El mundo está convulso y no sabe dónde va. Entre tanto la Iglesia, ¿qué dice? Me remito a lo que leímos el domingo pasado, en la Liturgia Católica, al texto del Profeta Jeremías (23, 1-6) que nos evoca, por semejanza, la situación que vivimos hoy en el mundo, y en España. Estamos con parecida dispersión y división del texto del Profeta: grupos enfrentados, naciones en lucha, intereses contrapuestos, confrontación de religiones, familias divididas, gentes exiliadas, “memoria histórica” para dividir, para reabrir de nuevo heridas ya curadas, para confrontarse; sigue habiendo hambre y mucha pobreza, mucha gente sin un pedazo de tierra donde ponerse en pie, mientras otros nadan en la abundancia o pasan de largo de la miseria de sus hermanos, una masa ingente que no cuenta; continúan los secesionismos y nacionalismos interesados e ideológicos que destruyen la unidad – bien moral a mantener-; no pocos que deberían ser guías de los pueblos y de las gentes, servirles y unirlos, anteponen sin embargo sus propios intereses, los de su clase o los de su grupo o movimiento, los de su partido o los de su ideología al bien común, al bien que reúne y unifica; en lugar de reunir, dispersan; en lugar de servir a la verdad que se realiza en el amor, acuden a la mentira como arma para sus propios “intereses”; en lugar de guardar a las gentes las llevan a la intemperie, a las periferias existenciales, y las dejan abandonadas; siguen levantándose muros y barreras, alimentándose el odio y la confrontación; demasiados muros ideológicos, muchas veces de odio, de afán de dominio, de miedo…, demasiada exclusión en nuestro mundo de hoy, a pesar de todas las globalizaciones; aun la misma cultura aparece fragmentada y dispersa, es el fragmento no la verdad, y así se dispersa y se disgrega en las opiniones subjetivas, en los pareceres particulares, en la dialéctica del dominio de las mayorías o los poderes de las minorías, o de la opinión pública dominante, y de esta manera nos vemos sumidos en la desorientación, en nuestro mismo interior nos vemos divididos. No encontramos la unidad, no hallamos la paz, ni alcanzamos la reconciliación entre nosotros. Si pensamos en nuestra patria,¿no comprobamos esa situación de división, de desconcierto, de…?. División, que, además, se acentúa cuando se trata de cuestiones de fondo, fundamentales: la posición, por ejemplo, ante la vida y la protección de la vida naciente o de la madre gestante, o la vida terminal. Y cuestión fundamental que genera división y conflicto es la posición ante la familia asentada sobre la firme base de la verdad del matrimonio entre un hombre y una mujer como unión de amor estable, indisoluble, entre ambos, reconocida legalmente y abierta a la vida; o la unidad de la “casa común” que es España amenazada de destrucción por secesionismos y nacionalismos que apoyan intereses particulares y, se diga lo que se diga, no son más que ideología. Esta situación surge cuando se opone al bien común y al bien de la persona y de la verdad, intereses particulares, ideológicos, de poder,…; o cuando todo esto está alimentado y conducido por falsos pastores o guías, conductores de los pueblos que en lugar de reunir dispersan, en lugar de servir al bien común de las personas, de los hombres, utilizan, se sirven de ellos, los instrumentalizan…, cuando falta el amor y la misericordia y sobran los egoísmos, los subjetivismos individualistas, cuando se falta a la verdad, cuando no se busca el bien para todos que es la unidad y la comunión de todos y entre todos. Así, si miramos bien el panorama actual, nos encontramos con la descomposición, la disgregación, la desvertebración de nuestra sociedad, en particular la de España: eso es lo que tenemos o nos disponemos en las vías de tenerlo, ¿no es cierto?

