Ramón Fita Revert
Delegado para las Causas de los Santos

Este 21 de octubre se celebra el 50 aniversario de la muerte de quien fuera arzobispo de Valencia durante los complejos años 1946 a 1966. Indudablemente, para muchos la figura de don Marcelino todavía sigue muy viva, pues perduran aún algunas de sus grandes obras y proyectos. Sin embargo el paso inexorable del tiempo puede arrinconar a este relevante personaje de las nuevas generaciones.

Esta efemérides puede ser un espaldarazo para mantener viva la memoria de este salesiano que pasó por Valencia “haciendo el bien”. Falleció el 21 de octubre de 1972 y sus restos mortales descansan en la capilla de Santo Tomás de Villanueva de la Iglesia Catedral.

A pesar del tiempo trascurrido desde su muerte, esta figura del siglo XX está siendo estudiada con rigor histórico. Próximamente serán defendidas dos tesis doctorales, en las que se analizan sus dos etapas episcopales, la de obispo de Pamplona (1935-1946) y la de arzobispo de Valencia (1946-1972). Evidentemente, son etapas muy significativas, no sólo en lo que respecta a la sociedad civil española, sino también en la vida de la Iglesia.

Las circunstancias políticas y religiosas que Mons. Olaechea encontró en Navarra, la maraña trágica que supuso la guerra civil y las graves condiciones de indigencia posbélica que este obispo tuvo que afrontar, hacen que este singular salesiano sea un personaje atrayente, lo mismo sucede en su etapa al frente de la archidiócesis valentina. Evidentemente, el arzobispo Olaechea sobresale como un destacado testigo de la sociedad valenciana en tránsito desde una economía agrícola a otra de despegue industrial para los miles de inmigrantes llegados a Valencia, con importantes carencias de parroquias, de viviendas, de escuelas y, sobre todo, la dimensión social de su periodo en Valencia. Por lo que un personaje tan complejo y con tantas facetas, como don Marcelino, merece ser abordado desde ángulos diversos.

Es lo que nos proponemos abordar sencillamente con estos artículos periodísticos.

La Diócesis que se encontró don Marcelino
Monseñor Marcelino Olaechea hizo su entrada solemne en la archidiócesis de Valencia el 16 de junio de 1946. Sucedía en el cargo a don Prudencio Melo y Alcalde, quien rigió 22 años la Sede Valentina (1923-1945). La difícil etapa de la persecución religiosa y de la guerra civil (1931-1939) no sólo afectó ampliamente a la vitalidad de la iglesia diocesana, sino que empobreció también a amplios sectores de la sociedad. La mayoría de los templos de la archidiócesis habían sido profanados; el patrimonio documental y bibliográfico, destruido y las instituciones religiosas, aniquiladas. Fueron muchos los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que sufrieron martirio. La desigualdad social, por otra parte, era enorme. Cuando en abril de 1939 se reincorporó a Valencia el anciano arzobispo Melo, se encontró que su residencia había sido demolida, el Archivo Diocesano convertido en pasta de papel; todos los templos de la ciudad de Valencia profanados menos dos (el del Colegio del Patriarca y la ermita de Santa Lucía). La Iglesia en Valencia tenía por delante una labor enorme, pero las fuerzas de su Pastor estaban muy menguadas.

Así pues, don Marcelino se encontró con una diócesis que tenía el clero diezmado, las circunstancias económicas precarias y con muchísimas necesidades que requerían una atención urgente. Este arzobispo inauguró sus tareas episcopales con un estilo completamente nuevo que se distinguió abiertamente del de su predecesor. En su discurso de ingreso en la diócesis presentó su misión como la del Pastor abierto a todos: “a los ricos y a los pobres, a los sabios y a los ignorantes, a los patronos y a los obreros, a las derechas y a las izquierdas. Buscamos sólo a Jesucristo”. Pronto captó la sensibilidad de los valencianos y centró sus primeras intervenciones públicas en gestos que le ganaron inmediatamente la confianza y la simpatía del pueblo.

Desde el primer momento se empeñó en una doble dirección pastoral: por una parte continuar e intensificar la renovación espiritual de la diócesis iniciada tras la guerra civil, pero con nuevos métodos pastorales y, por otra, mantener y aumentar el protagonismo social de la Iglesia con iniciativas de carácter benéfico y asistencial. La gente sencilla, los grupos marginados, los trabajadores y las clases más humildes fueron los privilegiados del nuevo arzobispo, que tampoco olvidó a los propietarios y a los industriales.

Cualquiera, por humilde que fuese, podía acudir a don Marcelino con toda confianza. Cualquier iniciativa de bien era escuchada por este gran arzobispo. “La caña quebrada”, “la mecha humeante”, la empresa apostólica, o la acción caritativa, eran atendidas. Por lo que era práctica universal “acudir a don Marcelino” ¿Que había que defender las escuelas católicas? ¿Que había que llamar la atención del Gobierno? ¿Que se precisaba un crédito para una empresa de bien? ¿Que se necesitaba el reconocimiento de Roma para una orden moderna?… “se acudía a don Marcelino”. Todo cabía bajo el manto rojo del arzobispo, aunque muchas de esas obras no eran ya chinitas, sino sillares ciclópeos.

La renovación espiritual de la diócesis promovida por don Marcelino estuvo caracterizada por grandes manifestaciones e imponentes concentraciones populares, prueba evidente de la vitalidad de la Iglesia, de su capacidad de convocatoria y de la religiosidad del pueblo valenciano.