Leopoldo Quílez, ante el cuadro de san Vicente Mártir en la Catedral. FOTO: V.GUTIÉRREZ

Leopoldo Quílez, profesor de Antropología Teológica de la Facultad de Teología de Valencia, reflexiona sobre la naturaleza del martirio cristiano.

EDUARDO MARTÍNEZ | 20.01.2022

¿Por qué en la Iglesia se considera que el martirio de los cristianos representa un modelo de fe y de santidad?

Podemos contestar esta cuestión al hilo de la siguiente afirmación joánica: “y ésta es la victoria que venció al mundo, nuestra fe” (1Jn 5,4). En efecto, el mártir es el supremo testimonio de la verdad de la fe, a saber, de la misericordia que Dios tiene de la humanidad en la Encarnación, vida, cruz y resurrección de Jesucristo, al cual está unido por la caridad (cf. CEC 2473). Y la misericordia se manifiesta en su forma más propia cuando revalida y promueve el bien del hombre a pesar de todas las formas del mal imperantes en un mundo en el que parece no tener cabida (cfr. Jn 18, 36). En este sentido, los mártires aparecen como testigos cabales porque es Cristo, rostro de la misericordia del Padre, quien está en el origen, como modelo y manantial vivo, de su entrega y porque en ellos, de manera excelsa, se descubre la presencia paradójica del Salvador mediante frutos insuperables de vida teologal. Como se aprecia claramente es insoslayable la conexión entre martirio y cristología, ella es su pórtico y contexto.  La podemos desglosar en los siguientes puntos:

Descubrimos en primer lugar las categorías de imitación y ejemplaridad, esto es, de conformación insuperable con el misterio de Cristo, Cordero de Dios, archimartir, “sacramento original del martirio”. En el mártir, por la gracia alter Christus, se da también el divino trueque de una muerte sacrificial infligida, al tiempo que elegida libremente, que es vida propia y proexistente para la comunión y la reconciliación con Dios y entre los hombres. “Busco a Aquél que murió por nosotros. Quiero a Aquél que resucitó por nosotros…no impidáis que viva; no queráis que muera…permitid ser imitador de la pasión de mi Dios” (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, VI, 1-3).

El mártir no sólo muere por Cristo, sino con Cristo. En él se cumple de manera eximia la afirmación paulina: “estoy crucificado con Cristo, ya no soy yo el que vive, sino Cristo que vive en mi” (Gál 2, 19-20). Cristificada su existencia, no por su valor, el mártir experimenta en sí la presencia fortalecedora de su Señor hasta tal punto que él mismo parece ser el protagonista. Así escuchamos por boca de Felicidad, aquejada de dolores de parto la víspera de su martirio:Ahora soy yo la que padezco lo que padezco; mas allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él” (Acta de martirio de Perpetua y Felicidad). El mártir tiene conciencia de que “Otro”, esto es, Jesucristo, sufre con Él y que, por ende, todo lo puede en aquel que le conforta (cf. Fil 4, 13). “Luchad con denuedo, combatid con constancia, sabiendo que peleáis bajo los ojos del Señor que está presente, que por la confesión de su nombre llegáis a su gloria y que no es él tal que se contente con mirar cómo luchan sus siervos, sino que Él mismo lucha en nosotros, Él mismo entra en batalla, Él mismo en el combate de nuestro ‘agon’ corona y es justamente coronado (S. Cipriano, Epístola X, IV).

-Cristo, Imperator, Caudillo invicto, convoca a los mártires a la milicia definitiva, llamada precedida de tentaciones y tribulaciones, como soldados partícipes de su muerte sacrificial que en sí conlleva la victoria. “Cristo el Emperador de los mártires, quien no se sustrajo a la lucha, enviando a ella a los soldados, sino que fue el primero en luchar, el primero en vencer, para exhortar con su ejemplo a los combatientes y servirles de ayuda con su majestad y prometerles la corona…” (S. Agustín, Enarrationes in psalmos 40).

– El mártir se nutre de Cristo eucaristía, “escudo de la hartura del Señor “(San Cipriano, Epístola LVII, II), para el momento de la suprema donación y, a su vez, entiende su muerte como sacrificio de acción de gracias que trata de corresponder al amor de Dios, entregado en su Hijo, del que todo lo ha recibido. 

