo” que nos reclama la Eucaristía que ahora celebramos en la que el cielo se abre a la tierra y proclamamos que nada se anteponga a Dios y a su obra.
Que la Santísima Virgen María, fiel esclava del Señor y esperanza nuestra nos ayude para que así pongamos en juego los talentos o las minas, más valiosas que el oro fino, hemos recibido de Dios.