Ocho días después de Pentecostés, celebramos la solemnidad de la santísima Trinidad. Honor y gloria sean dadas al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Alabado y adorado sea por siempre Dios, Uno y Trino, que, en su benevolencia infinita, nos ha dado a conocer su insondable misterio, sólo accesible por revelación. El misterio de Dios desborda nuestro espacio y nuestro tiempo, y aun la creación entera. Lo invade todo, lo penetra todo, lo trasciende todo. Supera nuestra inteligencia y nuestro pensar. Dios es más grande que lo que los hombres podemos imaginar. Sólo Dios puede hablar bien de Dios. Por eso se nos ha revelado y ha querido hacerse familiar a los hombres. Ciertamente, “Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la razón humana… Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios” (Compendio, 45). ¡Qué abismo de generosidad el de Dios, pues ha querido dársenos a conocer para que participemos su misma vida!
Es necesario tomar de nuevo en los labios la palabra “Dios” para besarla, antes que proferirla. Es necesario proferirla con el íntimo estremecimiento y con la suprema reverencia que surgen de la entrega total de la propia vida al misterio sublime que se significa en ella. ¡Gloria y alabanza a la Trinidad Santa en su Unidad!
Gracias al Espíritu Santo, que ayuda a comprender las palabras de Jesús y nos conduce a la verdad plena, los creyentes pueden conocer la intimidad de Dios mismo, Amor eterno e infinito, comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Jesús nos ha revelado el misterio de Dios; nos ha dado a conocer al Padre que está en los cielos: Padre, “no sólo porque es Creador del universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra eternamente en su seno al Hijo que es su Verbo, resplandor de su gloria e impronta de su ser” (Compendio, 46). Quien ve al Hijo, a Jesucristo, ve al Padre; es el rostro de Dios; Él nos ha dado, además, el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo. En este mundo, el misterio insondable de Dios, abismo de amor y de gracia, nadie puede verlo ni conocerlo con sus solas fuerzas, pero Dios mismo se nos dio a conocer en el rostro y en la carne, la humanidad, de Jesús, de modo que podemos afirmar: “Dios es Amor”; “hemos conocido, en efecto, el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él”.
Todo en Jesús, que viene del seno del Padre, todo su ser, es una manifestación de Dios. Todo en Él nos remite al Padre y nos revela la intimidad de Dios, lo que ha visto junto al Padre. Su querer, su pensar, su sentir, conforme a su propio testimonio, es el de Dios; su actuar es enteramente el de Dios, implicado por completo en nuestra historia. En una carne como la nuestra nos revelado que el amor es más fuerte que la muerte, que permanece y vence el Amor, porque Dios es Amor; así nos ha revelado la verdad de nuestro gran destino como hombres, y la dignidad de nuestro ser de hombres.
Afirmando a Dios, afirma al hombre; el reconocimiento de Dios, es reconocimiento del hombre. Jesús salió del Padre, vino a nosotros para traer la condición fundamental de nuestra vida de Dios, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y así vencer las fuerzas del mal: ha venido para reconciliarnos con Dios, acostumbrarnos a Dios. Dios nos ha dado la vida y nuestra dignidad. Sólo en Dios encontramos nuestra grandeza. Sólo en la amistad con Dios podemos ser libres con la libertad de sus hijos. Sólo en Dios podemos existir, ser nosotros mismos, ser amados y amar. El ser del hombre se enraíza en Dios de manera irrevocable.
Jesús mostró el rostro de Dios, comunión personal de amor en su intimidad, cumpliendo la voluntad del Padre en todo: así, nace pobre, vive pobre y para los pobres; se acerca al sufrimiento de los hombres, como el Buen Samaritano, y comparte ese mismo padecer de los hombres; cura de dolencias y enfermedades; nunca condena, siempre perdona, incluso a quienes lo llevan a la cruz; está en medio de nosotros sirviendo, no busca ser servido; ama a los hombres hasta el extremo, y se entrega por ellos en su Cruz, obra de la violencia y de la injusticia humana, de quienes no toleran que Dios sea misericordia y perdón, y sea Dios de todos y para todos. Esa Cruz, precisamente, es signo de la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, de la verdad sobre la mentira, de la solidaridad sobre el egoísmo. Así, de esta manera tangible, visible, Jesús nos manifiesta a Dios como amor incondicional por el hombre y la vida de todo hombre: porque en sí mismo es Amor, comunión de personas divinas en una sola divinidad. No sólo nos revela que Dios tiene amor, y que ama a los hombres, sino que es Amor, que en su intimidad, que nos ha querido dar a conocer, es comunión de amor, comunión de Personas, fuente eterna e inagotable de amor. Por eso en Jesucristo, Hijo de Dios, hemos conocido el amor, que el Espíritu derrama en nuestros corazones.
