Tenemos necesidad de pensar antes que repartir o maniobrar. Solamente pensando es posible superar actitudes totalitarias en todos los ámbitos de la existencia. La vida me hace descubrir cada día con más horizonte, desde mi perspectiva de hombre de fe y adhesión a Jesucristo y a su Iglesia, que para superar los abismos en los que, muy a menudo, nos metemos los seres humanos, son necesarias dos cosas: por una parte, no perder la confianza en proyectos de vida comunes realizados en medio de la historia en la que vivimos, y, por otra parte, no perder tampoco la confianza en la fuerza de la fe y en su expresión católica como realidad dignificadora de toda la historia de un pueblo a través de los siglos y, también, como fuerza fecundadora de la vida personal y de un destino con sentido y con verdad en el futuro.
El Evangelio del domingo pasado nos presentaba la misma pregunta que nos sigue haciendo Nuestro Señor Jesucristo a todos nosotros: “¿Quién decís que soy Yo?”. Es una pregunta importante, pero mucho más es la respuesta que demos, pues en ella están, también, las respuestas que aportamos para seguir pensando en nuestra historia y en todo lo que hacemos en la construcción de la convivencia entre nosotros. Para responder a esta pregunta que nos hace el Señor, necesitamos ponernos ante su mirada y escuchar desde lo profundo lo que Él nos dice, que en el fondo es ¿quién soy Yo para ti? ¿Qué lugar ocupo en tu vida? ¿Realmente ocupo el centro de ella? ¿Digo con todas las consecuencias como Pedro: “sólo Tú tienes palabras que nos hacen vivir?” Como podéis comprender, responder vitalmente a esta pregunta: “¿quién decís que soy Yo?”, supone responder a otra pregunta más decisiva que es ésta: ¿para quién vivo yo? ¿De verdad vivo para quien es la Luz verdadera en el camino de los hombres y me propongo dar a conocer esta Luz a todos los que encuentro en mi camino, sin imponer nada a nadie? ¿Vivo solamente haciendo la oferta de Nuestro Señor Jesucristo, que nos sitúa siempre a todos los hombres ante la verdad que hace posible que nos entendamos y que convivamos los hombres?
La fe vivida por unos cristianos en un lugar concreto de la tierra, da, ciertamente, identidad y ensanchamiento al corazón de los hombres y hace mirar más allá de las propias fronteras de uno. La Iglesia quiere entregar libertad y desea vivir en esa libertad que ella promueve. Por eso, la fe se vive en y desde la libertad, y la propuesta a la adhesión sincera a Jesucristo debe hacerse desde esa generosa gratuidad con la que Dios se ha dado a los hombres y ha tomado rostro humano en Cristo. ¡Qué maravilla, generosa libertad de Dios y generosa libertad del hombre, encontrándose y dándose respuestas! Cuando uno se acerca a la crucifixión de Jesús, descubre cómo los poderes de este mundo hicieron la negación de la justicia que Él traía. En cambio, la resurrección de Jesús fue el juicio por el que Dios le da la razón y confirma su mensaje como Buena Nueva y como gracia que se oferta y no se impone, y que entrega libertad, justicia y verdad. De ahí la necesidad de la fe para seguir pensando en la tierra, pues la existencia humana está incardinada en Dios y, desde ella, remitida a los hermanos, es desde donde se verifica la real y verdadera humanidad.
Pensar desde la fe y no marginándola, diluyéndola o negándola, significa recuperar y descubrir que la actitud religiosa tiene para la existencia humana la fecundidad más grande. No se pueden mantener caricaturas de la fe y de la Iglesia. Hemos de ir, con todas las consecuencias, a lo que ha supuesto todo lo que el Concilio Vaticano II y los documentos posteriores nos han dado a los cristianos y ofrecido a todos los hombres de buena voluntad, junto con el Catecismo de la Iglesia Católica, para descubrir lo que son exponentes supremos de la existencia católica, los contenidos normativos. Entremos en los contenidos de fondo y no nos dejemos llevar por cuestiones secundarias, la degradación, el desencanto, la desesperanza y la desmoralización. Entremos a pensar desde la fe todo lo que somos y hacemos. Es lo que más necesitamos, pues hay razones para esperar, aliento para vivir el presente y el futuro y también hacer memoria de Jesucristo y de lo que ha sido su presencia en la historia de los hombres cuando se le ha dejado alumbrar su vida y su suerte.
El Papa Francisco nos está diciendo de diversas maneras en los encuentros que tiene, en sus comportamientos, en su relación con todos los que acuden a verle y en las palabras que nos regala, que es a todos los hombres a los que tenemos que llegar con el anuncio del Evangelio, que la cuestión de la evangelización no es de minorías selectas. Es verdad que tendrán que ser los más tocados por la fuerza del Señor, los más cogidos por su gracia y por su amor, los que vayan a todos para contagiarles la fe, la esperanza, la caridad. Porque solamente los testigos hacen otros testigos. Nos recuerda en su predicación que Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas, pero esta realidad no se vive ni se interpreta con vistas al poder, a la grandeza o al dominio, Él no usa su igualdad con Dios, ni su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo o de distancia; es todo lo contrario, se despoja, se vacía de sí mismo, se sumerge en la débil condición humana, su forma divina se oculta bajo la forma humana y así vive marcado en nuestra realidad por el límite, la pobreza, el sufrimiento, la muerte (cf. Flp 2, 6ss). Se convierte, realmente, en Dios con nosotros, pues no se limita a mirarnos, se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, frágil, condicionado por el tiempo y por el espacio.
Por eso, entiendo que, a través de este testimonio de Cristo, se nos está impulsando a acoger ese grito de vivir la fe en una tierra concreta en la que hay que seguir pensando en ella desde la fe. Debe brotar un gran “sí” como el que Jesucristo dio al hombre y a su vida, al amor humano y a nuestra libertad e inteligencia. De tal manera que tengamos la certeza de que la fe en Jesucristo que tiene rostro humano, trae la alegría al mundo y que, además, el cristianismo está abierto a “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).
La fe, en un país en el que hay que seguir pensando, nos lleva a un compromiso singular como es acercarnos a Jesucristo desde dentro. Muchos hombres se acercan a Jesús desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad y la comparan con otros fundadores de religiones, con otros sabios o con los grandes personajes de la historia. Se acercan como lo hicieron también con Jesús. Recordemos lo que dijo a Felipe en la última Cena: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?” (Jn 14, 9). Para conocer al Señor hay que acercarse desde dentro y ello supone dejarse hacer esta pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?” Cuando conocemos al Señor por dentro, necesariamente tenemos que hacer nuestra la respuesta de san Pedro: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29), o “El Cristo de Dios” (Lc 9, 20), o “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16), o “Tu eres el Santo de Dios” (Jn 6, 69).
Con gran afecto, os bendice