escudo-osoro-portadaCuando los cristianos de todos los continentes hablamos del Sagrado Corazón de Jesús, no todos los hombres entienden qué queremos decir con ello, ni todos comprenden lo que esta imagen de Jesús suscita o lo que Él quiere comunicarnos. Hemos celebrado estos días la fiesta de la Mare de Déu dels Desamparats, la mujer elegida por Dios para que los hombres viésemos el rostro que tiene Dios y el que tiene el hombre cuando se acerca y vive en comunión con Dios. Ahí, en la contemplación de Jesucristo, descubrimos su corazón y el que nosotros debemos tener, un corazón nuevo para un hombre nuevo, con la novedad de la vida de Jesucristo en nosotros. Pero te aseguro que a lo que el Sagrado Corazón de Jesús nos invita a descubrir y a vivir es a instaurar en nuestra existencia una novedad absoluta en la experiencia de ser humano. ¡Nuestra humanidad invadida por la divinidad, por la vida de Jesucristo! Ser y caminar por el mundo, vivir junto a los otros, construir esta historia con el “Corazón de Jesús”.

Un Corazón que sabe de amor
Un “Corazón” que sabe amar al otro hasta dar la vida misma por él. Un “Corazón” que suspira por tener a todos dentro de él, desde esa experiencia de un Dios que quiere entrañablemente a todos los hombres. Un “Corazón” que sabe de “amor”, de “verdad”, de “vida”, de “acogida”, de “entrega”, de “compromiso”, de “servicio”, de “fidelidad”, de “generosidad”, en definitiva, que tiene a Dios como absoluto en su vida. Nada se interpone en su vida y en sus relaciones, pues es Dios lo primero y desde Él entiende, experimenta y defiende que tiene que amar a todos los hombres con el mismo amor de Jesucristo. Ahora podéis entender por qué os digo que hay que tener un corazón nuevo para ser un hombre nuevo y para cambiar este mundo. Ello requiere pasar por una experiencia que os animo a vivir.

Atrevámonos a vivir el gozo del Evangelio y testimoniarlo a todos los hombres, especialmente en aquellas situaciones donde es más oscura la vida y más difícil

Dejad que Jesucristo se acerque a vuestra vida y os diga las mismas palabras que dirigió a Mateo, el recaudador de impuestos: “Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: Sígueme. Él se levantó y le siguió. Y sucedió que, estando a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores? Más Él, al oírlo, dijo: No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal” (Mt 9, 9-12).

Os animo a que viváis la misma experiencia de Mateo. Podéis hacerla, porque todos también estamos sentados y metidos en nuestras cosas, en nuestras tareas, en nuestros negocios y con nuestras preocupaciones. Dejaos llamar por el Señor. Os aseguro que os llama por vuestro nombre. Es el único que nos conoce bien y nos llama con todo su amor, pues quiere contar con nosotros. Él también sigue pasando a nuestro lado y nos dice: “sígueme”. ¿Será nuestra respuesta como la de Mateo? “Él se levantó y le siguió”. ¿Será una respuesta inmediata e incondicional? ¡Qué hondura tiene esta imagen de Mateo levantándose del despacho de impuestos y siguiendo al Señor! Algo muy importante ha visto en Él, para dejar lo suyo e ir tras Él. Esta nueva situación existencial de levantarse y seguir sus huellas y sus pasos, es el inicio de entrar en un proyecto de vida nuevo, de asumir el vivir con un corazón nuevo como el de Cristo.

Servir a los demás pasa por recuperar las propias raíces cristianas que nos hacen vivir teniendo un corazón nuevo, capaz de construir una ‘casa común’ fundamentada sobre la fe en Cristo

Siete bienaventuranzas
La plenitud de ese proceso de seguimiento llega cuando, como Mateo, dejamos que el Señor se siente a nuestra mesa, entre en nuestra casa y entre en nuestra vida. La gran señal de haber incorporado a nuestra vida a Jesucristo y de vivir en comunión con Él es incorporarle a nuestra mesa, es decir, hacerle partícipe de todo lo nuestro, de considerarle uno de nuestra familia. En la cultura antigua, sentar a alguien en la mesa de su casa era haberlo incorporado a su familia. Él, sin saber quién es Jesucristo, lo hace de su familia. ¿Os atrevéis a hacer lo mismo? Dejad que entre en vuestra casa y que esto se manifieste de muchas maneras: rezáis, oráis, tenéis su Palabra entre vosotros, os dejáis orientar y aconsejar por su Palabra, tenéis imágenes en vuestro hogar que os recuerdan al Señor, pero, sobre todo, dejáis que Él entre en lo más profundo de vuestro corazón y cambie toda la vida. Él, en vuestra casa y en vuestra mesa, pero Él, sobre todo, en la mesa de la Eucaristía, haciéndose realmente presente y queriendo ser para nosotros el alimento que nos cura el corazón y hace que se haga grande como el de Él, con la misma capacidad de entrega y de acogida. Con esa fuerza que lo transforma todo a sus medidas.

Os invito a todos, pero de una manera especial hoy a los jóvenes, a no tener miedo a seguir a Jesucristo en toda la radicalidad que Él os pida. Estoy seguro que a algunos os llamara al ministerio sacerdotal, a la vida consagrada. No tengáis miedo. Como nos decía San Juan Pablo II, “duc in altum”, rema mar adentro. Atrevámonos a vivir el gozo del Evangelio y testimoniarlo a todos los hombres, especialmente en aquellas situaciones donde es más oscura la vida y más difícil. No marchéis solos por el camino. Os invito a que con otros jóvenes probéis y descubráis nuevas y concretas posibilidades para vivir y también para construir caminos nuevos de evangelización y de inculturación de la fe en nuestra historia.

Os aseguro que servir a los demás pasa por recuperar las propias raíces cristianas que nos hacen vivir teniendo un corazón nuevo, capaz de construir una “casa común” fundamentada sobre la fe en Cristo y sobre la promoción de la verdadera dignidad y libertad de cada persona. Se trata de construir la “cultura del encuentro”, en la que todos los hombres puedan descubrir y vivir que somos hermanos y que estamos dispuestos a dar la vida los unos por los otros. En la medida que tenemos este corazón nuevo que nace de la comunión con Jesucristo, somos más conscientes de los problemas graves, y a menudo lacerantes, que vive el mundo. Pero, al mismo tiempo, sentimos la necesidad de vivir confiadamente en la presencia de Aquél que es Viviente y camina con nosotros en la historia y que es el único que cambia el corazón del hombre.

Os propongo siete bienaventuranzas para tener un corazón grande:
1. Bienaventurado si eres capaz de no escamotear esa llamada del Señor, “sígueme”.
2. Bienaventurado si tienes valentía para levantarte y seguirle.
3. Bienaventurado si tienes el coraje de meter al Señor en tu casa y sentarlo a tu mesa y oír de Él que “no necesitan de médico los sanos sino los enfermos”.
4. Bienaventurado si tienes la osadía de hacer creíble con tu vida a quien te llamó y te curó, Jesucristo.
5. Bienaventurado si tienes la valentía de “hacer la misión” en tu ambiente propio, en el trabajo, estudio, tiempo libre.
6. Bienaventurado si tienes la capacidad de ser testigo de verdades cristianas importantes, tal y como la Iglesia nos las transmite, con claridad confesante en medio del mundo.
7. Bienaventurado porque con ese corazón descubres que lo tuyo es defender a los pobres y a los débiles, un compromiso claro por la paz, justicia y la salvaguarda de la naturaleza.
8. Bienaventurado eres, si pones a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Con gran afecto, te bendice