El próximo día 13 de octubre vamos a vivir en España un momento muy especial del Año de la Fe. Lo hacemos con la convicción profunda de que la renovación de la Iglesia pasa necesariamente a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes, pues a través de nuestra vida es desde donde se hace resplandecer la Palabra de verdad que Nuestro Señor Jesucristo nos ha dejado. Recordemos cómo en la Carta Apostólica “Porta Fidei”, se nos manifestaba un deseo: “que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza…, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble” (PF 9). Y lo van a suscitar, entre otros, esos 522 mártires españoles que van a ser beatificados en Tarragona, entre los cuales se encuentran un grupo de valencianos. ¡Qué manifestación de fe! ¡Qué gracia y qué fuerza nos regalan estos hombres y mujeres que por Cristo dieron la vida! ¡Qué capacidad de contagio engendran en nuestra vida, para asumir con todas las consecuencias el compromiso de dar a conocer a Jesucristo con obras y palabras!
El Beato Juan Pablo II, con una valentía extraordinaria, quiso introducirnos en el tercer milenio poniendo ante nuestros ojos el testimonio de los mártires. Él había vivido en su Polonia natal la persecución religiosa que llevó al martirio a muchos creyentes. Y había visto y vivido la fuerza que estos hombres y mujeres engendran en quienes contemplan sus vidas. Nos lo quiso poner delante de nosotros para que no perdamos la memoria de Aquél que, haciéndose hombre como nosotros, nos ayuda a no perder nunca las medidas reales que ha de tener el amor, la libertad, la verdad y la vida. Pues violentados, torturados y matados, supieron dar la misma respuesta que Jesucristo, uniendo sus vidas a Él y dándoles Él su fuerza para seguir diciendo sus mismas palabras: “perdónales porque no saben lo que hacen”. El amor, el perdón, el dar la vida teniendo como única arma a Jesucristo, fue todo su quehacer. “Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores” (PF 13).

Dar testimonio con nuestra vida

Quizá el martirio lo entendamos desde el Misterio de la Eucaristía, pues la misión primera y fundamental que recibimos de este Santo Misterio, es la de dar testimonio con nuestra vida, “no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. ¡Qué asombro el que produce en nuestra vida Jesucristo! Él introduce en nuestra existencia un dinamismo nuevo, nos compromete a ser testigos de su amor. Es tal la transformación que se da en nuestra vida, que por nuestras palabras, acciones y modo de ser, Jesucristo se transparenta. Os aseguro que se puede decir, sin lugar a dudas, que el testimonio es el medio en el que la verdad del amor de Dios llega a los hombres en esta historia y los invita a acoger libremente esta novedad. La cumbre del nuevo culto espiritual es el martirio. Así ha sido considerado en la Iglesia. Recordemos esas palabras del Apóstol “ofreced vuestros cuerpos” (Rm 12, 1). De alguna manera, los cristianos de los primeros siglos describían el martirio como si se tratara de una liturgia, más aún, como si el mártir se convirtiera en Eucaristía. Siempre vienen a mi memoria aquellas palabras que San Ignacio de Antioquía dice ante la cercanía de su martirio: él se consideraba “trigo de Dios” y también deseaba ser por el martirio “pan puro de Cristo”. Y es que el cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía.
La acción de la Iglesia sólo es creíble y solamente es eficaz en la medida que, quienes formamos parte de la misma, estemos dispuestos a pagar personalmente la fidelidad a Jesucristo en cualquier circunstancia. Por eso, ¡qué bien viene escuchar las palabras del Apóstol!: “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura, ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 38-39). Cristo necesita hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse, a dar la vida por Él en medio de esta historia. Por eso, los mártires son hombres y mujeres que, a la manera paulina, cuando conocen a Jesucristo, se encuentran con Él y lo dejan entrar en sus vidas, sin mirar para atrás, viven y trabajan por Cristo, sufren y mueren por Cristo. El argumento decisivo de la verdad es poner la vida en absoluta disponibilidad para regalar el amor de Cristo a quien me encuentre en el camino, me haga lo que sea. Argumento de la verdad que es Cristo es dar la vida por amor a Él viéndole en todos los rostros de los hombres.
Preferir el bien a la comodidad
Necesitamos del testimonio de los mártires, pues ellos nos hacen ver lo que significa anteponer la verdad al bienestar, la verdad a la carrera, la verdad a la posesión. Necesitamos los mártires para que nos enseñen en la vida cotidiana a preferir el bien a la comodidad. La capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. Precisamente por eso, los mártires han sido los grandes humanistas, pues son signo real de lo que es capaz de hacer el amor cristiano. Impresiona ver sus vidas y la manera de hacer y de relacionarse con los demás. Contemplemos la vida del protomártir San Esteban: fue dilapidado y murió como Jesús, invocando el perdón para sus asesinos (cf. Hch 7, 59-60). El vínculo que une a San Esteban con Cristo es la caridad divina, es decir, el mismo Amor que impulsó a Jesucristo a abajarse y hacerse obediente hasta la muerte de cruz. Es bueno poner de relieve estas características del martirio cristiano, de tal modo que se vea que es un acto de amor a Dios y a los hombres, incluyendo a los que me persiguen y quieren mi muerte. El mártir acepta en lo más profundo de su vida la cruz, la muerte, y todo lo transforma en una acción de amor. Aparece la violencia, pero es transformada en amor, es decir, la muerte se cambia en vida. Con los ojos fijos en el Señor, podemos decir con todas nuestras fuerzas, como lo hacen los mártires, “hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16).
Es bueno recordar que la sangre de los mártires no reclama venganza, sino reconciliación. Nunca los mártires son presentados como una acusación, sino todo lo contrario, como una superación del odio y de la violencia, de tal manera que sus vidas fundan una nueva ciudad, una nueva manera de entenderse los hombres. ¡Qué bueno es contemplar a los mártires, leer su vida contemplativamente! Descubrimos en ellos hombres y mujeres que creen en el Señor, que se han enamorado del Señor, que hacen siempre el bien, que buscan continuamente lo mejor para el prójimo, que su vida está disponible para los demás siempre y sin condiciones para nadie, que trabajan por la paz, que no se dejan intimidar por nada ni por nadie, que miran al Crucificado y se deciden, y sienten que su vida está en identificarse con Él y así encuentran la fuerza necesaria para morir por Cristo y perdonar a quienes los persiguen. Un grupo de estos hombres y mujeres que van a ser identificados vivieron con nosotros y aquí en Valencia transparentaron el rostro de Jesucristo. La Iglesia, en ellos, es y será el lugar del sentido de humanidad, de amor, de misericordia y de verdad.
Con gran afecto os bendice