Pero también, en este contexto, el domingo, en la Liturgia católica, leímos, además del texto de Jeremías citado, también a San Pablo en su Carta a los Efesios ( Ef. 2,13-18), y leímos, además, el Evangelio de Marcos (Mc. 6,30-34): ante el panorama descrito antes en estos textos últimos aparece una luz grande que abre un gran horizonte. Me dirán algunos que esto podría valer, vale, para los creyentes, para los cristianos solo. Pero está en el ámbito de razón en cuanto tal, la razón universal. Es cierto, vale para los cristianos. Pero también los cristianos hemos de ofrecer lo que somos y creemos, aportar, desde la razón y la fe, nuestra responsabilidad a la construcción de la “casa común”, a la unidad: responsabilidad que es ante Dios y, por tanto, ante los hombres. Y leímos que “no temamos”, no tengamos miedo, confiemos de verdad: Dios mismo viene en nuestra ayuda ahí; Él sí que nos guía, más aún, es el verdadero guía y pastor de los hombres, que nos cuida y nos lleva a la unidad, reconcilia y restablece la paz: “Yo mismo, dice por boca de Jeremías, reuniré al resto de mis ovejas de todos los países y las volveré a traer a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. Les pondré pastores que las pastoreen: ya no temerán ni se espantarán y ninguna se perderá”. ¿Quién no ve en algunos guías de hoy el cumplimiento de esta promesa de Dios? ¿Quién no ve, por ejemplo, en la persona de los papas San Juan Pablo II, o Benedicto XVI, o Francisco o en tantos otros que, como ellos, sí que son verdaderos guías, de la humanidad que cumplen esa promesa de Dios de unidad y reconciliación? Hay más. Leímos en San Pablo: “Ahora estáis en Cristo Jesús. Ahora, por la sangre de Cristo, estáis cerca los que antes estabais lejos. El es nuestra paz. El ha hecho de los dos pueblos, judíos y gentiles, una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba: el odio”. Así ha creado “un hombre nuevo” y “reconcilió con Dios los dos pueblos”, los ha unido “en un solo cuerpo mediando la cruz”. Ésta es la verdad que nos hace libres. Cristo no sólo trae la paz. Él mismo es la paz y la reconciliación; su sangre derramada, su cuerpo entregado, su cruz redentora nos ha liberado del odio, que es manifestación del pecado, causa de la disgregación; y Él nos introduce en el amor inmenso de Dios que reúne, une, salva y reconcilia. Y en el texto de Marcos escuchábamos: “Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lastima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”. Todo esto es una gran esperanza. Aquí está la responsabilidad de la Iglesia que ha de colaborar en la construcción de la “casa común” y ha de trabajar por la superación de la disgregación, la división, el enfrentamiento, la descomposición, la destrucción y ofrecer el norte que conduzca a la unidad, que siempre es luz, aurora esperanzada de nuevo y grande futuro. En Cristo se otea y está el horizonte de ese nuevo futuro, de una humanidad nueva y renovada.

En Cristo está el presente y el futuro de la humanidad. Y algunos pretenden que desaparezca su nombre; y algunos intentan que no se les muestre a las gentes en toda su verdad, por ejemplo, en la institución escolar. ¿Quién puede decir que trae división, cuando Él es la paz, cuando es unidad de pueblos y de gentes, cuando es liberación de los muros que separan a los hombres entre sí? El futuro, queridos hermanos, está en Jesucristo. Digámoslo una vez más, con toda sencillez y humildad, propongámoslo a todos, no lo callamos, no lo impongamos, pero no dejemos de ofrecerlo a los hombres.

Es en Él donde vemos cumplida la visión del rostro de Dios, en quien palpamos quien es Dios, qué es lo que Él quiere, qué nos está ofreciendo a los hombres. El envió a su Hijo para reunir los hijos de Dios dispersos. Él es el Buen Pastor, conforma al corazón de Dios, que cuida a sus ovejas, las sirve, no se sirve de ellas, nos las maneja, y da su vida por ellas, para que tengan vida, para que el amor de Dios que hace hermanos y aproxima esté en todos, para que se anticipe el Reino de Dios futuro donde tengamos un solo corazón, un solo espíritu, seamos una sola y única familia sentada en torno a la misma y única mesa del banquete donde se nos ofrece como manjar el mismo amor de Dios, el pan de la vida, el cuerpo de Cristo enviado al mundo por amor y entregado por un amor hasta el extremo y se nos da la bebida, el vino nuevo que llena de alegría y sella la alianza, la sangre derramada para la reconciliación.

