Este domingo celebraremos la Jornada de la “Pascua del enfermo”. Permitidme que me dirija a vosotros y os diga que sois los enfermos lo mejor de la Iglesia, presencia de Cristo crucificado, del Siervo de Dios que «tomó sobre sí nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 18,6). Es en la cruz redentora de Jesucristo, a la que vosotros estáis especialmente asociados, donde aparece con mayor nitidez el rostro de Cristo, el rostro que dibujan las bienaventuranzas su confianza plena en el Padre, el vivir solo para Él y desde Él, el despojarse de todo por amor a Él y por lo mismo a todos los hombres, el rebajarse hasta lo último en la pobreza más radical y el vivir el menosprecio y olvido mayor de los hombres. Pero ahí brilla el amor infinito de Dios, su fuerza salvadora, la vida que triunfa, la cercanía de Dios. En Cristo crucificado, que lo vemos y palpamos en vosotros, nos encontramos al Hijo de Dios, que aprendió sufriendo a obedecer, que quiso libremente cargar con nuestro sufrimiento y entregarse al Padre como víctima inocente por nosotros los hombres y por nuestra lágrimas» (Heb 5,7) poderoso clamor y el sufrimiento, transformándolo en un don de amor salvífico. Así también vosotros, viviendo vuestra enfermedad en la fe, completáis su pasión, vivís con la confianza de Él, redimís con Él el sufrimiento y lo transformáis en un don de amor salvífico.
Permitidme que en esta Jornada me dirija a vosotros con palabras del Papa San Juan Pablo II, que vivió tan en carne propia el zarpazo de la enfermedad y nos dejó tan gran ejemplo en la enfermedad: «Queridísimos hermanos y hermanas que sufrís en el espíritu y en el cuerpo, no cedáis ante la tentación de considerar el dolor como una experiencia únicamente negativa, hasta el punto de dudar de la bondad de Dios. En el Cristo paciente todo enfermo encuentra el propio significado de los propios padecimientos. El sufrimiento y la enfermedad pertenecen a la condición del hombre, criatura frágil y limitada, marcada desde el nacimiento por el pecado original.
Sin embargo, en Cristo muerto y resucitado, la humanidad descubre una nueva dimensión de su sufrimiento en vez de ser un fracaso, constituye una ocasión para dar testimonio de fe y amor. Queridísimos enfermos, sabed encontrar en el amor ‘el sentido salvífico de vuestro dolor y las respuestas válidas a todas vuestras preguntas’ (SO 31). Vuestra misión es de un valor altísimo tanto para la Iglesia como para la sociedad -Sois en gran medida los que lleváis la Iglesia, porque estáis unidos singularmente a la Cruz de Cristo y constituís el testimonio más elocuente del amor de Dios y de la vida confiada a Él-.
‘Vosotros, los que sufrís, sois los predilectos de Dios. Como hizo con todos los que encontró por los caminos de Palestina, Jesús os dirige una mirada llena de ternura; su amor no os fallará jamás’. Sed testigos de este amor privilegiado, mediante el don de vuestro sufrimiento, que tanto puede contribuir a la salvación del género humano» (San Juan Pablo II ); sed testigos de la confianza en Dios, sed testigos de que vosotros, los más pobres porque os faltan las fuerzas y no tenéis salud, sois de Dios y Dios es de vosotros: vuestro es su reino y su amor.
Porque el amor de Dios, destinado a todos, se identifica y se dirige de manera privilegiada a los pobres, a los últimos, a los que tienen hambre, a los que lloran y sufren. Es necesario meterse en el corazón mismo de Dios y sentir con Él el dolor de un amor divino, gratuito y generoso, compartir los sufrimientos y tristezas, las carencias y necesidades de toda la humanidad que sufre. Es necesario, particularmente urgente en nuestro tiempo, que nos volvamos a Dios y pongamos nuestra confianza en Él, que nos arraiguemos en Él, como piden las bienaventuranzas, que Dios sea todo para nosotros, para que Él entre en lo profundo de nuestras vidas, nos cambie radicalmente tanto en nuestra forma de ser como en nuestros valores y en nuestra forma de actuar. Si, de verdad, nos arraigásemos en Dios, nos sentiríamos más cercanos ante nuestros millones y millones de hermanos que carecen de casi todo lo más fundamental y primario para vivir. Cuando se pone la confianza verdaderamente en Dios, todo se dirige al bien del hombre, de la persona humana, singularmente del que está más necesitado.
El mundo de hoy, sin embargo, parece confiar sólo en el hombre, en sus fuerzas, en sus economías y técnicas económicas. Muchos hombres, en efecto, sobre todo en las regiones desarrolladas, parecen guiarse únicamente por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está teñida de cierto espíritu economicista. Hasta la misma enfermedad es vista con frecuencia con criterios economicistas: la vida es valorada desde ahí. «En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres» (GS 63), como pueden ser los enfermos, especialmente terminales.
Ante la lectura de las bienaventuranzas, nos damos cuenta que apoyarnos en Dios es vivir conforme a su amor; y que el cumplimiento de este camino trazado por el Señor, no es otro que el del cumplimiento de su voluntad, es decir el de la Caridad, el de compartir cada día. Nadie, conforme a esta voluntad de Dios manifestada en Jesucristo, puede ser excluido de nuestro amor porque Él, Hijo único de Dios, con su encarnación se ha unido a todo hombre. En la persona de los pobres y de los enfermos hay una especial presencia suya que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Es la hora de hacernos cercanos y solidarios con los que sufren; es la hora de compartir fraternalmente con ellos.
Que la Santísima Virgen María, «Trono de la Sabiduría», ilumine y ayude a todos, y que Ella «Salud de los enfermos», acompañe a los enfermos y consiga para ellos la fortaleza de la fe y la salud; que Ella, que es la pobre de Yahvé, Dios de Israel, pobre entre los pobres, se muestre como la madre solícita que tiene preferencia por los hijos más pobres y necesitados, como son los enfermos.