Al meditar el Evangelio (cf. Lc 21, 5-19) de este Domingo pasado, no he podido dejar de pensar en esas palabras que el Papa Francisco dijo en la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil, “salir sin miedo para servir”, y me he atrevido a añadir “siempre con gran esperanza”, pues sabemos quién nos envía. En efecto, cuando salgamos a los caminos de esta historia vamos a hacerlo desde el encuentro con Jesucristo, que es quien alimenta nuestra vida y nos hace vivirla en comunión, y con un profundo sentido de misión. Hemos sido llamados a vivir en comunión con el Padre, con el Hijo muerto y resucitado, y en la comunión en el Espíritu Santo, de tal manera que el Misterio de la Trinidad se convierte en fuente, modelo y meta del misterio de la Iglesia. ¡Qué fuerza tiene para nosotros, los cristianos, descubrir y, especialmente, vivir nuestra vocación de discípulos de Cristo, lanzados al mundo para la misión, y ésta realizada desde la comunión! Hemos de descubrir cada día con más fuerza que no se es discípulo de Cristo sin comunión. El encuentro con Jesucristo nos libera del aislamiento y nos introduce en la comunión. Por eso, descubrimos que hay una dimensión que es constitutiva del acontecimiento cristiano como es la pertenencia a una comunidad concreta.
La Iglesia, comunidad de amor
¡Qué fuerza más maravillosa tiene contemplar a la Iglesia como comunidad de amor! Porque nos lleva a cada discípulo a reflejar esa gloria del amor de Dios, que se manifiesta plenamente y que no es ni más ni menos que la comunión. Solamente de esta manera atraemos a todos los hombres y a todos los pueblos hacia Cristo. ¿Cómo se consigue esto? Como lo hacían los primeros discípulos de Jesús: escuchando la enseñanza de los Apóstoles, viviendo unidos, participando de la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch 2, 42ss). Es en la Eucaristía donde se nutren las nuevas relaciones que Jesucristo nos entrega y que surgen de ser hijos de Dios y hermanos en Cristo, y donde la Iglesia se convierte en “casa y escuela de comunión” como nos recordaba el Beato Juan Pablo II (cf. NMI 43). ¡Qué fuerza tiene para salir sin miedo a este mundo, el que los cristianos nos reunamos para compartir la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor! ¡Y hacerlo, siempre, dando esperanza para servir de la misma manera que lo hizo Jesucristo!
Por eso comenzaba diciendo que no podía pasar por alto lo que el Evangelio de Lucas del Domingo pasado nos quería hacer descubrir: que es, nada menos, que impulsarnos a presentar en este mundo con nuestras vidas la Belleza que es Dios mismo. Tenemos motivos suficientes para ver la necesidad y la urgencia que tiene el dar rostro a la Belleza, que es el mismo Jesucristo. ¿Por qué?: 1)
Nuestra época también pondera la belleza, pero ¿qué belleza? En tiempos de Jesús “algunos ponderaban la belleza del templo”. ¿Es la belleza perecedera la que ponderamos nosotros? Jesús manifestó las consecuencias que trae vivir de una belleza exterior: “esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra”. ¿Qué nos quería decir el Señor? Sencillamente, que los hombres necesitamos tener en nuestra vida la Belleza que sólo está cuando vivimos en comunión con la Belleza que es Dios mismo, revelado en Jesucristo. Es en el Bautismo donde recibimos la Belleza, es en el Sacramento de la Penitencia donde la recuperamos, es alimentándonos de Jesucristo en la Eucaristía donde llenamos nuestra vida de la verdadera Belleza, nos llenamos de Dios. Y esto es lo que han vivido los santos. 2) Nuestra época entrega engaños a los hombres, ¿cuáles? Todo aquello que quiere hacerse pasar por Dios mismo. ¡Qué fuerza tienen las palabras de Cristo: “que nadie os engañe”, que nadie, utilizando el nombre de Dios, venga y os diga “yo soy o bien el momento está cerca”! Descubramos al Dios verdadero en quien, nacido del vientre de María y engendrado por obra del Espíritu Santo, nació en Belén. Es Dios mismo que ha tomado rostro humano y que nos ha dicho quién es Dios y quién es el hombre. 3) Nuestra época tiene que ser un tiempo de confianza absoluta en Dios, que nos hace descubrir en el misterio de la Encarnación la cultura que tenemos que promover en este mundo, la “cultura del encuentro”, no la del enfrentamiento o la del litigio o la de ruptura o la del conflicto (“yo os daré palabras y sabiduría…con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”). Vivir en confianza, vivir en manos de Dios, vivir con la orientación que la palabra de Dios nos da, vivir con la fuerza de su presencia real en medio de nosotros.
La Iglesia, que es una “comunidad de amor”, está siempre disponible para reflejar y entregar este amor. Esto es lo que el Señor entregó e hizo descubrir a los discípulos de Emaús. Y es que los hombres y las mujeres de Dios no se distinguen por la sabiduría humana que tengan, tampoco por la clase social a la que pertenezcan, ni por los títulos que ostentan. Se distinguen si son capaces de hacer experimentar a quienes se encuentren, en el camino de la vida y de la historia, lo que Jesús hizo experimentar a los discípulos de Emaús. Ellos no le reconocieron en el camino, pero Él les hizo experimentar algo tan nuevo y distinto que le dijeron con todas sus fuerzas, “quédate con nosotros porque atardece”. En ese “quédate con nosotros”, está el contenido de lo que vieron, sintieron y experimentaron con su presencia. Esto es lo que tenemos que hacer los cristianos, hacer posible que, a quienes nos encontremos, les hagamos decir: quédate con nosotros o yo quiero vivir igual que tú, con la Belleza que reflejas. Y aquí descubrimos el modo original de crecer la Iglesia, que no lo hace por proselitismo, sino por atracción, esa que origina la comunión y el mandato del amor.
Servir a todos los hombres
Así, con esta capacidad de atracción, tenemos que salir los cristianos a realizar la misión, con el convencimiento de que es Jesucristo el que vive en nosotros. Por eso, salimos sin miedo, con la tarea de que nuestra vida es para servir a todos los hombres y, como os he dicho en la carta pastoral que escribía a principio de curso, para preguntar a todos los que nos encontremos por el camino, “¿qué quieres que haga por ti?” Como podemos ver, la comunión y la misión están unidas. La comunión es misionera y la misión es para la comunión. Estamos convocados a la santidad en la comunión y la misión. ¡Qué llamada y qué tarea más bella! ¡No hay nada que se pueda comparar con esto! Y a esto estamos llamados en la Iglesia particular, que es donde vivimos la experiencia de fe. Es en la Iglesia particular, es en nuestra Archidiócesis de Valencia donde vamos madurando en el seguimiento de Jesucristo y, también, en la pasión por anunciarlo. La Iglesia particular que preside el Obispo es el primer ámbito de la comunión y de la misión , comunidades en las que se hace visible y cercana la comunión y la misión para salir sin miedo, servir y dar esperanza.
En nuestra cultura hemos de tener imaginación. Ésta, solamente nos la proporciona la comunión con Jesucristo. En una cultura marcada por el fuerte relativismo y por haber perdido el sentido del pecado, hemos de descubrir los cristianos que es en la Eucaristía, en el amor a Ella, donde apreciamos cada vez más el sacramento de la Penitencia. Y es éste amor y aprecio, lo que nos lleva siempre a salir sin miedos y servir siempre con esperanza, ofreciéndonos con la fuerza del Señor esa capacidad siempre nueva para vivir permanentemente en “la imaginación de la caridad” (NMI 50).