   Ahora bien, esta conformación cristológica de la existencia y su inteligencia en clave de don hasta el extremo no podría darse en el mártir sin la inhabitación del Espíritu Santo Paráclito y la consagración y el dinamismo transformador que opera en él. El martirio es una gracia especial, es la llamada y la capacitación más auténtica del Espíritu que el corazón del creyente pueda recibir jamás.

   Siendo “habitación del Espíritu Santo” el mártir realiza en plenitud las tres virtudes teologales. Como veremos más adelante carece de sentido contraponer el llamado martirio de la caridad, en el que hace hincapié la teología actual, con el martirio de la fe, subrayado por la clásica.  Ellos son adalides de la fe en la potencia del amor creador y redentor de Dios y quienes movidos por una caridad previamente seducida llegan a perdonar lo imperdonable y unen su sangre en oración a la de su “Amor crucificado”; también ellos han sido ya salvados en la esperanza liberadora de la vida eterna, pues, esperando en las promesas de Dios, saben bien que “si morimos con Él viviremos con Él” (2Tim 2, 11). No hemos de olvidar que la fe veterotestamentaria en la resurrección (Dan y 2 Mac) nace propiamente en un contexto martirial.

Por último, el perdón y el amor a los enemigos son ciertamente el núcleo del testimonio cristiano en la persecución, epifanía de la misericordia del Padre en el mundo, la firma de Jesús en el alma y el signo inequívoco de la acción del Espíritu. Por ello los mártires son modelo acabado de santidad y desde primera hora sujetos de imitación, veneración y oración de intercesión.

– ¿Por qué la negación de los mártires a abjurar de su fe para salvar su vida no puede ser considerado como un acto fanático o suicida?

En primera instancia, debemos tener presente que el martirio no es un acontecimiento psicológico, sociológico, ético, político o histórico, sino primariamente un evento teológico. Perder esta perspectiva es un reduccionismo de este misterio de fe que debe custodiar la Teología. De hecho, al mártir no lo hace la pena, el sufrimiento, sino la causa por la que uno acepta sufrir hasta la muerte, en nuestro caso la consumación de la fe informada por la caridad para gloria de Dios y diakonía para la vida del mundo. Ser mártir es ser capaz de cargar sobre sí, como Simón de Cirene, la cruz de Cristo y servir así a la verdadera vida. En definitiva, la razón es lo que distingue al mártir: el Dios de y en Jesucristo. 

Tras este prenotando hay que decir que una de las características que a veces observamos en los testigos de la fe es que estos, aunque no la absolutizan, aman la vida, la creación y a los hombres. “Lo sé bien, la vida es dulce, sí. Pero nosotros deseamos otra mejor” (S. Pionio de Esmirna, s. III). La fe del mártir no tiene que ver con un sentimiento trágico de vida, ni mucho menos con una ideología del sufrimiento, con una exaltación del dolor, como si éste y no el amor fuera de suyo redentor. El mártir confía en la bondad de lo creado, trasunto de la Bondad de Dios, por eso también su muerte en algún sentido es privación, pero su virtud es lo suficientemente realista como para saber que ésta se halla frecuentemente asediada por el mal y que el triunfo final no es posible sin una cruenta milicia; en ella debe llenar de amor divino su muerte hasta el extremo de  obtener la victoria sobre ésta,  pues en ahí se mostrará que no sólo “el amor es tan fuerte como la muerte” (Cant 8, 6), sino más aún: “sé de quién me he  fiado” (2 Tim 2, 11).

Tampoco los mártires son los héroes trágicos del mundo clásico, dotados de una fuerza y una valentía sobrehumana, ni propugnan la elegante ataraxia propia de ciertas escuelas filosóficas de la antigüedad, ni siquiera son justos rebeldes ante el opresor, al estilo Robin Hood. En mi opinión el dramatismo del martirio queda sobrecogedoramente reflejado en la película “Silencio” de M. Scorsese. Ellos son más bien “imitadores de la pasión de Dios” y, por ende, han entrado en la dinámica de la debilidad, en la lógica del “Siervo” en el que se encarna la Misericordia, en la dinámica oblativa del abrazo inocente del pecado que quiere introducir al verdugo en la comunión con Dios si éste está dispuesto a devolverlo. El propio apóstol Pedro tendrá que hacer un doloroso itinerario de recepción de este don desde su orgullo estéril, violento y cobarde en la Pasión hasta la entrega fecunda de su martirio. “En su martirio Señor has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la debilidad su propio testimonio” (Prefacio de la Eucaristía en la fiesta de los mártires).

