Estos días atrás leía una acusación a un grupo político a otro que “era una indecencia el no suscribir un pacto sobre el CGPJ”. Es posible, no lo sé porque no ha sido trasparente la información sobre este hecho y sus antecedentes. Pero lo que sí es trasparente y diáfano que muestran una grave indecencia, muy grave, han sido las aprobaciones de diversas leyes en contra de la vida y en favor de la muerte como las referidas a la eutanasia, al aborto, a la que cercenan y limitan la objeción de conciencia, a la ley “trans” y otras: ¿Esto es decente o por el contrario son disposiciones de una clara y grave e inmunda indecencia por parte de quienes las han aprobado o los apoyan directa o indirectamente? Seamos honestos y decentes por favor: esas disposiciones más que indecentes son perversas e inicuas.

Vivimos “tiempos recios” y el mundo necesita un cambio. Se necesita algo nuevo. Se habla de “nuevo orden” y de tantas otras cosas que entrañan cambios importantes, estructurales, pero lo que hace falta es el cambio de las personas, mentes y corazones, hace falta una realidad humana nueva, hombres y mujeres nuevos con la novedad del Evangelio del amor sin límites y a todos. Una Iglesia de santos en estos momentos contribuirá de manera decisiva a ese cambio y a esa novedad.
Leemos en las Sagradas Escrituras: “Sed santos. Como yo soy santo”. Y en el Evangelio Jesús nos dice, a sus discípulos, a los cristianos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, perfectos es lo mismo que santos, sed al estilo de Dios como Dios es, Santo, Santo. No podemos contentarnos con una vida mediocre, hay que aspirar siempre a lo más, a la perfección en el amor, y del amor nuca se puede decir “bastante”.

Hace unos meses el Papa Francisco nos ha recordado la llamada de todos los cristianos a la santidad en su Exhortación Apostólica “Exultate et Gaudete”. El Papa nos urge a la santidad en un texto bellísimo, muy de él. Antes, recordémoslo, el Papa San Juan Pablo II en su Carta Apostólica “Al comenzar un nuevo milenio” también nos insistía en lo mismo y ponía la pastoral para el Nuevo Milenio que comenzaba bajo el epígrafe de una “pastoral de la santidad”.

El Concilio Vaticano II recordó y proclamó la vocación de todos los fieles cristianos, en la Iglesia, a la santidad: Éste es el núcleo del Concilio, sin el cual no se entiende el mismo Concilio o se mal interpreta su aportación: la santidad, la pastoral de la santidad. Aspecto fundamental, aunque a veces demasiado olvidado: “ésa es la voluntad de Dios, vuestra santificación”, nos recuerda san Pablo, y el mismo Pablo dirá: ”Nos ha llamado y bendecido en Cristo Jesús, a ser santos e irreprochables, inmaculados, ante Él por el amor”. El capítulo V de la Constitución Lumen Gentium, centro de la enseñanza y de la renovación conciliar, recuerda la vocación universal a la santidad en la Iglesia: Porque la Iglesia es un misterio o sacramento en Cristo, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad, signo eficaz de santidad. Soy consciente, además, de que a los pastores se nos exige fomentar esta santidad en todos los que nos están confiados, al tiempo que, inseparablemente, nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a ser santos de manera particular y específica con la santidad sacerdotal. No se me olvidan las palabras que me dijo en la homilía de mi ordenación sacerdotal, en mi pueblo, el obispo santo que me ordenaba D. José María: “Antonio, Sacerdote santo. Si no fueses a ser santo ¿para qué quieres ser sacerdote?”.

En los momentos cruciales de la Iglesia han sido siempre los santos quienes han aportado luz, vida y caminos de renovación. También hoy que vivimos un tiempo crucial, necesitamos santos, pedir a Dios con asiduidad santos, y ofrecer modelos de santidad. El programa de una pastoral de santidad, al que me he referido, es muy amplio, como leemos en la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, y nadie creo que pueda albergar respecto de él recelo alguno ni tildarlo de escapismo o de fuga hacia un espiritualismo que nos haga desentendernos de nuestro mundo y de las necesidades que urgen y apremian.

+Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo Emérito, Administrador Apostólico de Valencia