Hemos vivido durante todo el año pasado, de una manera muy viva, el recuerdo y la cercanía de San Juan de Ribera en nuestra Archidiócesis de Valencia. Celebramos su fiesta en estos días. Fue un santo que pasó por aquí. Un pastor bueno que nos comunicó con su vida y con sus palabras a Jesucristo. Por eso, para todos nosotros acercarnos a su existencia es una gracia. ¡Qué momentos de crisis profunda en la cultura de su tiempo, en los que él nace y vive! Y, sin embargo, la respuesta suya fue la que dan siempre los santos: ellos son siempre una buena noticia. Hacen vivo el Evangelio, que es una buena noticia. La buena noticia disuelve la niebla de la tristeza y del miedo y nos abre al esplendor de la serenidad y de la presencia de Dios en nuestra realidad diaria. San Juan de Ribera es el hombre de las bienaventuranzas, de la felicidad sobre la tierra, incluso en las dificultades. Es una página viva del Evangelio: supo impregnarse de la Palabra de Dios y comunicarla con su vida y con sus hechos. ¡Qué apóstol del Evangelio! ¡Qué misionero del alegre anuncio de la salvación de Jesucristo!
Cuando la división entre los cristianos era una realidad en Europa, cuando estaba y se difundía la confusión, cuando había dificultades en la Iglesia, cuando surgieron momentos de desesperanza y desilusión, se inicia una nueva reforma con santos como San Juan de Ribera, donde el Evangelio se encarna, se hace legible y comprensible y permanece vivo entre los hombres, como árbol bueno que produce los frutos de la fe, de la esperanza y de la caridad. Es una figura destacada del episcopado postridentino por su santidad y dedicación pastoral. Él promovió una corriente purificadora y oxigenadora que penetró en las entrañas de toda la Iglesia y que tuvo en Valencia una particular significación. Como pasa casi siempre, en momentos y circunstancias de sobresaltos en la cultura, los hombres y las mujeres de Dios se unen de alguna manera en esas situaciones. Se vinculó a todos los movimientos espirituales y apostólicos de su época. Y así tenemos las amistades que mantuvo San Juan de Ribera que le ayudaron en su trabajo incansable de anuncio del Evangelio: con Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Francisco de Borja, Teresa de Jesús, Luis Beltrán, Alonso Rodríguez y otros. Incluso, sin conocerse, San Carlos de Borromeo pedía consejo a San Juan de Ribera para el buen gobierno de su diócesis de Milán.
La vida de San Juan de Ribera en Valencia tiene una fuerza tan especial que aún hoy estamos viviendo de ella. Estuvo de Arzobispo de Valencia cuarenta y dos años (1568-1611). Todos ellos, de un esfuerzo enorme, confiando todo a la gracia de Dios, por aplicar los decretos del Concilio de Trento: reformó el clero y las órdenes religiosas, conmovió la devoción a la Eucaristía que vivía y que le hacía poner un empeño especial en vivir también el misterio de la Iglesia, tuvo un intenso trabajo para renovar las costumbres del pueblo cristiano. Todo ello se manifiesta en las once visitas pastorales que realizó, en los siete Sínodos que promovió y en la erección del Real Colegio-Seminario del Corpus Christi, donde el esplendor del culto y la preparación de los aspirantes al ministerio sacerdotal fueron un afán especial en su vida y en su ministerio episcopal.
Alguien ha dicho que los santos son iconos del Evangelio. ¿Qué significa aplicar esta categoría a los santos? Entre otras cosas, la de ser espejos e imágenes del Evangelio. El icono proviene de la tradición oriental, sobre todo bizantina, que lo considera un elemento esencial de la liturgia y de la piedad. El icono es el Evangelio pintado, es Palabra de Dios comunicada a través de la representación y el color. El icono nos sumerge en el mundo de la santidad de Dios, es una invitación a la contemplación y a la oración. Esto son los santos para nosotros. Y esto es San Juan de Ribera. Impresiona ver sus predicaciones que se ven fundadas en la oración, en el estudio de la Biblia y de los Santos Padres de la Iglesia. Pues en Cristo, que es imagen de Dios, es perfecta la identidad entre imagen y realidad. Cristo es el nuevo Adán. Y el ser humano está llamado a llegar a ser de nuevo imagen de Dios, mediante la incorporación a Cristo. Por eso, los que aman a Dios están predestinados a reproducir la imagen de su Hijo. Los cristianos tenemos que reflejar la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor. En San Juan de Ribera se ve esa transformación a través de toda su vida, transformación que se va alimentando cada día más en todo el proceso de su existencia: desde su nacimiento en Sevilla y en su convivencia con su familia, luego como estudiante en Salamanca y, después, como Obispo de Badajoz y, más tarde, arzobispo de Valencia. Y es que el bautizado y, por supuesto, quien ha sido llamado al ministerio sacerdotal, está llamado a conquistar no una imagen cualquiera, sino la semejanza divina.