 Podemos ir entendiendo por qué la Iglesia siempre ha rechazado toda búsqueda irracional del sufrimiento, así como la entrega voluntaria al perseguidor. Estos comportamientos no fueron aconsejados ni admirados, pues respondían a expresiones enfermizas y orgullosas de la propia virtud, como sucedía con los montanistas que empujaban al martirio y prohibían la huida en la persecución. No se trata del mérito de la libertad primariamente, sino del fruto de la gracia:          “nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6, 44). A propósito de los presbíteros de su comunidad S. Cipriano responde al procónsul Paterno: “Nuestra disciplina prohíbe presentarse espontáneamente y esto desagrada a tus órdenes, ni ellos mismos pueden entregarse, pero si los buscas los encontrarás” (Actas proconsulares de san Cipriano). 

Por otra parte, mientras el fanático o el suicida podríamos decir que son destructivos, de los otros o de la propia vida, el amor indulgente del mártir es creativo. Kierkegaard relacionaba el perdón incondicional con la creación, ya que ambos sacan el ser de la nada. Santo Tomás, siguiendo a san Agustín, al hablar de la obra redentora de Cristo, dirá que ésta, por la magnitud del resultado obtenido, es una obra más excelente que la creación (Suma de Teología I-II, c. 113, a.9). En el fondo la redención es una recreación que muestra la locura de amor de Dios en Cristo de la que por gracia  son sacramento personal los testigos. En ellos, a imitación de la cruz, se opera una transmutación de los valores del mundo ya que la adecuación del mártir a Cristo dota su mirada de la sabiduría divina y hace bellas y fecundas unas realidades que aparentemente son espantosas  y estériles: “¿Quién no abomina todo esto? Y, sin embargo, la justicia del mártir hacía hermosas todas estas cosas que son horrorosas en sí mismas” (S Agustín, Sermón 277A). 

También el santo obispo de Hipona para la fiesta de San Vicente Mártir, con perspectiva escatológica, resurreccionista, nos da la sorprendente explicación del amor al cuerpo que el martirio supone: “Por tanto, sabiamente los mártires no despreciaron sus cuerpos. Eso sería una filosofía descarriada y mundana, propia de quienes no creen en la resurrección de los mismos. Se tienen por grandes despreciadores del cuerpo, por el hecho de considerarlos como cárceles donde están encerradas las almas que pecaron con anterioridad en otro lugar. Pero nuestro Dios creó el cuerpo y el alma; de ambos es creador y recreador, hacedor y restaurador. En consecuencia, los mártires no despreciaron o persiguieron a la carne como a una enemiga, pues nadie jamás tuvo odio a su carne. Cuanto más parecían despreciarla, tanto más miraban por ella. Cuando toleraban los tormentos temporales en ella, manteniéndose firmes en la fe, estaban adquiriendo la gloria eterna hasta para la carne” (San Agustín, Sermón 277).

Merced a ello, el mártir gusta de una alegría mística fruto de su unión con Cristo, reválida de su testimonio de la verdad y aurora de su glorificación.

Jesús sabía que su actitud le llevaría a la muerte y, aun así, no la depuso. ¿Marca él mismo un modelo de actitud martirial?

 Sin duda, el Nuevo Testamento presenta a Jesús como “testigo fiel” (Ap 1, 5), mártir verdadero, “quien ante Poncio Pilato dio tan solemne testimonio” (1Tim 6,13). Jesús es el máximo testigo porque ha revelado y encarnado el Reino de Dios hasta el trono paradójico de la cruz donde el amor llega a su paroxismo perdonando y justificando a los enemigos.  

La novedad de su sacrificio, sin parangón en la épica pagana ni en la historia de la filosofía (Sócrates, por ejemplo), es que su motivación no responde a motivos antropológicos, sino teológicos, es decir, a la conciencia de su identidad personal y a la misión de ella derivada. Ésta, como ha insistido certeramente Marie- Joseph Le Gillou, muy probablemente la interpretó desde la figura bíblica del Siervo de Yahvé y su destino inaudito, el de soportar las consecuencias violentas del rechazo del pueblo a la palabra de Dios y, de esta manera, liberarlos de sus pecados y recibir la confirmación definitiva del Señor que le ha elegido y enviado. El Inocente absoluto, por su disponibilidad a la voluntad de Dios, por la escucha de su palabra, por su vocación a las naciones, por su pureza moral y por su destino sacrificial expiatorio es una figura conmovedora y suprema de nuestro Señor Jesucristo, en quien descubrimos el rostro genuino de Dios. Él es la sorprendente revelación de la verdad del misterio del ser humano y desde él del ser en general, la “minúscula” “respuesta al problema mayúsculo del mal en el mundo desde la gramática teológica del rechazo, de un amor abajado y capaz de entregarse por los que lo odian.  Es la estética desconcertante, fascinante y provocadora de Dios. A propósito del adjetivo “desconcertante” he insinuado antes que el propio san Pedro, antes del misterio pascual está totalmente desarmado y se muestra incapaz de asumir la misión del Siervo Sufriente, es testigo por excelencia de la inconsistencia humana ante su destino. Desde esa insuficiencia el perdón de Jesús hará de él una piedra tallada a imagen del Siervo y dará a la Iglesia su tenor en el mundo.

