En plenas Navidades todavía, un año más, nos encontramos ante la Jornada Mundial de la Paz que se celebra el 1 de enero; antes hemos celebrado la Navidad que es cuando nace y amanece la paz: Jesucristo. Todos los años, desde hace ya 51, los Papas nos dirigen a todo el mundo un «Mensaje de Paz y por la Paz», un anuncio de paz, por donde se puede edificar la paz y una llamada a construir la paz, que tantísimo necesitamos. Este año el Papa Francisco también lo ha hecho bajo el lema «Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz». No voy a presentar este gran Mensaje del Papa, porque ni lo necesita ni, pobre de mí, me atrevo a eso; sólo os invito a leerlo y meditarlo pues es para todos; sí que puedo decir que en él el Papa habla desde las cuatro palabras en que se encierra la edificación de la paz: la verdad, la caridad, la justicia y la libertad. Desde ahí uno se siente interpelado, iluminado y animado a edificar la paz y a poner en práctica y anunciar cuanto nos dice qué hemos de hacer y decir ante los migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz. Con ellos y por ellos hemos de buscar la paz que anhelan y que juntos hemos de construir.
En la situación de migrantes y refugiados, la Iglesia desea dar testimonio de su esperanza, fundada en la convicción de que el mal no tiene la última palabra en los avatares humanos. No lo tiene, en efecto, añadimos, a partir de la encarnación y nacimiento de Jesucristo, a partir de su muerte en la cruz y de su resurrección: ahí está la victoria del amor sobre el odio, de la verdad sobre la mentira, de la paz sobre la injusticia, del servicio sobre la prepotencia, de la vida sobre la muerte, del bien sobre el mal, de Dios, en definitiva, sobre todo lo que amenaza la vida del hombre y su dignidad. La Iglesia, a través del Mensaje de paz del Papa Francisco de este año, expresa la convicción que donde y cuando el hombre se deja iluminar por el esplendor de la verdad, emprende casi naturalmente el camino hacia la paz. Y por lo mismo, afirma la Iglesia en el Concilio Vaticano II, que la humanidad no conseguirá construir «un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz (GS 77)». No olvidemos nunca que en cuanto resultado de un orden diseñado y querido por el amor de Dios, la paz tiene su verdad intrínseca e inapelable, y corresponde a un anhelo y a una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable.
La paz es, sin duda, un don celestial y una gracia divina, que exige a todos los niveles el ejercicio de una responsabilidad mayor: la de conformar -en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor- la historia humana con el orden divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad; cuando se obstaculiza o impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución del bien y de la paz?
La paz es posible, si trabajamos por ella, si respetamos y asumimos la verdad. La Verdad es Cristo, la persona de Cristo. Su venida es anunciada como «Príncipe de la paz». Él es nuestra esperanza. La esperanza de la Iglesia, basada en Cristo, verdad de Dios y del hombre, está puesta en la paz, que brota de Él. La esperanza que sostiene la Iglesia es que el mundo, donde el poder del mal parece predominar todavía, se transforme realmente con la gracia de Dios en un mundo en el que puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un mundo en el que prevalezca la verdadera paz, cuyos pilares son la verdad, la justicia, la libertad, el amor y esa forma particular del amor que es el perdón, que se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado, sino que tiende a la plenitud de la justicia.
Esta gozosa esperanza de paz, con que la Iglesia mira el futuro y el destino de la Humanidad, arranca justamente y se centra en Jesucristo, quien para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad. Tal es, precisamente, la razón de que la esperanza cristiana ante el mundo y su futuro se extienda a cada ser humano: a cada migrante, a cada refugiado. Puesto a la cabeza de la humanidad, no se avergonzó de llamar «hermanos» a los hombres. A causa de la radiante humanidad de Cristo, nada hay genuinamente humano que no afecte a los corazones de los cristianos: nos afecta de manera especial el drama de los emigrantes y refugiados. “El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos por los demás, sino que nos invita a responsabilizarnos de ellos, a no excluir a nadie» (San Juan Pablo II, en las Naciones Unidas), a ser acogedores de todos, a ser universalistas, a propiciar un techo común y una casa para todos.
En Jesucristo se ha hecho presente el Emanuel, se nos ha revelado y dado a conocer, se nos ha entregado, la Verdad de Dios e, inseparablemente de ella, la verdad del hombre, donde está la paz. El reconocimiento de la plena verdad de Dios es una condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Dios es Amor que salva, fuente inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de paz. La historia ha demostrado con creces que olvidar a Dios nos incapacita para la paz, nos incapacita para encontrar soluciones y respuestas de futuro para migrantes y refugiados, hombres y mujeres que buscan la paz. Bien podríamos decir: «Si quieres la paz, trabaja por la justicia con los migrantes y refugiados, colabora con ellos y en favor de ellos».
Leamos con verdadero sentido de fe en Dios este Mensaje del Papa Francisco, para hacer la voluntad de Dios que quiere la paz y que venga y se establezca la paz en medio de los hombres. Que la que es Reina de la Paz, Santa María, nos proteja, nos conduzca y nos ayude a construir la paz.