Pero, por otra parte, los santos son misioneros del Evangelio y cuanto más se identifican con Cristo, convierten su vida no solamente en mensajeros, sino en contenido del mismo Cristo. Los que los ven, ven al Evangelio mismo que debe ser proclamado en todas las naciones. Porque el contenido del Evangelio no es una ascética o una doctrina, es la persona misma de Jesucristo y, cuanto más en comunión vivamos con Él, más reflejamos su gloria y su salvación. ¡Qué bien lo refleja San Juan de Ribera en su vida y en sus sermones al pueblo, que son expresión de lo que él está viviendo! ¡Qué modo más prudente de expresarlo en su forma de gobierno! ¡Qué manera más profunda de vivir con ardor y constancia su entrega por reformar la Iglesia! Estuvo presente en todos los lugares donde la cultura se hacía y promovía en su tiempo. La Universidad fue una pasión en su vida. Reforma al pueblo cristiano, reforma al clero, pero todo realizado con prudencia, ejemplo, doctrina clara, entrega absoluta. En su tiempo había laicos, sacerdotes y religiosos, no conscientes de las obligaciones y deberes que tenían que desempeñar de acuerdo con su condición. Y San Juan de Ribera, conocedor del estado moral y espiritual que cada cual vivía desde la llamada que el Señor les había dado, animado por el deseo inmenso que estaba en su corazón de santificar, emprendió obras extraordinarias: la predicación constante; la enseñanza de la doctrina cristiana procurando que todos conociesen las directrices del Concilio de Trento y el Catecismo Romano promulgado por el Papa San Pío V; el cuidado de la catequesis de adultos; reformó la vida religiosa; sintió de una manera singular la necesidad de disponer de sacerdotes que colaborasen con él, adecuadamente según las exigencias de su misión sacerdotal, formando los candidatos al sacerdocio y fundando para ello el Real Colegio-Seminario de “Corpus Christi”. ¡Qué fuerza tienen las misiones diocesanas que él organizó a lo largo y ancho de toda la archidiócesis! Las hizo con sacerdotes elegidos por él y con su manera de concebir el ministerio y la misión.
Sintió una pasión especial por el misterio de la Eucaristía y por los sacerdotes. La alabanza, el respeto, la atención y la veneración a Jesucristo presente realmente en la Eucaristía fue de los cariños más grandes que tuvo en su vida y que se manifestó, entre otras cosas, en la Iglesia del Real Colegio-Seminario de “Corpus Christi”. Unido a eso, estaba su pasión por el ministerio sacerdotal. Sin quererlo, se puede decir que formó una escuela sacerdotal, no solamente con los sacerdotes que salían del Colegio-Seminario por él fundado, sino a través del seguimiento que hacía de los sacerdotes, de las reuniones que en tiempos fuertes hacía con ellos en las parroquias de San Esteban y Santo Tomás apóstol, dirigiéndoles pláticas y orientaciones pastorales. ¡Qué manera  más discreta de dirigirles espiritualmente, de aconsejarles, de hacerles ver el modo en que tenían que vivir su compromiso sacerdotal! Me han impresionado unas palabras de un sermón suyo en las que veo la actualidad de su mensaje: “Es tiempo de recoger almas para Dios; y así es menester no perder ocasión. Y primero quiero acordar dos cosas: la una, la dignidad del oficio y la importancia de él; la otra, el provecho que reside en este ministerio más que en los otros”. ¡Qué impresionante ver cómo lo que desea para los sacerdotes es que tomen conciencia de la orientación sacerdotal que se debe dar a la propia vida, con una intensa vida interior que debe llevarles a proyectar toda la actividad pastoral! Acercarnos a San Juan de Ribera es una necesidad de nuestro tiempo y una gracia para la Archidiócesis de Valencia.
Con gran afecto os bendice,
+ Carlos, Arzobispo de Valencia