– ¿Cómo podemos interpretar el martirio desde las dualidades gracia-libertad y fe-razón?

   Aunque ambas están implicadas permítame empezar por la segunda. 

– El ser humano es una criatura que sólo se logra en la relación gratuita y agraciante con Dios en Cristo. Esta meta es inalcanzable para su naturaleza, sólo acaece como donación del propio Dios Trino. Sin embargo, en su estructura ontológica, por creación, hay una cierta connaturalidad hacia esa gratuidad plenificante (salvación).  Al respecto, la fe, primera de las virtudes teologales, lleva a la naturaleza humana, y en ella a su razón, a la perfección, la potencia, colma las potencialidades ínsitas en la creación del ser humano como “imagen y semejanza” de Dios. Podemos decir que la razón queda sobrenaturalizada y así es capaz de alcanzar y gozar todas las potencialidades para las que fue constituida, pero para que la humanidad poslapsaria, al margen de Dios, ya es inhábil. De ahí que el cristiano en general y   el mártir en particular sea un re-generado (cfr. Tit 3, 5). Esa palingenesia es un descenso gracioso de la vida trinitaria a la naturaleza humana caída, que por vocación creatural sigue siendo apertura y capacidad de plasmación divina. El hombre es aptitud de “divinización” por participación. Y es que el ser humano es constitutivamente un ser descentrado, religado, extático hacia la realidad divina que quiere proyectarse en él. Es un llamado a la comunión creciente con Dios en Cristo. Pues bien, dicha presencia interpelante de Dios (gracia) no coacciona al hombre, sino que lo atrae con su asistencia personal amorosa: “me has seducido y me he dejado seducir” (Jer 20,7).  Esa vocación original recuperada y en Cristo sobrepujada, esa seducción a la llamada divina, es la que vemos sin ambages en el mártir. En él la luz del Espíritu Santo le ayuda a descubrir la razón de su oblación y a experimentar que la vida es un absoluto relativo, es un bien penúltimo, cuyo genuino sentido está en ponerla en relación y a disposición del fundamento último y absoluto de todo que es Dios. En este sentido, sólo la fe, dirigida a Dios y con causa y origen en Él, puede descubrir que lo que parece un final es un principio; de igual forma, sólo la esperanza permite desplazar la angustia para dar paso a la serena y hasta alegre confianza y, finalmente, sólo la caridad puede dar el impulso para la entrega total de la vida. Lo que puede parecer irracional y oscuro es, en el fondo, un exceso de luz para la razón que, aunque en principio puede cegarla, a continuación le permite una mirada más honda, trascendente y original. Ahora bien, junto a esto y como quiera que también la vida teologal vive en el claroscuro, en la imperfección de una existencia limitada y finita, sacramental lato sensu, a la libertad le corresponderá elegir entre la realidad dialéctica de la muerte, entre su ser enemiga y amiga, fin o principio, destrucción o consumación, desposesión o apropiación, pasión y acción. Por eso la muerte siempre es un acto de fe o de incredulidad explícita o implícita. Desde estas coordenadas el mártir es el bienaventurado, el que se ha aventurado bien en la elección de la buena muerte, en realidad precipitado de la “buena vida”. En su testimonio se cumple como en nadie el clásico adagio escolástico: «La gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, es necesario que la razón natural esté al servicio de la fe» (Santo Tomás, Suma de Teología I, c.1, a.8 ad 2).

