4-12-2016

El domingo pasado iniciamos el tiempo de Adviento. Este tiempo significa expectativa, preparación, deseo, esperanza de la presencia  en el mundo de Aquel que viene a traer la misericordia y la paz. Ha  quedado abierta  la puerta  del Adviento y se nos invita a cruzar sus umbrales una vez más para proclamar ante nuestro mundo que la esperanza, desde que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, está en Él, en Jesucristo. Por eso nuestra mirada, como cruzando el umbral de la esperanza, se dirige a Jesucristo, aliento único para la esperanza que no se marchita, a pesar de tantos acontecimientos y situaciones humanas que estamos viviendo y que parecen invitarnos al desaliento: violencia, terrorismo, guerra, muchedumbre inmensa de gentes y de pueblos bajo la opresión, muertes de inocentes, víctimas ingentes de la droga y del inhumano y cruel tráfico de droga, miles y miles de refugiados que buscan el Occidente como tierra de salvación, muchísimos perecen en el intento tragados por las aguas de Mediterráneo que se ha convertido en su sepultura, en la fosa común para tantos… Ante tanto dolor y sufrimiento gritamos: ¡Que se acabe tanta violencia, tanto terrorismo, que en modo alguno tiene ninguna justificación, y merece todo rechazo, como Dios mismo lo rechaza, y envía a su Hijo al mundo para establecer el amor, la paz, la dignidad e inviolabilidad de todo ser humano!

Una puerta que se abre

Vivimos situaciones de oscuridad y de tiniebla envolventes. En medio de estos signos sombríos hoy resulta difícil la esperanza y confiar en las palabras que a lo largo de este tiempo litúrgico escucharemos, por ejemplo aquellas del Profeta Isaías: «De la espadas se forjarán arados y de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo». ¿Cómo confiar en ellas cuando vemos cómo las armas de la guerra, de la injusticia y de la violencia siguen destruyendo las vidas?  Por eso precisamente ponemos nuestra mirada en Jesucristo. Y por lo mismo, desde esta situación en la que nos encontramos, partimos pasando esta puerta única que nos abre a la esperanza viva.
La llamada es a caminar a la luz del Señor, a dejar las obras de las tinieblas y a pertrecharnos de las armas de la luz, de Cristo mismo, que es Luz que viene a iluminar la oscuridad de nuestro mundo. En este mundo, en este momento, los cristianos estamos llamados a caminar con nuestra mirada fija en el Evangelio de Cristo, en Cristo mismo, Evangelio vivo de Dios, Aquel en el que han encontrado el último y definitivo cumplimiento las promesas de Dios.
En Él, en efecto, encuentran solución los graves problemas que pesan sobre la humanidad de todos los tiempos, también de los nuestros. En Él se halla la verdadera respuesta a los grandes   interrogantes  que  nos  planteamos   ante   tantos acontecimientos que ponen de manifiesto la sinrazón de los mismos. En Él, el hombre, ante la grande y profunda quiebra de humanidad y moralidad que padecemos, encuentra el sentido y la verdad que libera y nos lleva a retornar a lo más genuino y grande del ser humano. Él es la Luz, Él nos trae la paz, Él viene a reunir a los hijos de Dios dispersos y enfrentados, Él ha venido a traer la salvación, no la condenación, ha venido a servir, no a ser servido, y a dar su vida en rescate por todos, para que tengamos vida, vida plena, vida eterna. Él es Dios con Nosotros, Dios con los hombres.

La esperanza del mundo descansa en Cristo

La esperanza del mundo descansa en Cristo. En Él las expectativas  de la humanidad  hallan un fundamento  real y firme. Nos ha revelado  que Dios es Amor y   nos ha hecho posible acceder a ese Amor, verlo, tocarlo, vivir de Él. Ésta es la Buena Noticia que se nos anuncia en el Adviento. Éste es el Evangelio que se nos entrega para que lo acojamos en el Adviento de este año, con todas las circunstancias que nos rodean: Dios se ha manifestado, se ha hecho visible, tangible. Y  se ha manifestado como amor infinito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre.
Dios, el Misterio que da consistencia a todas las cosas, ¡se ha revelado como amigo de los hombres! ¡Dios ama a los hombres, nos ama a cada uno de nosotros, tal y como somos, con todo el peso de miseria y pecado que llevamos en nuestro corazón! Quien vive de este Amor y misericordia, compasión sin límites de Dios, que en Jesucristo se nos ha hecho visible y palpable, no puede permanecer dormido y aletargado, sino que emprende el camino, la peregrinación del amor a los hombres.
Démonos cuenta, al comenzar este Adviento, del momento que vivimos; el momento es apremiante. Es preciso estar despiertos, ser lúcidos, porque la salvación, Cristo, el amor misericordioso de Dios está cerca de nosotros, llega a nosotros si lo acogemos. Por eso el Adviento que comienza, como todo el año, ha de ser un abrir de par en par las puertas a este amor misericordioso de Dios, un abrir enteramente nuestra mente y nuestro corazón, nuestra voluntad y nuestro deseo, nuestras personas, al Dios con nosotros, vivo y verdadero, para acogerle en lo más profundo de nuestro ser y convertirnos de verdad a Él. Necesitamos permanecer vigilantes con la luz de la fe y de la caridad encendida. Necesitamos abrirnos a Jesucristo y así ser abiertos y acogedores sin reservas de la bondad de Dios, Salvador y Padre nuestro, y a su amor a los hombres, que se nos ha manifestado en el acontecimiento que celebramos  en  la Navidad. El Adviento de este año debería resaltar y llevar a realidad viva, «reavivar», la caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, que tiene en Dios, que es amor, su fuente y su meta. En realidad, nuestra experiencia de lo que  Dios  ha  hecho en nosotros  nos lleva a desear apasionadamente y a trabajar porque la forma de vida de todos los hombres y de todos los pueblos sea la amistad, por encima de las barreras y de las divisiones que por el pecado tendemos siempre a crear entre nosotros, de mil formas y con mil razones. Esa amistad es una realidad posible. Es una amistad que se abre y se extiende continuamente, que reconoce la verdad y el bien de que es portadora toda persona y   toda cultura, que aprecia la razón y la libertad de todos, que facilita la búsqueda libre y honesta del bien común, y la cooperación de todos a ese bien. Esa amistad es posible, lo sabemos, si todos nos acercamos al Dios de la misericordia, amigo de los hombres.