Por la acción del Espíritu Santo, Espíritu de la Verdad, «quien se encuentra con Cristo y entra en una relación de amistad con Él, acoge en su alma la misma comunión trinitaria, según la promesa de Jesús a los Apóstoles: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”» (Benedicto XVI). La Iglesia sintetiza la verdad sobre Dios con esta expresión: Una única naturaleza divina en tres personas; tres personas distintas y solo Dios verdadero. Dios es comunión perfecta, Dios en sí mismo “es Amor”. Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor.
Esta es nuestra fe: “el misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de la Santísima Trinidad. Los bautizados son bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Compendio 44). Aquí radica nuestra fe; aquí radica nuestra vida, vida de hombres, vida de bautizados, vida de cristianos. Al confesar este misterio hoy reconocemos y confesamos inseparablemente que somos imagen y semejanza de Dios, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios uno y trino que es amor; por eso también, en el amor, es donde la persona humana encuentra su verdad y su felicidad.
Así mismo, al proclamar y adorar el misterio del Dios trinitario, estamos reconociendo que somos de Dios y para Dios, que en el centro de nuestra vida está Dios, que la primacía es de Dios, que todo tiene su origen y su término en el Amor, que es Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Solo si el esplendor de Dios, que es Amor, se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que nadie puede violar. Dios, uno y trino, es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra vida. A Él sólo debemos adorar, a Él debemos amar, en Él está toda nuestra vida. Bajo la primacía de Dios nace la prioridad de custodiar la vida, de respetar la dignidad de todo ser humano, de amar a todo hombre, de mirar las cosas y las personas tratándolas con sumo cuidado y consideración. Si quitamos a las criaturas su referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo de quedar a merced del arbitrio del hombre que puede hacer mal uso de ellas. ¿Cómo separarnos de Dios? ¿Cómo separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado?
¿Cómo es posible que un hombre diga “no” a lo más grande que hay, Dios, que es Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, que es Amor? ¿Cómo es posible que no tengamos tiempo para Dios, que nos encerremos en nosotros mismos o que limitemos toda nuestra existencia a nosotros mismos si es en Dios donde todo se ensancha y engrandece sin límites? Seguramente quien dice no a Dios, o no tiene tiempo para Él, o lo considere su antagonista, o le olvide, es porque nunca ha hecho la experiencia de Dios; nunca ha llegado a “gustar” a Dios, nunca ha experimentado ser “tocado” por Dios. A éstos les falta este “contacto”, y, por tanto, “el gusto de Dios”. A nosotros, creyentes, cristianos por la gracia de Dios, se nos ha dado conocer a Dios, gustarlo y experimentarlo. Nuestra tarea consiste en ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo, o por primera vez, el gusto de Dios, que es donde está la vida, la alegría, el futuro, el amor que permanece y da la felicidad y la dicha.
Es bueno en este día, recordar al Papa Benedicto XVI que se preguntaba: «¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan sólo “probar” a Dios? Y respondía: “cuando el hombre está ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que se puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir y comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible.
Ya no percibe lo divino porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuando utiliza todos los demás órganos, los empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este órgano muera, y que el hombre ya no perciba la mirada de Dios, el ser mirado por Él, la realidad tan maravillosa que es el hecho de que su mirada se fije en mí”. Centremos nuestra mirada en Él, escuchémosle, estemos con Él, tengamos trato de amistad con Él… orar, gustar a Dios, dedicar tiempo a Dios. La actividad nos absorbe, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior (Benedicto XVI, a los obispos de Suiza). Es lo que nos recuerdan, como verdadero regalo de la Trinidad Santa a la Iglesia, los monjes y las monjas.
Los monasterios de vida contemplativa son comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas, de nuestras ciudades y nuestros pueblos. En ellos se “gusta” a Dios Uno y Trino, se saborea a Dios.