A propósito del binomio gracia -libertad y dado que la gracia presupone la naturaleza, hemos aprendido en la teología actual a considerar que la gracia y la libertad no están en competencia mutua (cuanto más gracia habría menos libertad), sino al revés, a ver la gracia divina precisamente como aquello que posibilita la libertad. Y es que la auténtica libertad, la libertas maior, más allá del simple libre albedrío o libertas minor, es la capacidad de disponer de uno mismo en orden a su realización, con vistas al fin, al Bien de la vida, en el cual solamente reside la felicidad. De este modo el Bien, en última instancia Dios, es el objetivo de la verdadera libertad. Ésta atañe, no tanto la elección de objetos, sino al  modo de existencia, lo cual implica, a su vez, un horizonte al que orientarse, una Tierra Prometida hacia la que dirigirse. Y, repetimos, ese bien u horizonte último es la relación amical con Dios, la comunión con Él por gracia. Abundando, la libertad es filiación adoptiva. De hecho S. Pablo opone esclavitud a filiación. No tenemos un espíritu de esclavos, sino de hijos (cfr.Rom 8.15). Cuando nos realizamos como imágenes de Dios, y   esto sólo puede ser en el Hijo, logramos aquello para lo que fuimos hechos y somos plenamente libres. Teniendo en cuenta estos presupuestos se entiende que la libertad verdadera es la manifestación concreta de la gracia y la libertad más liberada será la que acoja la existencia coram Deo. En esa historia personal de acogida la muerte es el acontecimiento más solemne donde se sella la verdad sobre uno mismo, que confluye con la verdad del evangelio y da el significado supremo a la vida; la muerte no es un mero dato biológico, sino que tiene una enorme densidad; allí donde, desde el punto de vista humano, parece no quedar ya espacio para la libertad, el mártir puede escogerse de cara a Dios y consumar así la vocación de su ser, a saber, la vocación para lo eterno. Fuera de este horizonte su vida se quedaría sin sentido. El mártir ha ejercido su libertad en un servicio extremo que se ha desvivido literalmente desde el amor, a imagen de su Señor Jesucristo, arquetipo de la libertad, a quien no le arrebatan la vida, sino que la ha entregado (cfr. Jn 10, 18).

Santas Perpetua y Felicidad. 

– ¿Qué aplicaciones prácticas puede tener el testimonio de los mártires para los cristianos de países como el nuestro, donde las persecuciones son mucho menores?

El martirio no es una cuestión pasada y no sólo porque, de hecho, el siglo XX ha sido sin duda por número el siglo de los mártires y en la actualidad todavía existen en algunas geografías una Iglesia perseguida, sino porque toda la espiritualidad cristiana es, en el fondo, espiritualidad martirial. Varias razones concurren en esta afirmación. 

-En primer lugar, antes de ser una Iglesia de los mártires, la Iglesia es ella misma mártir. En su ontología se le ha impreso de modo indeleble la forma Christi expresada en la kénosis del Hijo, el Inocente, hasta el momento culminante de la cruz. Y lo que pertenece a Cristo también es de su Iglesia y de cada uno de sus miembros; por ende, también para ella debe concretarse la forma abajada como expresión del seguimiento obedencial a su Cabeza, que alcanza su culminación en la donación de la vida por amor. La Iglesia debe ser guardiana celosa del Inocente, a imagen de María, empezando por sus primeros custodios, los pobres.

-En la medida en que los cristianos, habilitados por la gracia,  participan del misterio de Cristo, están llamados a imitar también el misterio de sustitución, para ofrecerse por los otros, esto es, en lugar de y en favor de los otros, a veces, como en el martirio, también  a causa de los otros, para reconciliarlos con Dios. El misterio del pro nobis de Cristo, el Mártir Inocente por excelencia, permanece en la historia de los hombres gracias a la Iglesia y sus santos inocentes. Los mártires nos indican siempre dónde está la Iglesia.  Ella, en virtud de la eclesiología del Cuerpo de Cristo, es el “pro multis” del Verbo humanado en la historia. Somos nosotros los que ahora estamos en su lugar. La antigua cristología de la sustitución, de la representación,  es una cristología del Siervo de Dios. La comunidad de los creyentes debe proseguir ese servicio sustitutivo de Cristo, esa proexistencia entretejida de amor y sufrimiento a los hombres. El cristiano está llamado a completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor de su cuerpo que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24) y desde ella en pro de la humanidad. Como se aprecia, la libertad  cristiana siempre  es oblativa:

“En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros; también nosotros debemos entregar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). 