Y, llenos de gozo, escuchamos el pasado domingo en el Evangelio: “Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lastima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”. ¡Qué delicia, qué esperanza! Así es Dios y así actúa. Tiene lástima de nosotros, es compasivo, misericordioso, le importamos los hombres. Con qué ternura ha dicho un poco antes que a los discípulos cansados se los llevó aparte para que descansasen, para que estuvieran con Él; para que gozasen de ese rato de intimidad con el Amigo, para que estando con él y viéndole a Él vean al Padre, como dirá un día a Felipe. Es esa interioridad que tanto necesita el mundo actual, y que tanto padece por carecer de ella. Pues bien, ahí, aún tiene más fuerza esa buena noticia de su compasión por los hombres dispersos, rotos, desorientados, vacíos, hambrientos, divididos, sin norte. Los discípulos, como vemos en el pasaje evangélico proclamado, ven cumplidas en Cristo la verdad de sus mismas palabras cuando dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré”. Es cierto, ¿a quién vamos a acudir los hombres, para encontrar la paz, el sosiego, la reconciliación, el descanso el amor que sacia, el sentido de la vida, la interioridad perdida tan necesarias para una nueva Europa, la Europa del espíritu, tan necesarios para un mundo reconciliado y unido? Sólo Jesucristo tiene palabras de vida eterna, Él es el que nos enseña con calma, con verdad donde se encuentra la paz y la esperanza, en su misericordia y en su cercanía, en su persona es donde está la reconciliación de un mundo, de unos hombres divididos entre sí e interiormente, en Cristo, en su cruz redentora se abre la esperanza de un amor que no tiene límite y la liberación del odio, manifestación de la ausencia de Dios que es Amor.

Los hombres necesitan esta Palabra, necesitan a Cristo, no sólo su mensaje, sino su persona, convertirse a Él, encontrarse con Él. Los hombres necesitan amor y esperanza, los hombres necesitan a Jesucristo. Porque sólo Jesucristo es la verdadera salvación del mundo, la reconciliación y la paz, el amor que no tiene medida, sólo Él es la esperanza de la humanidad, cura heridas, cicatriza heridas, no las abre, no divide, no separa, ni enfrenta. Solamente Cristo puede llenar hasta el fondo el espacio del corazón humano. Sólo El da el coraje último para vivir a pesar de los obstáculos que nos rodean y para caminar al encuentro del hermano en una unidad universal.

Dejemos que Cristo sea para nosotros la base de nuestra existencia. Dejemos que Cristo sea nuestro camino, ¡el único camino!, aunque se abran ante nosotros otros caminos que nos puedan halagar con metas tan fáciles como ambiguas. Sólo Él conduce a la plena realización de las expectativas que llevamos en lo profundo de nuestro corazón. Dejemos que Cristo sea nuestro patrón y medida. Que Él nos guíe y nos guarde en su amor, como buen y único pastor. Todos, nosotros, los hombres y mujeres de hoy necesitamos de Cristo para recorrer los caminos de la vida. ¿Qué sería de nuestro mundo si le faltase Él? ¿Qué sería de nuestra humanidad si no se le anunciase el Evangelio? ¿Qué sería de nuestra sociedad si se apagase su voz y su luz? ¿Qué sería de nuestros niños y jóvenes si no se les mostrase en una enseñanza propia en el ámbito escolar cuando aprenden a ser hombres y a vivir en convivencia verdadera con otros, en libertad, con respeto total a otras opciones, sin ninguna imposición, sin privilegio alguno sino conforme a los derechos humanos fundamentales que les asiste? ¿A dónde vamos con el laicismo confesional que se nos pretende imponer : se quiere acaso más división, se quiere acaso prescindir de quien trae la verdadera base para la convivencia y la paz?

