Hemos celebrado los días 8 y 9 de noviembre el Congreso sobre “Parroquia y Nueva Evangelización”. Deseábamos que fuese punto de partida para iniciar un proceso en el que toda la Iglesia Diocesana tomase conciencia viva de que “la Iglesia ha nacido con la finalidad de propagar el Reino de Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre y, de esa forma, hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora, y, por medio de esos hombres ordenar realmente todo el mundo hacia Cristo” (AA 2). ¡Qué fuerza han tenido las ponencias y las comunicaciones! Había un fondo común en todas ellas, aparte de los contenidos y experiencias que todas nos daban: tenemos todos un tesoro tan grande y tan necesario para la vida de los hombres y para la vida del mundo, que la gran novedad que la Iglesia debe anunciar al mundo es Jesucristo. La Iglesia tiene que volver siempre a tomar conciencia clara de que anuncia a todo el mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, la Palabra y la Vida, y que Él ha venido a este mundo y se hizo presente en esta historia para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4).
¡Qué alegría hemos vivido en este Congreso todos los que hemos participado, sacerdotes, miembros de la vida consagrada y laicos! Llegados de todas las parroquias de nuestra Archidiócesis de Valencia, de todas las realidades eclesiales e instituciones de la Iglesia, una vez más el Señor nos hizo caer en la cuenta que la misión de la Iglesia y, por tanto, de todas nuestras comunidades parroquiales, es manifestar el inmenso amor del Padre, que quiere que todos seamos hijos suyos y vivamos como tales. Ello significa que tenemos que anunciar a Jesucristo, su muerte y resurrección, que hemos de decir a los hombres que Él es quien nos da la vida. Hemos visto que no hay una fórmula mágica para los grandes desafíos de estos momentos en los que vivimos, que no va a ser una fórmula la que salve, y sí una Persona, que es Jesucristo Señor Nuestro, muerto y resucitado. Por tanto, no busquemos programas, pues éste es el mismo Jesucristo al que hay que conocer, amar, imitar y anunciar, viviendo en Él.
El anuncio del kerigma
Las tres ponencias que hemos escuchado, “La parroquia, hogar de la comunión eclesial”, “La parroquia, Iglesia de Cristo en un lugar” y “La parroquia, plataforma misionera: el primer anuncio”,  nos han confirmado que es el anuncio del kerigma el que invita a tomar conciencia de ese amor vivificador de Dios que se nos ofrece en Cristo muerto y resucitado. Y es esto lo que hay que anunciar y también escuchar, con la convicción de que hay que “respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia” (NMI 38).
Las catorce comunicaciones que se han realizado nos han manifestado de formas diferentes el hambre y la sed que todos los hombres tienen de vida y felicidad. Hoy hay manifestaciones evidentes de cómo se buscan fuentes de vida. Anhelan esa vida nueva que solamente puede dar Cristo. Los hombres y mujeres de todas las latitudes de la tierra no quieren andar en sombras de muerte, quieren la luz de la vida. Los discípulos de Jesucristo, la Iglesia, siente en estos momentos de la historia que se hace más urgente y más evidente su necesidad por la llamada y el mandato de Cristo de “id por el mundo y anunciad el Evangelio”. Una Iglesia misionera, unas comunidades que se hacen “hogar” en el que todos sienten el calor que necesitan para vivir, en los “lugares concretos donde están”, y escuchan con fuerza que “Cristo muerto y resucitado les da la vida”, es lo que desea el Señor de su Iglesia. Y nosotros, en este Congreso, lo hemos escuchado de una manera singular. Hay que anunciar a Jesucristo, pues Él nos ha dicho, “el que cree en mí tiene la vida eterna”.
Las palabras del Papa Benedicto XVI cuando inauguraba su pontificado –“¡no tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo” (Homilía inauguración del Pontificado, 24-IV-2005)–  tienen un significado muy profundo. Todos los cristianos sabemos que, por el Bautismo, hemos nacido a la vida nueva en Cristo y nos hemos incorporado a la comunidad de los discípulos y misioneros de Cristo, a la Iglesia. El Bautismo nos ha hecho hijos de Dios y nos permite reconocer a Jesucristo como Primogénito y Cabeza de toda la humanidad. Acerquemos a todos los hombres esta vida que se fortalece acogiendo su Palabra y alimentándonos en la Eucaristía.
Anunciemos a Jesucristo con obras y palabras y quitemos las sombras de muerte. Él lo da todo, nos da una nueva manera de ser y vivir, de relacionarnos con los demás –todos son nuestros hermanos–, de manifestar la importancia que tiene el prójimo para mí, sea quien sea, pues me lleva hasta dar la vida.
Hemos salido del Congreso sobre “Parroquia y Nueva Evangelización” con unos deseos enormes de ponernos al servicio de la vida de todos los hombres, siguiendo las huellas de Jesucristo, como nos lo muestra con el ciego de nacimiento, cuando pasa junto a él y oye su voz y su necesidad: “¿qué quieres que haga por ti?”; o en el encuentro con la samaritana a la que devuelve su dignidad y le hace vivir en la verdad; o cuando estando con los discípulos ve a un pueblo hambriento y les dice “dadles vosotros de comer”; o cuando come y bebe con los pecadores para hacerles llegar su misericordia y su perdón; o cuando libera a los enfermos y a los endemoniados; cuando deja que una mujer pecadora unja sus pies; o cuando Él mismo nos muestra cómo hay que amar a los enemigos y estar al lado de los más pobres. Él, además, para que hagamos todo esto los discípulos, no nos deja solos, se queda con nosotros y nos regala los sacramentos y su Espíritu Santo. ¡Qué fuerza tienen sus palabras!: “El que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57).
El primer ámbito de comunión y de misión es la Diócesis, presidida por el Obispo. El nombre de Iglesia solamente se puede aplicar a la Diócesis, pues todo lo demás son comunidades eclesiales. Hemos de hablar de Iglesia particular. Y todas las comunidades se tienen que sentir insertas activamente en este ámbito. Por eso mismo, todas las parroquias se han de convertir en células vivas de la Iglesia (cf. AA 10). Son lugares privilegiados para tener una experiencia concreta de Cristo, de comunión eclesial y de misión. Todos los miembros de las comunidades parroquiales tienen que sentirse discípulos y misioneros de Jesucristo en la comunión. Desde ella hay que anunciar a Jesucristo, lo que “hizo y enseñó” (Hch 1, 1) mientras estuvo con nosotros.
Nos decía el Beato Juan Pablo II que “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las profundas esperanzas del mundo (…). Sin este camino, los instrumentos externos de comunión (…) se convertirán en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” (NMI 43).
Localizar la Iglesia en un territorio, eso es la parroquia que tiene que acoger, tiene que celebrar y tiene que evangelizar y realizar el imperativo de Cristo a los discípulos: la misión. Todo se concentra en la celebración de la Eucaristía que es culmen de la vida cristiana, renueva la vida en Cristo, fortalece a los discípulos de Cristo, es signo de unidad con todos y es escuela de vida en la que se aprende a construir la “nueva ciudad”, porque hace posible la “conversión personal y pastoral”.