Así pues, el don del martirio, concedido a los pocos, marca esencialmente la espiritualidad de todo bautizado en favor de los muchos (cf. Lumen Gentium 42). El mártir lleva a su realización máxima el mandamiento del amor y  da testimonio con su vida de la verdad, ayudando a derribar los poderes engañosos que nos esclavizan. Sin embargo, debemos caer en la cuenta de que no hay dos tipos de cristianos, los de las pruebas supremas y los de la mediocre vida cotidiana. En ellos nos apercibimos de que no hay más que un Evangelio que es siempre exigente e incluso “crucificante”, es decir, que se vive a menudo bajo el signo de la cruz. Para unos será el martirio de sangre, para otros el martirio incruento de lo ordinario, el “de los alfileretazos” en expresión de Sta. Teresa de Liseaux, prefiriendo a Dios en las pequeñas decisiones y pasividades de cada día: “Cualquier alma que se comporte de manera limpia reconociendo a Dios y sea obediente a los mandamientos, es mártir con vida y palabra, sea cual fuere su salida del cuerpo, pues vierte su fe, igual que a sangre,  durante toda la vida hasta el final” (S. Clemente  de Alejandría, Stromata, 4).

-. El mártir vive y da vida justamente por su muerte y así entra en el misterio eucarístico. Ahora bien, la vida de todo bautizado también es eucarística ya que asimilados por Cristo en el “sacramento admirable” podemos ser un sacrificio viviente junto Él ofreciendo nuestra vida como hostia inmaculada en un purísimo sacerdocio existencial. En gran medida, la tarea de la Iglesia del siglo XXI puede ser la de aprender y enseñar a vivir religiosamente lo profano. Probablemente así seguirá teniendo vigencia la arcana forma de Tertuliano: “sanguis martyrum semen christianorum” (Apologético 50, 13).

– ¿Qué mártir (o mártires) en concreto destacaría? ¿Por qué motivo?

Me gustaría destacar, siquiera brevemente, varios, pues, aunque todos coinciden en lo esencial, de cada uno de ellos podemos extraer un interesante matiz. Procedo por orden cronológico. 

-En primer lugar, S. Cipriano (200 aprox-258), obispo de Cartago. Es una perfecta expresión de la humanidad del mártir, tan lejos de heroísmos desencarnados y de la dualidad naturaleza -gracia a la que antes me he referido. Al estallar la persecución de Decio (250) se escondió, por prudente afán pacificador, según sus palabras, en un lugar seguro, aunque manteniendo el contacto con su clero y su grey. Su huida no halló la aprobación de todos, especialmente en la iglesia romana en la que el papa Fabiano había derramado su sangre por la fe. Sin embargo, cuando a finales del 256 se produjo otra persecución, la de Valeriano, permaneció firme y tras ser desterrado un año a Curubis, finalmente, el 14 de septiembre del 258, fue decapitado, no lejos de Cartago, con tan noble y serena actitud que la iglesia de África y la universal no han olvidado nunca su oblación.

– Santo Tomás Moro (1478-1535), antiguo Lord Canciller de Inglaterra (1529-1532), quien en el marco del cisma anglicano y habiéndose negado a jurar el acta de Supremacía (3-noviembre de 1534) fue encarcelado en la Torre de Londres, desde donde nos legó conmovedoras reflexiones y testimonios, para, a la postre, ser ajusticiado el 6 de julio de 1535. Lo fascinante de su actitud es la fidelidad a Cristo en su Iglesia, en cuya constitución, los católicos, por derecho divino, reconocemos al Papa como cabeza visible. Prueba de su serena alegría nacida de la insobornable esperanza en la vida eterna, y hasta de su humor en la máxima tribulación, encontramos este pasaje que recoge la conversación con su esposa, instigada por Cromwell para hacerle claudicar, en su miserable prisión:

“Buenos días, master Moro, dice mistress Alicia. Me sorprende que vos, que hasta ahora siempre habéis pasado por sabio, cometáis la locura de permanecer en esta prisión estrecha y sórdida y que estéis contento encerrado junto con ratones y ratas (…) ¡Cuando pienso que tenéis a vuestra disposición en Chelsea una casa preciosa, con vuestra biblioteca, vuestra galería, vuestro jardín, vuestro huerto y muchas más comodidades! – Os lo ruego, buena señora Alicia, repuso gozosamente Tomás, decidme una cosa. ¿Qué cosa?, preguntó ella. Esta casa, dijo él, ¿no está más cerca del cielo que la mía? (Roper, La vie de sir Thomas More).