Miremos, además, a nuestro entorno y veremos cuántos hay que no saben de qué van por la vida, andan, en efecto, como desorientados, fugitivos de sí mismos, sin aliento y sin otro ideal que la evasión y el disfrute de cosas a toda costa. Muchos de ellos parecen estar satisfechos, pero viven profundamente infelices, privados de la verdad y de la auténtica alegría. Miremos a nuestro entorno y veamos cuántos dispersos, cuánta violencia, cuántos malos tratos, cuántos odios, cuántas exclusiones, cuántos hombres destrozados en su interior por el pecado que les aflige, divide, y destruye. Caminan como ovejas sin pastor. Jesús tuvo compasión de los que andaban de este modo, es decir, como ovejas sin pastor. Y dio su vida por ellos, y compartió su vida con ellos, y multiplicó ante ellos el pan. Así es Buena Noticia. ¿Por qué no somos nosotros quienes, solidarios y compasivos, nos acercamos ahora a ellos y, con Jesús, les anunciamos la Buena Noticia que andan buscando? ¿Por qué nos les mostramos, con el testimonio de nuestras vidas, de nuestras obras y de nuestras palabras la cercanía de Jesús, de Dios, del que nos reúne y trae la reconciliación y la paz? Ellos nos esperan. Ellos nos necesitan. Démosles el Evangelio. No los defraudemos. Mostremos cómo se vive cuando se sigue a Jesús. Mostremos cómo vivimos en la unidad y somos, con la fuerza del Espíritu de Jesucristo, constructores de unidad, de diálogo, de convivencia, de integración, de paz.

Conocemos el ambiente y somos testigos de los muchos y grandes problemas que en él se están sufriendo en el momento presente. Pero, al mismo tiempo, sabéis bien que en todo hombre está viva, sigue viva, una sed grande de Dios, aunque, a veces, esa sed se esconda dentro de una actitud de indiferencia y aun de hostilidad hacia lo religioso.
¡Cuántos sedientos de verdad y de salvación, ansiosos de felicidad y de amor, cuántos sedientos de unidad, de superación de los muros, cuántos ahogados por las barreras que levantamos los hombres, cuántos son los que están deseosos de dar un sentido verdadero a la propia existencia! Nosotros sabemos muy bien que otros como nosotros querrían ser más, valer más, dar más, no vivir presos del tener ni de las cosas : pero no hay quien les invite ni les ayude a que eso sea posible. Mientras hay tantos que buscan a Cristo, como a tientas sin saberlo, son pocos todavía los apóstoles dispuestos a anunciarlo de manera creíble. Se necesitan hombres y mujeres animados por el Espíritu Santo que anuncien el Evangelio de la paz, el de la misericordia y el perdón, el de la mano tendida a todos, en definitiva, el del amor y de la compasión de Dios. ¿Por qué no nosotros?

Miremos a tantas gentes sumidas en extrema e inhumana pobreza, y miremos y observemos, también, esa impresionante pobreza, la que surge por la falta del consuelo y de la dicha que es el conocimiento del Evangelio, porque no hay apóstoles ni evangelizadores suficientes que se lo entreguen en obras y palabras. Mostrémosles que ellos son amados por Dios, que Dios los quiere, que quiere su reintegración, que siente ternura misericordiosa y compasiva, al tiempo que eficaz, por ellos, que Cristo ha muerto por ellos. Mostrémosles nuestro amor. Mostrémosles lo que hemos aprendido en la escuela de Cristo: amarnos mutuamente los unos a los otros como Él nos ha amado. Llevémosles lo que aquí estamos celebrando. Se abrirá una humanidad nueva, en la que Jesús les enseñará con calma y aprenderán la verdad que nos hace libres, la que se realiza en el amor y se manifiesta en la unidad y la paz, y aprenderemos también el camino que conduce al encuentro entre todos los pueblos y a la superación del odio y de los factores de disgregación y vacío, y viviremos la vida, Dios en nosotros, su amor, con toda plenitud y dicha, la alegría de estar todos unidos.

El Evangelio, porque esa es la exigencia del amor de Cristo. No tengamos miedo de las exigencias del amor de Cristo. El Espíritu Santo está con nosotros. El Espíritu que sacó del miedo y del refugio a los apóstoles para anunciar que Cristo es nuestra esperanza y el único en el que podemos ser salvos. Es el Espíritu Santo el que nos da fuerza y vigor. Anunciemos a Cristo.