-Maximiliano Kolbe, sacerdote OFM (1894-1941). Su intercambio voluntario para la muerte en Auschwitz por otro prisionero, padre de varios hijos, ya huérfanos de madre, será siempre una de las mayores gestas de la caridad cristiana y un ejemplo sublime de la existencia eucarística y del misterio de sustitución al que   somos convocados. Maximiliano no murió el 14 de agosto de 1941, sino que entregó su vida por un hermano. Y pudo hacerlo en aquel momento porque no improvisó, sino que, en realidad, ya se la había entregado a Cristo con antelación. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

– Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), 1891-1942. Judía de nacimiento fue ante todo una buscadora de la verdad, lo que le llevó a ser una filósofa eminente y finalmente a convertirse a Cristo en 1921 y hacerse religiosa    carmelita en 1933. Doctora eximia en la ciencia de la cruz dio su vida en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau el 9 de agosto de 1942. En efecto,  E. Stein ilustraba la dimensión martirial de la vocación cristiana en general y religiosa en particular con la figura apocalíptica de la Esposa del Cordero (Ap 21) que hace suyas las palabras finales del Apocalipsis  ¡Ven Señor Jesús! (Ap 22, 20). Sin embargo, esas nupcias con el Cordero nos llevan inexorablemente a dejarnos clavar en la cruz con Él. No hay alegría esponsal sin cruz, macabro invento humano que el crucificado ha tornado, empero, en fuente de amor, de perdón, de justicia y de vida. ¡Ave crux spes unica! Y Edith Stein actualizó la muerte salvadora de Cristo en dos aspectos:   destruyendo el muro del odio que separaba a los judíos con los otros pueblos, en especial el alemán,   hasta hacer de todos un solo pueblo ( cf Ef 2, 11-22) e implorando con su sangre no sólo justicia, sino misericordia. Hija y víctima de una Europa alienada, autodestructiva y caótica es, a su vez, signo de esperanza para todos sus pueblos. Por eso fue declarada copatrona del Viejo Continente  en 1999.

Tradicionalmente se ha vinculado el martirio a la fe, en concreto al sufrir la muerte in odium fidei por parte del verdugo, pero hoy frecuentemente hablamos de mártires de la caridad. ¿Se ha cambiado el canon del testimonio supremo?

   Realmente, aunque se ha dado el matiz que refiere y la controversia en torno a él, creo que es un debate artificial. De hecho, como bien observa K. Rahner, la muerte de Jesús, mártir radical, consecuencia de su vida, fue motivada por su peculiar anuncio del Reino y su lucha contra los que en aquella época tenían el poder religioso y político. De igual manera, el soportar la muerte pasivamente, pero previéndola a causa de sus convicciones cristianas y la subsiguiente lucha por ellas, también las que atañen a la sociedad, constituye en mártires a quienes la sufren. (cf. Rahner, K., “Dimensiones del martirioenConcilium 183.). Más aún, Jesús no fue crucificado in odium fidei, sino a causa de la fe. La verdad de Dios que testificó Jesús fielmente, y tras él los mártires, es su Amor. La verdad pertenece al dominio del ser, y el ser de Dios es el Amor: “Yo soy la verdad” (Jn 14, 6).  Ambas líneas son entonces convergentes. Es lógico, pues, que la teología contemporánea se haya esforzado por ampliar el concepto de martirio, ubicándolo más allá de la simple adhesión intelectual a un credo, bastará para ello como se ha insinuado con recuperar el verdadero concepto de fe. 

Ya Santo Tomás sostenía en su cuestión dedicada en la Suma a nuestro tema: “ …pero el martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más demuestra la perfección de la caridad, ya que se demuestra tener tanto mayor amor a una cosa cuando por ella se desprecia lo más amado y se elige sufrir lo que más se odia… Según esto, parece claro que el martirio es, entre los demás actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de máxima caridad” (Suma de Teología II-II, c. 124, a.3, c) y un poco más adelante: “De ahí que los mártires de Cristo son como testigos de su verdad. Pero se trata de la verdad de la fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio. Pero a la verdad de la fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe, conforme al texto de Sant 2,18: Yo, por mis obras, te mostraré la fe. En este sentido dice San Pablo (Tit 1,16) a propósito de algunos: alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan. Por tanto, las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, por medio de la cual nos es manifiesto que Dios nos exige esas obras y nos recompensa por ellas. Y bajo este aspecto pueden ser causa del martirio (Suma de Teología II-II, c. 124, a. 5, c)

De igual manera, el Concilio Vaticano II, retomando la mejor tradición y la nueva óptica actual, afirma: “por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor” (Lumen Gentium 42). 