Pero anunciar a Jesucristo significa sobre todo ser testigos de Él con la propia vida. Es la propia vida el primer lenguaje de la evangelización. El anuncio cristiano será un discurso vacío si no se da en la propia vida, y al hilo de la vida. Se trata de hablar con toda el alma y con todo el cuerpo, es decir con todo lo que uno es y lo que uno hace.

Hoy el mundo tiene necesidad ante todo de testigos creíbles. Estemos dispuestos a ofrecer un testimonio limpio y sincero de Jesucristo. Ofrezcamos, anunciemos y testimoniemos lo que ha sucedido en nosotros, lo que queremos que suceda en los demás, es decir: que sólo en Cristo hemos podido encontrar la vida plena y verdadera. Sólo si nuestras vidas muestran que la Redención, que la salvación de Jesucristo es, en nosotros mismos y a pesar de nuestra debilidad, un hecho real, podrán los hombres encontrar a Cristo, y en Él la vida verdadera. Sólo, pues, si en nosotros se da la gracia de la conversión, si, por la ayuda y fuerza del Espíritu, nos volvemos a Cristo, nos convertimos a Él y dejamos que Él viva en nosotros, sólo así podremos evangelizar, mostrar el amor con que Dios nos ama en Jesucristo. Por eso, todo esfuerzo que no vaya encaminado a nuestra propia conversión y al crecimiento de de la gracia de la conversión y de la fe, del encuentro real y vivo con Jesucristo, será enteramente vacío y estéril.

Testimoniemos, pues, con palabras auténticas y verdaderas nuestra fe, nuestro encuentro con Cristo, persona real y concreta que vive, que no es una idea, ni un valor, ni una norma, ni un ideal aunque se tratase del más sublime de los ideales. Testimoniémoslo a través de nuestro compromiso en el mundo.

El amor a Dios y a los hombres nos apremia. Por eso no podemos dejar de anunciar a Cristo. Anunciar significa proclamar, hacerse portador de la Palabra de la salvación. Quien anuncia debe ofrecer algo a los demás, debe llevar un mensaje de verdad y de bien en el que se cree y del que se vive, y por el que uno es capaz de darlo todo y jugárselo todo. Nuestro mensaje es Cristo, creído, celebrado, vivido e invocado en y por la Iglesia. Hemos de conocer cada vez más y mejor a Jesucristo, su palabra que nos anuncia la Iglesia, la que ella cree, celebra, vive y ora.

Muchos rechazan a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Señor, por ignorancia. Hay mucha ignorancia en torno a la fe cristiana, aunque también hay mucho deseo de escuchar la Palabra de Dios. La fe nace de la Palabra. Anunciar la Palabra no es sólo cosa de los sacerdotes o de los religiosos y religiosas, sino que también es algo que corresponde a todos los miembros del Pueblo de Dios, a vosotros los seglares. Debéis tener el coraje y la libertad para hablar de Cristo en vuestras familias, en vuestro ambiente, en el trabajo o en cualquier ocasión que se os presente, animados por el mismo coraje de los apóstoles, fortalecidos por el Espíritu Santo, cuando afirmaban: “No podemos callar aquello que hemos visto y oído” ( He 4, 2O). Ninguno de vosotros puede callar.

No tengáis miedo. No digáis como el profeta Jeremías: “Señor, pero si yo no sé hablar, yo soy joven”. Porque entonces el Señor te responderá, como al mismo profeta: “No digas: ¡Soy joven!, porque adonde yo te envíe, irás; y todo lo que yo te ordene, dirás. No tengas miedo de ello, porque yo estoy contigo”(Jer l,6-7). Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos, dice Jesús al subir el cielo. Y la promesa ha sido cumplida. Él está con nosotros, presente en su Iglesia, actuante en su anuncio, por la fuerza del Espíritu Santo que fue enviado en Pentecostés y ahora nosotros invocamos para que sigamos anunciándolo.
Pidamos a Dios, junto con la Virgen María, que “nos dé su Espíritu de sabiduría, que nos conduzca a un mejor conocimiento y a una experiencia más viva del Evangelio de su Hijo, Jesucristo, y nos haga llevar la luz y el testimonio de nuestra fe a cuantos la tienen debilitada o carecen de ella; a fin de que, formando todos su familia, peregrinemos alegres hacia su morada eterna”.