No es de extrañar que en un conocido diccionario teológico podamos leer: 

“Luego si el acento se pone en el amor que está en la base del testimonio del mártir, se comprende también que resulte mucho más fácil la identificación del mártir con aquel que no sólo profesa la fe, sino que la atestigua en todas las formas de justicia, que es el mí­nimo del amor cristiano… resulta claro que el mártir no se limita ya a unos cuantos casos esporádicos, sino que se le puede encontrar en todos aquellos lugares en los que por amor al evangelio, se vive coherentemente hasta llegar. a dar .la vida, al lado de los pobres; de los marginados y de los oprimidos, defendiendo sus derechos pisoteados” (Latourelle-Fisichella, Diccionario de Teología Fundamental).

    Podemos mantener sin miedo a equivocarnos que el “odio a la fe” del que hablaba la clásica “definición del martirio es un ‘odium caritatis formantis fidem’.., ‘odio a la caridad que nuclea toda fe verdadera’ (González Faus, J.I. , El mártir testigo del amor). Al respecto, ningún creyente que haya tomado seria conciencia de su fe puede pensar que no ha sido llamado al martirio. Éste pertenece a la grave esencia de la vocación cristiana.

“La vida fraterna, el amor, la fe, la opción por los más pequeños y los pobres, implicados en la existencia de la comunidad cristiana, suscitan a veces una aversión violenta. Qué útil resulta entonces fijarse en el testimonio luminoso de los que nos han precedido” (Benedicto XVI, Homilía en la Basílica romana de San Bartolomé, 7-04-2008).

En definitiva, vemos que en la vida teologal se trata de un “sagrado circuito”, el de una fe que se actualiza en esperanza y, sobre todo, en nuestro caso, en el amor. Más aún, en expresión tomista, la caridad es la forma de todas las virtudes, puesto que en la vida cristiana todo tiende hacia ella y todo halla en ella su sentido. Este redescubrimiento de la mejor tradición teológica está en la base de la canonización como mártir de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo del Salvador, por el papa Francisco el 14 de octubre de 2018. Y es que, como ha quedado patente, hay maneras de encarnar la fe cristiana que por salvar la vida de los últimos parecen olvidarse de la propia: “porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará.» (Lc 9, 23).

Conclusión:   quisiera acabar estas reflexiones relacionado mínimamente el martirio con la estética teológica de Von Balthasar y con la evangelización como quintaesencia de la misión de la Iglesia. Según el teólogo suizo la cruz de Cristo es la “forma”, esto es, la autoevidencia, la figura a través de la cual el ser del cristianismo se presenta antes de que pueda ser comprendido. Dicha forma nos permite captar la belleza, el pulchrum; Cristo, icono de Dios, el ecce Deus, sobre todo en el acto kenótico de la cruz, suscita en el corazón del ser humano la evidencia subjetiva de la fe, que no es sólo una adhesión intelectual, sino un dejarse raptar por su presencia, la del inaudito amor divino. “El amor es la belleza del alma” nos dice S. Aguntín. Y esto es lo que nos quiere decir el prólogo del Evangelio de Juan donde leemos “Hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Este ver, este percibir, es el punto de partida de la revelación cristiana, pues ante la belleza de tal amor de Dios en su Hijo Jesucristo, en primera instancia el ser humano no pone en juego su racionalidad, sino su afectividad que “percibe” para ser arrebatada, o no, por ella. Por eso Cristo es el “testigo creíble”, pues “sólo el Amor es digno de fe”. Ese amor en clave de perdón y justificación no cambia lo que ha sucedido, pero puede cambiar todo lo que está por venir. La experiencia cristiana, es en primer sentido, una experiencia estética.  De la belleza del árbol de la cruz participan de manera singular los mártires de todos los tiempos. Ellos son las ramas del frondoso árbol de la cruz de Cristo, a través de las cuales llega a toda la historia la savia ubérrima de la misericordia divina que procede de aquel árbol de la vida. Por paradójico y escandaloso que pueda parecer a la mentalidad antálgica (fóbica frente al dolor) de nuestro tiempo, los cooperadores de la cruz son testigos de la felicidad por excelencia y en esta misma medida tácitos evangelizadores; esa felicidad prometida es  la de la última bienaventuranza, por cierto, la única en la que Jesús nos interpela personalmente y con la que comenzábamos esta entrevista: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5, 11-12).